1. Demos gracias al Redentor, que tan generosamente se adelantó a bendecirnos con sus delicias, acrecentando en nosotros las alegrías con los misterios de su infancia. Acabamos de celebrar la Navidad, la Circuncisión, su Manifestación. Y hoy mismo nos deslumbra la fiesta de la ofrenda de su persona. Hoy se presenta al creador el fruto sublime de la tierra. Hoy la víctima pacífica y agradable a Dios es ofrecida en el templo por unas manos virginales; es llevada por sus padres y unos ancianos la aguardan. José y María ofrecen el sacrificio de la mañana; Simeón y Ana lo reciben. Estos cuatro forman esa procesión que hoy se recuerda con solemnes alborozos en los cuatro extremos de la tierra. Y nosotros mismos en esta festividad, rompiendo la costumbre de las restantes festividades, participaremos también en la procesión.
Por eso creo que no será inútil considerar con suma atención el modo y el orden de la misma. Avanzamos de dos en dos, llevando cirios encendidos; y no de cualquier llama, sino del fuego que acaba de ser consagrado en la iglesia mediante la bendición del sacerdote. Aparte de esto, los más jóvenes encabezarán la procesión, y los más antiguos seguirán detrás. Y llenaremos de cantos los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande.
2. Con justo motivo avanzamos de dos en dos, porque así nos refiere el evangelista que el Salvador envió a los discípulos para recomendar la caridad fraterna y la vida común. Interrumpen la procesión los que intentan caminar solos. Se perjudican a sí mismos y molestan a los demás. Son animales. Se segregan ellos mismos, carentes de espíritu; no se esfuerzan por mantener la unidad del espíritu con el vínculo de la paz.
Y como no está bien que el hombre esté solo, también está prohibido presentarse ante el Señor con las manos vacías. Si se increpa de ociosos a los que están en paro forzoso, ¿qué se va a hacer con los contratados que no trabajan? La fe sin obras es un cadáver. Hagamos, pues, nuestras obras con fervor, con el deseo del corazón, para que sean como cirios encendidos en nuestras manos. De lo contrario, temamos que, por nuestra tibieza, nos escupa de su boca el que habla así en el evangelio: He venido a encender fuego en la tierra; y ¿qué quiero sino que arda?
Este es el fuego sagrado y bendito que el Padre santificó y envió al mundo. Se le bendice en las iglesias, como está escrito: En sus iglesias bendecid al Señor Dios. También nuestro adversario posee, en cuanto perverso rival de las obras divinas, posee, repito, su fuego; fuego de concupiscencia carnal, fuego de envidia y de ambición. Precisamente, el Salvador vino a extinguir este fuego en nosotros, no a avivarlo. En fin, si alguien se atreviere a ofrecer en sacrificio a Dios este fuego extraño, aunque tenga a Aarón por padre, morirá en su iniquidad.
3. A lo referido sobre la vida común, el amor fraterno y el fervor santo, nos es imprescindible añadir la excelsa virtud de la humildad, para anticiparnos unos a otros con actitudes de deferencia; de tal modo que se anteponga siempre el interés de los venerables, e incluso de los más jóvenes, al interés propio, como signo de consumación en la humildad y de plenitud en la justicia.
Y porque Dios quiere al que da la buena gana y el fruto del amor es la alegría en el Espíritu Santo, cantemos en los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande; cantemos al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Y si se encuentra alguno remiso en avanzar de virtud en virtud, sepa ese tal que no integra la procesión, que permanece estacionado e incluso que retrocede. Porque, en el camino de la vida, no avanzar es retroceder, ya que nada de cuanto existe permanece inmóvíl. Nuestro progreso consiste, como recuerdo haber dicho con frecuencia, en no imaginarnos nunca que hemos logrado la meta, sino lanzarnos a lo que está delante, tratando de superarnos sin cesar, y exponer de continuo nuestra imperfección a la mirada de la misericordia divina.
2. Con justo motivo avanzamos de dos en dos, porque así nos refiere el evangelista que el Salvador envió a los discípulos para recomendar la caridad fraterna y la vida común. Interrumpen la procesión los que intentan caminar solos. Se perjudican a sí mismos y molestan a los demás. Son animales. Se segregan ellos mismos, carentes de espíritu; no se esfuerzan por mantener la unidad del espíritu con el vínculo de la paz.
Y como no está bien que el hombre esté solo, también está prohibido presentarse ante el Señor con las manos vacías. Si se increpa de ociosos a los que están en paro forzoso, ¿qué se va a hacer con los contratados que no trabajan? La fe sin obras es un cadáver. Hagamos, pues, nuestras obras con fervor, con el deseo del corazón, para que sean como cirios encendidos en nuestras manos. De lo contrario, temamos que, por nuestra tibieza, nos escupa de su boca el que habla así en el evangelio: He venido a encender fuego en la tierra; y ¿qué quiero sino que arda?
Este es el fuego sagrado y bendito que el Padre santificó y envió al mundo. Se le bendice en las iglesias, como está escrito: En sus iglesias bendecid al Señor Dios. También nuestro adversario posee, en cuanto perverso rival de las obras divinas, posee, repito, su fuego; fuego de concupiscencia carnal, fuego de envidia y de ambición. Precisamente, el Salvador vino a extinguir este fuego en nosotros, no a avivarlo. En fin, si alguien se atreviere a ofrecer en sacrificio a Dios este fuego extraño, aunque tenga a Aarón por padre, morirá en su iniquidad.
3. A lo referido sobre la vida común, el amor fraterno y el fervor santo, nos es imprescindible añadir la excelsa virtud de la humildad, para anticiparnos unos a otros con actitudes de deferencia; de tal modo que se anteponga siempre el interés de los venerables, e incluso de los más jóvenes, al interés propio, como signo de consumación en la humildad y de plenitud en la justicia.
Y porque Dios quiere al que da la buena gana y el fruto del amor es la alegría en el Espíritu Santo, cantemos en los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande; cantemos al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Y si se encuentra alguno remiso en avanzar de virtud en virtud, sepa ese tal que no integra la procesión, que permanece estacionado e incluso que retrocede. Porque, en el camino de la vida, no avanzar es retroceder, ya que nada de cuanto existe permanece inmóvíl. Nuestro progreso consiste, como recuerdo haber dicho con frecuencia, en no imaginarnos nunca que hemos logrado la meta, sino lanzarnos a lo que está delante, tratando de superarnos sin cesar, y exponer de continuo nuestra imperfección a la mirada de la misericordia divina.
RESUMEN Y COMENTARIO:
Podemos comparar el "ofrecimiento" de Jesús en el Templo a una procesión y meditar sobre su significado. Avanzaremos de dos en dos con cirios encendidos. Los más jóvenes delante y los más antiguos irán detrás. Iremos de dos en dos, pues caminar solos es interrumpir la procesión. Avanzaremos con el fuego de Dios y no con el de su adversario. Nos afianzaremos en la humildad y rechazaremos la inmovilidad, pues siempre debemos superarnos y plantear nuevos objetivos espirituales.
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