Sobre el primer verso: "El que habita al amparo del Altísimo, morará a la sombra del Todopoderoso"
Capítulo 1
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Podremos deducir mejor quién es el que habita al amparo del Altísimo fijándonos en los que no se acogen a él. Entre ellos encontrarás tres clases de personas: las que no esperan nada de él, las que desesperan y las que esperan en vano. Efectivamente, no habita bajo el amparo del Altísimo el que no recurre a él para que le ayude, porque confía en su propio poder y en sus muchas riquezas. Se ha hecho sordo al consejo del Profeta: Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca. Solamente ansía los bienes materiales, por eso envidia a los malvados al verles prosperar; se aleja del socorro de Dios porque cree que no lo necesita para sus objetivos. Mas ¿para qué ocuparnos de los que no conviven con nosotros? Pues me temo, hermanos, que también entre nosotros pueda haber alguno que no habite al amparo del Altísimo, porque se fía de su poder y de sus muchas riquezas.
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Es muy posible que alguien se tenga por muy fervoroso porque se entrega denodadamente a las vigilias, ayunos, trabajos y demás observancias, hasta llegar a creer que ha acumulado durante largos años muchos méritos. Y por fiarse de eso ha aflojado en el temor de Dios. Tal vez por su seguridad perniciosa se desvía insensiblemente hacia la ociosidad y las curiosidades: murmura, difama y juzga a los demás. Si realmente habitase al amparo del Altísimo, se fijaría sinceramente en si mismo y temería ofender a quien debería recurrir, reconociendo que todavía lo necesita mucho. Tanto más debería temer a Dios y ser más diligente cuanto mayores son los dones que de él ha recibido, pues todo lo que poseemos por él no podemos tenerlo o conservarlo sin él.
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Porque suele suceder, y no lo decimos ni lo constatamos sin gran dolor, que algunos, al principio de su conversión, son muy timoratos y diligentes hasta que se inician, en cierto grado, en la vida monástica. Y precisamente cuando deberían ser mayores sus anhelos, según aquellas palabras: los que me comen quedarán con hambre de mí, empiezan a comportarse como si se dijeran: ¿para qué vamos a entregarle más, si ya tenemos lo que nos prometió? ¡Si supieras lo poco que posees todavía y qué pronto lo podrías perder, de no conservártelo el que te lo dio! Solamente estas dos razones deberían bastárnos para ser mucho más celosos y sumisos a Dios. Así no perteneceremos a ese tipo de personas que no habitan al amparo del Altísimo, porque piensan que no lo necesitan: son los que no esperan en el Señor.
Capítulo 2
Capítulo 2
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Hay otros que, además, desesperan. Obsesionados por su propia debilidad, desfallecen y se hunden en el desaliento de su espíritu. E instalados en sí mismos, dando siempre vueltas a sus fragilidades, se sienten impelidos a desahogarse caprichosamente de todas sus penas. Y es que, cuando vives en tensión, impera la imaginación. No habitan al amparo del Altísimo; ni siquiera le han conocido y son incapaces de reaccionar para pensar en él alguna vez.
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Otros esperan en el Señor, pero inútilmente, se sienten tan seducidos por las caricias de su misericordia, que nunca se enmiendan de sus pecados. Semejante esperanza es totalmente vacía y engañosa; carece de amor. Contra ellos reacciona el Profeta: Maldito el que peca en la esperanza. Y otro dice: El Señor aprecia a los que le temen y esperan en su misericordia. Dice que esperan, pero expresamente antepone: los que le temen, ya que espera en vano el que aleja de sí la gracia despreciándola, porque así aniquila a la esperanza.
Capítulo 3
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Ninguno de estos tres grupos habita al amparo del Altísimo. El primero, porque se instala en sus propios méritos; el segundo, en los sufrimientos, y el tercero, en los vicios. Este último se ha cobijado bajo la inmundicia; el segundo, en la ansiedad. El primero, en la temeraria necedad. ¿Habrá torpeza mayor que meterse a vivir en una casa apenas comenzada su edificación? ¿O piensas que has acabado la tuya? No. Cuando el hombre cree haber llegado a la meta, entonces empieza a caminar. El edificio levantado por los que se fían de sus méritos es peligroso, porque amenaza ruina, y será mejor apuntalarlo y consolidarlo que vivir en él. ¿No es frágil e insegura la vida presente? Todo cuanto de ella depende, corre necesariamente el mismo riesgo. ¿Y quién puede considerar sólido lo que se levanta sobre cimientos movedizos? Es peligroso pues, refugiarse bajo la esperanza de los méritos propios; peligroso, porque se desmorona.
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Y los que, cavilando en sus propias debilidades, se deprimen bajo la desesperación, habitan en la ansiedad y en los tormentos interiores, como hemos dicho. Porque soportan un sufrimiento que los consume día y noche. Y encima se atormentan todavía más, angustiándose por lo que todavía no les ha sobrevenido. A cada día le bastan sus disgustos, pero ellos se hunden pensando en cosas que quizá nunca les van a suceder.
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¿Puede imaginarse infierno más insostenible que semejante tortura? Oprimidos por estas ansiedades, tampoco se alimentan con el pan celestial. Estos son los que no habitan al amparo del Altísimo, porque han perdido la esperanza. Los primeros no le buscan, porque piensan que ellos no le necesitan para nada. Los últimos se alejan de él, porque desean el auxilio de Dios, pero de tal manera que no pueden conseguirlo. Sólo habitan al amparo del Altísimo los que desean alcanzarlo efectivamente, porque su único espanto es perderlo y no tienen otro deseo que les absorba y preocupe tanto. Precisamente en esto consiste la piedad y el verdadero culto a Dios. Es verdaderamente dichoso el que de tal manera habita al amparo del Altísimo, que morará bajo la protección del Dios del cielo. ¿Podrá hacerle daño criatura alguna que exista bajo el cielo a quien ese Dios del cielo quiere protegerlo y conservarlo? Debajo del cielo están los espíritus malignos, este perverso mundo presente y los bajos instintos opuestos al Espíritu.
Capítulo 4
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Con gran acierto dice el salmo: Bajo la protección del Dios del cielo, pues el que merezca gozar de su protección puede excluir todo temor a cuanto existe bajo el cielo. Posiblemente, esta frase está subordinada al verso siguiente del salmo: El que habita al amparo del Altísimo morará bajo la protección del Dios del cielo. Dirá al Señor: "Refugio mío". En ese caso, las palabras morará bajo la protección del Dios del cielo podrían ser una consecuencia de la frase anterior: El que habita al amparo del Altísimo. E incluso al añadir esto, el texto está indicándonos que debemos buscar no sólo su amparo para obrar el bien, sino además su protección para librarnos del mal.
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Pero fíjate que dice bajo la protección y no en la presencia. Es el ángel quien se goza en su presencia. ¡Ojalá yo pudiera morar bajo su protección! El es dichoso en su presencia. Yo me contento con vivir seguro bajo su protección! Del Dios del cielo, nos dice. Aunque no dudamos que Dios está en todas partes, en el cielo está y de tal manera que, si lo comparamos con su presencia en la tierra, ésta nos parece más bien una ausencia. Por eso decimos cuando oramos: Padre nuestro, que estás en los cielos.
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También el alma está en todo el cuerpo, pero de una manera más noble y especial reside en la cabeza, donde se asientan todos los sentidos. En los restantes miembros actúa casi exclusivamente a través del tacto. Por eso parece como si no habitase en ellos, sino que más bien los gobierna. Si nos ponemos a pensar en la presencia que gozan los ángeles, podemos concluir que nosotros logramos precariamente en esta vida la protección de Dios de alguna manera y ni siquiera sabemos cómo llamarla. Pero, con todo, feliz el alma que llega a merecerla, porque dirá al Señor: "Tú eres mi refugio". Pero dejémoslo para el segundo sermón.
RESUMEN: no podemos gozar, en esta vida, de la presencia de Dios sino de su protección. Conseguirlo es una labor difícil. No debemos contentarnos con poco, creyendo que podemos habitar una casa que no está terminada. Hay tres grandes obstáculos: la prepotencia del que cree que no necesita a Dios (o se conforma con escasos méritos), la ansiedad del que no sabe resignarse y aquel otro que se refugia en todo tipo de vicios y hábitos inmundos.
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