EL OBJETIVO DE ESTA PÁGINA

Recuperar los Sermones de San Bernardo de Claraval para facilitar su conocimiento y divulgación. Acompañar cada sermón con una fotografía, que lo amenice, y un resumen que haga más fácil la lectura. Intentar que, al final de esta aventura intelectual, tengamos un sermón para cada día del año. Un total de 365 sermones. Evidentemente, cualquier comentario será bienvenido y publicado, salvo que su contenido sea ofensivo o esté fuera del tema.

domingo, 31 de mayo de 2015

DE DILIGENDO DEO. CAPÍTULOS I AL X

DE DILIGENDO DEO. PRÓLOGO

De Diligendo Deo


San Bernardo

 

 

PROLOGUS 

 

Al ilustre señor Aimeric, Cardenal diácono y Canciller de la Iglesia de Roma, Bernardo, abad de Claraval, le desea vivir y morir en el Señor. 


  Hasta ahora siempre me has pedido oraciones, nunca me has apremiado a que te explique ninguna cuestión. Reconozco que me siento incapaz de satisfacerte en lo uno y en lo otro. Lo primero me lo exige mi profesión, pero no lo cumplo en mi vivir monástico. Para lo segundo, si te digo la verdad , me encuentro sin lo más indispensable, que es habilidad e ingenio. 
  Sin embargo, me agrada muchísimo que me pidas cosas espirituales a cambio de las materiales que no tengo. Aunque deberías haber recurrido a otro más rico que yo. En semejantes circunstancias, sabios e ignorantes acostumbran presentar sus excusas. Y no suele ser fácil distinguir entre los pretextos de la ignorancia y los de la sencillez de espíritu. Suele quedar manifiesto en el sencillo hecho de obedecer a lo que a uno le mandan. 
  Acoge, pues, lo que te presenta mi pobreza, pues no quiero que me tomen por filósofo al darte la callada por respuesta. Tampoco te prometo responder a todas tus preguntas, sino solamente a lo que me consultas sobre el amor a Dios. Y lo haré conforme él me inspire. Esto es lo más sabroso, lo más fácil de explicar y lo más edificante para quien lo lea. Para el resto acude a otros más competentes

DLIGENDO DEO: CAPÍTULO I



Capítulo 1




  Quieres que te diga por qué y cómo debemos amar a Dios. En una palabra: el motivo de amar a Dios es Dios. ¿Cuánto? Amarle sin medida. ¿Así de sencillo? Sí, para el sabio. Pero como estoy en deuda también con los ignorantes debo satisfacerles. Y en atención a los menos dotados desarrollaré gustosamente el tema con más amplitud y profundidad. 
  Diría que hay dos razones por las que Dios de e ser amado por sí mismo. Una, porque no hay nada más justo; otra, porque nada se puede amar con más provecho. Preguntarse por qué debe ser amado Dios plantea dos cuestiones, pues podemos dudar radicalmente de dos cosas fundamentales: qué razones presenta Dios para que le amemos y qué ganamos nosotros con amarle. A estos dos planteamientos no encuentro otra respuesta más digna que la siguiente: la razón para amar a Dios es él mismo.


DIOS DEBE SER AMADO POR SI MISMO



   Mucho merece de nosotros quien se nos dio sin que le mereciéramos. ¿Nos pudo dar algo mejor que a sí mismo? Por eso, cuando nos preguntamos qué razones nos presenta Dios para que le amemos, ésta es la principal: Porque él nos amó primero. Bien merece que te devolvamos el amor, si pensamos quién, a quiénes y cuánto ama. ¿Pues quién es él? Aquel a quien todo ser dice: Tú eres mi Dios y ninguna necesidad tienes de mis bienes. ¡Qué amor tan perfecto el de su Majestad, que no busca sus propios intereses! ¿Y en quién se vuelca este amor tan puro? Cuando éramos enemigos nos reconcilió con Dios. Luego quien ama gratuitamente es Dios, y además, a sus enemigos. ¿Cuánto? Nos lo dice Juan: Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo único. Y Pablo : No perdonó a su propio hijo, sino que lo entregó por nosotros. Y lo afirma él mismo: Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Por eso mereció el Justo que le amen los impíos y el Omnipotente que le amen los más débiles. Podría objetarse: se comportó así con los hombres, mas no con los ángeles. Es cierto; pero porque no fue necesario. Por lo demás, el mismo que socorrió a los hombres en tan apretada situación libró a los ángeles de ella. Y el que, por amor a los hombres, los salvó del estado en que se hallaban, por ese mismo amor libró a los ángeles de caer en él.

DILIGENDO DEO. CAPÍTULO II

Capítulo 2


  Los que tienen claro esto, comprenderán con la misma claridad por qué debe amarse a Dios, esto es, por qué se merece nuestro amor. Si los incrédulos se empeñan en serlo, es justo que Dios los confunda por ingratos a los dones con que abruma al hombre para bien suyo y los tiene tan a su alcance. 
   ¿De quién, sino de Él, recibimos el alimento que comemos la luz que contemplamos y el aire que respiramos? Sería de necios pretender hacer una lista completa de lo que es incontable, como acabo de decir. Baste con haber citado los más imprescindibles: el pan, la luz y el aire. Los más imprescindibles, no porque sean los más trascendentes, sino los más necesarios al cuerpo. 
   El hombre maneja una escala de valores más decisiva para ese plano superior de su ser, que es su alma: su dignidad, su ciencia, su virtud. Su dignidad radica en su libre albedrío, distintivo por el que se destaca sobe las demás criaturas v domina a los simples animales. Su inteligencia le permite, a su vez, reconocer su dignidad, no como algo propio, sino como don recibido. Finalmente, la virtud le impulsa a buscar con afán a su Creador y adherirse estrechamente a él cuando lo ha encontrado.

DILIGENDO DEO: CAPÍTULO III





Capítulo 3
   Cada uno de estos tres valores contiene una doble realidad. La dignidad se manifiesta en sí misma y en la capacidad de dominar y atemorizar a todos los animales de la tierra. La inteligencia humana estriba asimismo en aceptar esta dignidad y cualquier otra como algo que radica en nosotros, pero que no nace de nosotros. La virtud, por su parte, se abre en  dos direcciones: la búsqueda del Creador y la adhesión apasionada a El una vez hallado. En consecuencia, la dignidad sin la inteligencia no sirve para nada; la inteligencia sin la virtud es más bien un obstáculo. Ambas cosas quedan al descubierto cuando ponemos la razón a nuestro servicio. ¿Qué gloria puede aportarte poseer algo sin saber que lo posees? Saber que posees una cosa, ignorando que no la tienes por ti mismo, implica por supuesto su gloria, pero no del  de de Dios. Dirigiéndose a los que se glorían en si mismos, dice el Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido, ha qué tanto orgullo como si nadie te lo hubiera dado? No pregunta solamente: ¿De qué te glorías? sino que añade: Como si nadie te lo hubiera dado. Con lo cual aclara que es reprensible, no el que se gloría de lo que tiene, sino el que no reconoce que lo ha recibido de otro. Con razón se le llama a eso vanagloria, porque no se basa en el sólido cimiento de la verdad. La auténtica gloria es de otro signo: El que esté orgulloso, que esté orgulloso en el Señor, es decir, en la verdad. Y la verdad es el Señor.

DILIGENDO DEO: CAPÍTULO IV






Capítulo 4


  Debes recordar siempre dos cosas qué eres y qué no eres por ti mismo. Así no serás nunca orgulloso; y si te enorgulleces, no lo harás por vanagloria. Dice la Escritura que si no te conoces a ti misma, sigas tras las huellas de las ovejas, tus compañeras. Y de hecho es así. El hombre ha sido creado como la criatura más digna. Cuando no reconoce su propia dignidad, se asemeja por su ignorancia a los animales y se degrada hasta ser con ellos partícipe de su corrupción y de su mortalidad. El que no vive como noble criatura, dotada de inteligencia, se identifica con los brutos animales. Olvida la grandeza que lleva dentro de sí, para configurarse con las cosas sensibles  e fuera y termina por convertirse en una de ellas, por ignorar que todo  lo ha recibido por; encima de  los demás  seres. 
  Evitemos, por tanto, esa doble ignorancia de la que podemos ser víctimas. Una nos incita buscar nuestra gloria a niveles más bajos que los nuestros. Y por la otra pretendemos atribuimos cosas que superan nuestra capacidad; podemos encontrarlas en nosotros, pero no debemos pensar que son exclusivamente nuestras. Y con mayor cautela todavía tienes que huir de esa presunción execrable, por consciente y deliberada, que te invita a buscar la gloria propia en bienes que no son tuyos; de los que estás plenamente cierto que no te corresponden y, sin embargo, tienes el valor de usurpar la gloria ajena. La primera ignorancia carece de gloria; la segunda sí que la tiene, pero no según Dios. Y la presunción, que es un vicio plenamente consciente, se apropia de la gloria del mismo Dios. Arrogancia mucho más grave y perniciosa que las anteriores; porque en ellas no se reconoce a Dios, pero en ésta se le desprecia. Es peor y más detestable, porque, además de rebajarnos a nivel de los brutos animales, nos equipararnos a los mismos demonios. Pecado enorme la soberbia: se apropia de la gloria de su bienhechor en los dones que recibe Y los considera como connaturales a sí mismo.


DILIGENDO DEO: CAPÍTULO V








Capítulo 5




  En consecuencia, a la dignidad y a la inteligencia debe acompañarles la virtud, que es su fruto. Por ellas se busca y se posee al que, como dueño  distribuidor de todo bien, merece ser glorificado en todo. El que sabe y no hace lo que debe, recibirá muchos palos ¿Por qué? Pues porque no quiso conocer el bien y practicarlo, sino al contrario, acostado, planeó el crimen. Como siervo infiel, intenta apropiarse e incluso arrebatarle la gloria a su Señor en aquellos bienes que sabe  perfectamente que no son suyos. Son, por tanto, evidentes los cosas : que la dignidad propia es inútil si no se reconoce, y que su conocimiento sólo servirá de castigo si no le acompaña la virtud. Es verdaderamente virtuoso aquel a quien ni su propio conocimiento le hace daño, ni su dignidad personal le adormece, y por eso confiesa sencillamente delante del Señor: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria. Como si dijera: Señor, no nos pertenece a nosotros mismos absolutamente nada; ni nuestro propio conocimiento, ni nuestra propia dignidad; todo lo atribuimos a ti, de quien todo procede.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO VI

Capítulo 6 
  Pero con esta digresión hemos ido demasiado lejos. Queríamos explicar cómo aun los que desconocen a Cristo saben por ley natural que deben amar a Dios por sí mismo, a través de los dones naturales que poseen en su cuerpo y en su alma. Resumiendo lo que hasta aquí hemos dicho: ¿quién ignora, aunque carezca de fe, que hemos recibido de él todo lo necesario para nuestra vida corporal? El alimento, la respiración, la vista, todo procede del que sustenta a todo viviente, haciendo salir el sol sobre buenos y malos y enviando la lluvia a justos y pecadores. 
   ¿Quien, por impío que sea, podrá siquiera concebir que la dignidad humana, tan refulgente en el alma, haya podido ser creada por otro ser distinto al que dice en el Génesis: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza? ¿Quién puede pensar que el hombre pudiera haber recibido la sabiduría de otro que no sea justamente el mismo que se la enseña? ¿De quién, sino del Señor de las virtudes, ha podido recibir el don de la virtud que le ha dado o está dispuesto a darle? 
  Con razón, pues, merece Dios ser amado por sí mismo, incluso por el que no tiene fe. Desconoce a Cristo, pero se conoce a sí mismo. Por eso nadie, ni el mismo infiel, tiene excusa si no ama al Señor su Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda su fuerza. Clama en su interior una justicia innata y no desconocida  por la razón. Esta le impulsa interiormente a amar con todo su ser a quien reconoce como autor de todo cuanto ha recibido. Pero es difícil, por no decir imposible, que el hombre sólo por sus propias fuerzas o por su libre voluntad sea capaz de atribuir a Dios plenamente todo lo que de él ha recibido. Más fácil es que se lo atribuya a sí mismo y lo retenga como suyo  Así lo confirma la Escritura: Todos sin excepción buscan sus intereses. Y también: Los deseos del corazón humano tienden al mal.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO VII



Capítulo 7 


  En cambio, los verdaderos creyentes saben por experiencia cuán vinculados están con Jesús, sobre todo con Jesús crucificado. Admiran y se abrazan a su amor, que supera todo conocimiento, y se sienten contrariados si no le entregan lo poquísimo que son a cambio de tanto amor y condescendencia. Los que se creen más amados son los más inclinados a amar; y al que menos se le da, menos ama. El judío y el pagano no vibran tanto ante el estímulo del amor como la iglesia, que exclama: Estoy herida de amor. Y en otro lugar: Dadme fuerzas con pasas y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de amor! 
  Ve al divino Salomón con la diadema con que fe coronó su madre; al Unico del Padre, cargado con la cruz; cubierto de llagas y salivazos al Señor de la majestad; al autor de la vida y de la gloria, traspasado con clavos, harto de oprobios y dando la vida por sus amigos. Al contemplar este cuadro, se le clava en lo más hondo de su alma el dardo del amor y exclama: Dadme fuerzas con pasas y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de amor!


DóNDE NACEN LAS GRANADAS



  Estas son las granadas que la esposa, introducida en el huerto del amado, coge del árbol de la vida. Han cambiado su sabor, que ahora saben a pan celestial, y tienen el color de la sangre de Cristo. Contempla a la muerte vencida y el triunfo del que acaba de morir. Contempla a los cautivos cómo suben del infierno a la tierra y de la tierra hasta los cielos, para que cuanto existe en los cielos, en la tierra y en los abismos, doble su rodilla ante el nombre de Jesús. Advierte cómo la tierra, condenada a dar cardos y abrojos, vuelve a florecer con la gracia de la nueva bendición. Recuerda aquellas palabras: Mi carne ha vuelto a florecer; le alabaré con toda mi alma. Y le gustaría hacer un ramo con las manzanas de la pasión que tomó del árbol de la cruz y con las flores de la resurrección, cuya exquisita fragancia invita a su esposo a frecuentar sus visitas.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO VIII



Capítulo 8 

  Y al final exclama: ¡Qué hermoso eres, amado mío, qué agraciado ! Nuestro lecho está cubierto de flores. Quien muestra el lecho indica claramente lo que desea. Y al decir que está cubierto de flores, insinúa suficientemente cómo espera conseguir su deseo : no por sus méritos propios, sino por las flores del campo que bendijo el Señor. 
  A Cristo le encantan las flores. Por eso eligió Nazaret para ser concebido y criarse allí. Al esposo celestial le deleitan esos aromas y se adentra gustosamente, siempre que puede, en el tálamo de nuestro corazón si lo encuentran cubierto de flores y cuajado de frutos. Donde ve un alma entregada a la meditación continua de la gracia de su pasión o de su gloriosa resurrección, allí acude presurosamente. 
  Los tesoros de la pasión son de la cosecha del año anterior, de los siglos transcurridos bajo el imperio del pecado y de la muerte, sazonados en la plenitud de los tiempos. Las señales de la resurrección son las flores de la nueva primavera, maduradas por la gracia del nuevo verano, cuya espléndida cosecha será la resurrección universal al final de los tiempos. Ya ha pasado el invierno, dice, las lluvias han cesado y se han ido, brotan las flores en la vega. Quiere decir que llegaron los calores estivales con aquel que deshizo el hielo de la muerte y lo cambió por la templada bonanza de una vida nueva. Todo lo hago nuevo, dice. Siembra su carne en la muerte y florece en la resurrección. Con su fragancia reverdece en nuestros campos y valles la aridez, se templan las escarchas y revive la muerte

DE DILIGENCIA DEO: CAPÍTULO IX

Capítulo 9


  Bellas son estas nuevas flores y fruto, y ante la hermosura de los campos, que exhalan tan finas fragancias, el Padre se deleita en el Hijo que todo lo renueva, y dice: Aroma de un campo lleno de flores, que bendito el Señor, es el aroma de mi hijo. Y repleto de verdad pues todos nosotros recibimos de su plenitud. Pero la esposa escoge libremente las flores que prefiere y toma las manzanas. Purifica con ellas la intimidad de su propia conciencia y convierte su corazón en un cómodo lecho perfumado para acostar al esposo. 
  Si deseamos acoger con frecuencia a Cristo como huésped, debemos tener siempre en nuestros corazones la garantía de nuestra fidelidad a la misericordia de su muerte y a la fuerza de su resurrección. Así lo decía David: Dios ha dicho una cosa, y dos cosas he escuchado: que tú, Dios, tienes el poder; tú, Señor la lealtad. De ambas poseemos un testimonio irrefutable: Cristo, que murió por nuestros pecados, resucitó para justificación nuestra, ascendió para ser nuestro intercesor, envió al Espíritu Santo como consolador nuestro y volverá para ser nuestra plenitud. Dio a conocer su misericordia en la muerte y manifestó su poder en la resurrección; y ambas a la vez en el resto de sus obras


DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO 10



Capítulo 10




  Estas son las manzanas y las flores que la esposa pide para alimentarse y confortarse. Pienso que ella teme se enfríe y languidezca fácilmente el ímpetu de su amor si no te reaniman con estos estímulos, hasta que, introducida ya en la alcoba, pueda recibir los abrazos tan añorados, y diga: Su izquierda reposa bajo mi cabeza y con su diestra me abraza amoroso. Entonces percibirá y experimentará por si misma cómo todas las pruebas de amor, recibidas en la primera venida, son de su mano izquierda. Pero comparadas con la dulzura inefable de los abrazos de su derecha, apenas son perceptibles. Y tendrá así experiencia de lo que tantas veces  ha leído: La carne no sirve de nada, sólo el espíritu da vida, como de aquello otro: Mi espíritu es más dulce que la miel; poseerme, más sabroso que un panal de miel. 
  La frase siguiente: Mi recuerdo perdurará en la serie de los siglos, quiere decir que mientras dura este mundo con generaciones que vienen y se van, siempre serán consolados los elegidos con la experiencia prolongada de su recuerdo, ya que no pueden saciarse con su presencia. Por eso quedó escrito: Saborearán el recuerdo de tus inmensas bondades. ¿Quiénes? Los mismos que son mencionados un poco antes: Una generación pondera tus obras a la otra. El recuerdo corresponde al tiempo presente; la presencia, en cambio, al reino de los cielos. La presencia es la gloria de los elegidos, recibidos ya en la eternidad; el recuerdo sirve de consuelo para los que todavía peregrinan en este mundo




sábado, 2 de mayo de 2015

SOBRE LOS GRADOS DE HUMILDAD Y SOBERBIA

Los grados de la humildad y del orgullo



SAN BERNARDO




RETRACTACIÓN




Ya había redactado casi la mitad de este tratado cuando se me ocurrió confirmar y corroborar una afirmación, citando aquel pasaje del Evangelio en el que el Señor confiesa su ignorancia sobre el día del juicio. Y cometí una imprudencia; pues luego caí en la cuenta de que el Evangelio no se expresa así. El texto dice tan sólo: ni el Hijo lo sabe. Yo, en cambio, autosugestionado y sin intención de presionar, no recordaba la expresión exacta, sino sólo el sentido; por eso escribí: ni el Hijo del Hombre lo sabe.
  Al comenzar la siguiente discusión, traté de probar su autenticidad, partiendo de una afirmación en contra de la verdad. Pero, como no me dí cuenta de este error hasta mucho después de haber dado el libro a publicidad y de haber sido transcrito por muchas personas, no he encontrado más solución que hacer esta retractación; dado que, por estar esparcido en tantos manuscritos, no me ha sido posible atajar dicho error.
En otra ocasión manifesté una opinión sobre los serafines, que nunca he oído ni leído. Advierta el lector la prudencia del autor, que se expresa diciendo: "pienso". No quería proponer más que una simple opinión de aquello cuya veracidad no he podido demostrar en la Escritura.
En fin, incluso puede discutirse la oportunidad del título "Sobre los grados de humildad" dado que describo más los grados de soberbia. Aquí cargarán las tintas los menos inteligentes o los que hacen caso omiso a los motivos del título. Al final del tratado intento justificarlo muy escuetamente.


PREFACIO


Me pediste, hermano Godofredo, que te pusiese por escrito y con relativa extensión lo que prediqué a los hermanos sobre los grados de humildad. He intentado satisfacer tu ruego como se merece, aunque con temor de no poder realizarlo. Te confieso que nunca se apartaba de mi mente el consejo del Evangelio. No me atrevía a comenzar sin detenerme a pensar si contaba con medios para llevarlo a cabo.
 Y cuando la caridad ya había arrojado lejos este temor de no poder rematar la obra, me invadió otro de signo contrario. En caso de terminar, me acecharía el peligro de la vanagloria, peligro mucho más grave que el mismo desprecio de no acabarlo. Por eso, entre el temor y la caridad, como perplejo ante dos caminos, estuve dudando largo tiempo sobre cuál de ellos debería tomar. Me temía que, si hablaba útilmente de humildad, podría dar la sensación de no ser humilde; y que, si callaba por humildad, podría ser tachado de inútil.

 No me fiaba de ninguno de estos dos caminos, pero me veía obligado a tomar uno. Me pareció mejor compartir contigo el fruto de mis palabras que permanecer seguro, yo solo, en el puerto de mi silencio. Confío que, si por casualidad digo algo que te agrade, tu oración  conseguirá que no me envanezca de ello. Y si, por el contrario -lo que parece más normal-, no llego a redactar algo digno de tu talento, entonces ya no tendré motivo alguno para ensoberbecerme.



VENTAJAS QUE REPORTAN LOS GRADOS ASCENDENTES

Capítulo  I


Antes de empezar a hablar de los grados de humildad que propone San Benito, no para enumerarlos, sino para subirlos, quiero mostrarte, si puedo, adónde nos llevan. Así, conocido de antemano el fruto que nos espera a la llegada, no nos abrumará el trabajo de la subida.
Cuando el Señor dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos declara el esfuerzo del camino y el premio al esfuerzo. A la humildad se le llama camino que lleva a la verdad. La humildad es el esfuerzo; la verdad, el premio al esfuerzo. ¿Por qué sabes?, dirás tú, que este pasaje se refiere a la humildad, siendo así que dijo de un modo indefinido: Yo soy el camino? Escúchalo más concretamente: aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón.
Se propone como ejemplo de humildad y como modelo de mansedumbre. Si lo imitas, no andas en tinieblas, sino que tendrás la luz de la vida. Y ¿qué es la luz de la vida sino la verdad? La verdad ilumina a todo hombre que viene a este mundo; indica dónde está la vida verdadera. Por eso, al decir: Yo soy el camino y la verdad, añadió: y la vida. Como si dijera: Yo soy el camino, que llevo a la verdad; yo soy la verdad, que prometo la vida; yo soy la vida, y la doy; pues dice él mismo: esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo.
 Mas si tú dices: "Veo perfectamente el camino, la humildad; deseo el fruto, la verdad; mas, ¿qué haré si el esfuerzo del camino es tan pesado que no puedo llegar al premio deseado?" El te responde: yo soy la vida, el viático de donde sacarás energías para el camino.
El Señor grita a los extraviados y a quienes ignoran el camino: Yo soy el camino; a los que dudan y a quines no creen: yo soy la verdad; y a los que ya suben arrastrando su cansancio: yo soy la vida. Me parece que en el pasaje propuesto queda suficientemente claro que el conocimiento de la verdad es fruto de la humildad.
Fíjate además en estos textos: yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas -sin duda haciendo referencia a los secretos de la verdad- a los sabios y prudentes, esto es, a los soberbios, y se los has revelado a los pequeños, es decir, a los humildes. También aquí se inculca que la verdad se esconde a los soberbios y se revela a los humildes.

CAPÍTULO II

La humildad podría definirse así: es una virtud que incita al hombre a menospreciarse ante la clara luz de su propio conocimiento. Esta definición es muy adecuada para quienes se han decidido a progresar en el fondo del corazón. Avanzan de vrtud en virtud, de grado en grado, hasta llegar a la cima de la humildad. Allí, en actitud contemplativa, como en Sión, se embelesan en la verdad; porque se dice que el legislador dará su bendición. El que promulgó la ley, dará también la bendición; el que ha exigido la humildad, llevará a la verdad.
¿Quién es este legislador? Es el Señor amable y recto que ha promulgado su ley para los que pierden el camino. Se descaminan todos los que abandonan la verdad. Y ¿van a quedar desamparados por un Señor tan amable? No. Precisamente es a éstos a los que el Señor, amable y recto, ofrece como ley el camino de la humildad. De esta forma podrán volver al conocimiento de la verdad. Les brinda la ocasión de reconquistar al salvación, porque es amable. Pero, ¡Atención!, sin menoscabar la disciplina de la ley, porque es recto. Es amable, porque no se resigna a que se pierdan; es recto, porque no se le pasa el castigo merecido.


CAPÍTULO III


     Esta ley, que nos orienta hacia la verdad, la promulgó San Benito en doce grados. Y como mediante los diez mandamientos de la ley y de la doble circuncisión, que en total suman doce, se llega a Cristo, subidos estos doce grados se alcanzan la verdad.
     El mismo hecho de la aparición del Señor en lo más alto del aquella rampa que, como tipo de la humildad, se le presentó a Jacob, ¿no indica acaso que el conocimiento de la verdad se sitúa en lo alto de la humildad? El Señor es la verdad, que no puede engañarse ni engañar. Desde lo más alto de la rampa estaba mirando a los hijos  de los hombres para ver si había alguno sensato que buscase a Dios. Y ¿no te parece a ti que el Señor, conocedor de todos los suyos, desde lo alto está clamoreando a los que le buscan: venid a mí todos los que me deseáis  saciaos  de mis frutos; y también: venid a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro?
     Venid, dice. ¿Adónde? A mí, la verdad. ¿Por dónde? Por la humildad. ¿Provecho? Yo os daré respiro. ¿Qué respiro promete la verdad al que sube, y lo otorga al que llega? ¿La caridad, quizá? Sí, pues, según San Benito, una vez subidos todos los grados de la humildad, se llega en seguida a la caridad. La caridad es un alimento dulce y agradable que reanima a los cansados, robustece a los débiles, alegra a los tristes y hace soportable el yugo y ligera la carga de la verdad.

  
     La caridad es un manjar excelente. Es el plato principal en la mesa de rey Salomón. Exhala el aroma de las distintas virtudes, semejante a la fragancia de las especias más sorprendentes. Sacia a los hambrientos, alegra a los comensales. Con ella se sirven también la paz, la paciencia, la bondad, la entereza de ánimo, el gozo en el Espíritu Santo y todos los demás frutos y virtudes que tienen por raíz la verdad o la sabiduría.
     La humildad tiene también sus complementos en esta misma mesa. El pan del dolor y el vino de la compunción es lo primero que la verdad ofrece a los incipientes, y les dice: los que coméis el pan del dolor, levantaos después  de haberos sentado.
     Tampoco a la contemplación le falta el sólido alimento de la sabiduría, amasado con flor de harina, y el vino que alegra el corazón del hombre; con él, la verdad obsequia a los perfectos, y les dice: comed, amigos míos, bebed y embriagaos, carísimos. La caridad, nos dice, es el plato principal de las hijas de Jerusalén; las almas imperfectas, por ser todavía incapaces de digerir aquel sólido manjar, tienen que alimentarse de leche en vez de pan, y de aceite en lugar de vino. Y con toda razón se sirve hacia la mitad del banquete, pues su suavidad no aprovecha a los incipientes, que viven en el temor; ni es suficiente a los perfectos, que gustan la intensa dulzura de la contemplación.
      Los incipientes, mientras no se curen de las malas pasiones de los deleites carnales con la purga amarga de temor, no pueden experimentar la dulzura de la leche. Los perfectos ya han sido destetados; ahora, eufóricos, se alegran de comer ese otro manjar, anticipo de la gloria. Sólo aprovecha a los que están en el centro, a los proficientes, quienes ya han experimentado su agradable paladar en algunos sorbos y se quedan contentos sin más, por causa de su tierna edad.

CAPÍTULO V


 


     El primer plato es, pues, el de la humildad, una purga amarga. Luego, el plato de la caridad, todo un consuelo apetitoso. Sigue el de la contemplación, el plato fuerte. ¡Pobre de mí! ¿hasta cuándo, Señor, vas a estar siempre enojado contra tu siervo que te suplica? ¿Hasta cuándo me vas a estar alimentando con el pan del llanto y ofreciéndome como bebida las lágrimas a tragos? ¡Quién me invitará a comer de aquel último plato, o al menos del sabroso manjar de la caridad, que se sirve a mitad del banquete! Los justos los comen en presencia de Dios rebosando de alegría. Entonces ya no debería  pedir a Dios con amargura del alma: ¡no me condenes! Todo lo contrario, al celebrar el convite con los ázimos de la pureza y de la verdad, cantaría alegre en los caminos del Señor porque la gloria del Señor es grande.
     Bueno es, por tanto, el camino de la humildad; en  el se busca la verdad, se encuentra la caridad y se comparten los frutos de la sabiduría. El fin de la ley es Cristo; y la perfección de la humildad, el conocimiento de la verdad. Cristo, cuando vino al mundo, trajo la gracia. La. verdad, cuan   se revela ofrece la caridad. Pero siempre se manifiesta a los humildes. Por ello, la gracia se da a los humildes.






CAPÍTULO VI: EN QUÉ ORDEN SE LOGRA EL FIN PROPUESTO





    Como el conocimiento de la verdad tiene a su vez tres grados, voy a tratar de explicarlos brevemente. Así se vera  con mayor claridad a qué grado de verdad corresponde el duodécimo grado de humildad. Buscamos la verdad en nosotros, en el prójimo y en sí misma. En nosotros, por la autocrítica; en el prójimo, por la compasión en sus desgracias; y en sí misma, por la contemplación de un corazón puro. 
     Te he indicado el número de los grados; ahora observa su orden. En primer lugar quisiera que la misma verdad te enseñara por qué  debe buscarse antes en los prójimos que en sí misma. Después entenderás por qué  debes buscarla en ti antes que en el prójimo. Al predicar las bienaventuranzas, el Señor antepuso los misericordiosos a los limpios de corazón. Y es que los misericordiosos descubren en seguida la verdad en sus prójimos. Proyectan hacia ellos sus afectos y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes y los males de los demás. Con los enfermos, enferman; se abrasan con los que sufren escándalo; se alegran con los que están alegres, y lloran con los que lloran. Purificados ya en lo íntimo de sus corazones con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar la verdad en sí misma; por cuyo amor sufren las desgracias de los demás. 
     En cambio, los que no sintonizan así con sus hermanos, sino que ofenden a los que lloran, menosprecian a los que se alegran, o no sienten en sí mismos lo que hay en los demás por no sintonizar con sus sentimientos, jamás podrán descubrir en sus prójimos la verdad. 
     A todos éstos les viene bien aquel dicho tan conocido:  ni el sano siente lo que siente el enfermo, ni el harto  lo que siente el hambriento. El enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y de los hambrientos, porque lo viven. La verdad pura únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume su propia miseria. Para que sientas tu propio corazón de miseria en la miseria de tu hermano, necesitas conocer primero tu propia miseria. Así podrás vivir en ti sus problemas, y se te despertaran iniciativas de ayuda fraterna. Este fue el programa de acción de nuestro Salvador. Quiso sufrir para saber compadecerse; se hizo miserable para aprender a tener misericordia. Por eso se ha escrito de él : Aprendió por sus padecimientos la obediencia. De este modo supo lo que era la misericordia. No quiere decir que Aquel cuya misericordia es eterna ignorara la práctica de la misericordia, sino que aprendió en el tiempo por la experiencia lo que sabía desde la eternidad por su naturaleza.

CAPÍTULO VII


     Quizá te parezca exagerado lo que acabo de afirmar que Cristo, Sabiduría de Dios, haya tenido que aprender a ser misericordioso, como si Aquel por quien fueron hechas todas las cosas  hubiese ignorado algún tiempo algo de lo que fue hecho; sobre todo teniendo  en cuenta que esas citas de la carta a los Hebreos pueden entenderse en otro sentido. No es absurdo que el término aprendió no haga referencia a la Cabeza, la persona de Cristo, sino a su cuerpo, la Iglesia. En tal caso, el sentido completo de la frase  aprendió por sus  padecimientos la obediencia, sería  éste: Aprendió en su cuerpo la obediencia por lo que padeció en la cabeza.
     De todo lo que él padeció por nosotros, puros hombres, aprendemos cuánto nos conviene padecer por la obediencia; ya que él, siendo Dios, no dudó en morir. Según esta interpretación, dices tú, ya no hay inconveniente alguno en decir que Cristo aprendió en su cuerpo la obediencia, la misericordia o cualquier otra cosa; con tal que no se crea que el Señor en su persona pudiese aprender en el transcurso de su vida temporal algo que antes ignorase. Y así, él mismo aprende, enseña a la vez la misericordia y la obediencia; porque la cabeza y el cuerpo forman parten de una misma realidad.


CAPÍTULO VIII



     No niego que esta interpretación pueda ser aceptable. Sin embargo, existe otro pasaje de la misma carta que parece apoyar la anterior. No es a los ángeles a quienes tiende la  mano, sino a los hijos de Abrahán. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos  para ser misericordioso. Creo que este debe referirse exclusivamente a la cabeza, no al cuerpo. Se dice de la Palabra de Dios que no tiende la mano a los ángeles, es decir, que no se unió personalmente a ellos, sino a la descendencia de Abrahán. Tampoco hemos leído: la Palabra se hizo  ángel; sino la Palabra se hizo carne, y carne de Abrahán, se cumplió la promesa que se le hizo. De aquí, es decir, por hacerse hijo de Abrahán, tuvo que parecerse en todo a sus hermanos. Esto es, convino y fue necesario que, débil como nosotros  pasara por todas nuestras miserias, excluido el pecado.
     Preguntas: ¿Por qué fue necesario? Ahí mismo tienes la respuesta: Para ser misericordioso. Y sí insistes: ¿Por qué  esto no puede referirse al cuerpo? Escucha lo que sigue: En cuanto que pasó la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora la están pasando. No veo interpretación mejor de estas palabras que la referencia a una voluntad de sufrir, de ser probado y de pasar por todas las miserias humanas, excluido el pecado. Es la única forma de parecerse en todo a sus hermanos. Así aprendió por propia experiencia a tener misericordia    compadecerse de los que sufren y de los que son probados.

CAPÍTULO IX



     No quiero decir que mediante esta experiencia se haya vuelto más sabio. Lo importante es que ahora está  mucho más cerca de nosotros, débiles hijos de Adán. Tampoco tuvo reparo en llamarnos y hacernos hermanos suyos; y todo para no dudar más en confiarle las flaquezas que, como Dios, puede curar; y que, como cercano, quiere curar. Ya las conoce, porque sufrió. Con razón lo llama Isaías hombre de dolores   acostumbrado a sufrimientos. El Apóstol añade: no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades. E indica a continuación el motivo de su compasión: Probado en todo, igual que nosotros, excluido el pecado.
     Dios es dichoso. El Hijo de Dios también es dichoso en aquella condición por la que no se aferró a su categoría de ser igual al Padre. El era impasible antes de despojarse de su rango y de tomar la condición de esclavo. Hasta entonces no entendía de miseria y de sumisión; tampoco conocía por experiencia la misericordia y la obediencia. Sabía por su naturaleza, no por propia experiencia. Pero se achicó a sí mismo, haciéndose poco inferior a los ángeles, que son impasibles por gracia, no por naturaleza; y se rebajó hasta aquella condición en la que podía sufrir y someterse. Esto, como ya se dijo, le era imposible en su categoría divina. Por eso aprendió la misericordia en el sufrimiento, y la obediencia en la sumisión. Sin embargo, como dije antes, por esta experiencia no aumentó su caudal de ciencia, sino que aumentó nuestra confianza, ya que por medio de este triste modo de conocer se acercó más a nosotros Aquel de quien tan lejos estábamos.
   ¿Cuándo nos hubiéramos atrevido a acercarnos a él si hubiese permanecido en su imposibilidad? Ahora, sin embargo, el Apóstol nos persuade a acercarnos confiadamente ante el tribunal de la gracia de Aquel que, como está  escrito en otro lugar, soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores.  Tenemos la absoluta certeza de que puede compadecerse de nosotros porque  el mismo ha sufrido.


 CAPÍTULO X






     No deben parecernos absurdas las expresiones de que Cristo conocía la misericordia desde siempre, por su divinidad, pero de manera distinta de como la conoció en el tiempo por la encarnación. No queremos decir que Cristo hubiese comenzado a saber algo que anteriormente no supiese. Fíjate que el Señor usó una expresión parecida cuando respondió a la pregunta de sus discípulos acerca del último día. Les confesó su ignorancia. ¿Es que él, en quien estân escondidos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, no podía conocer la inminencia del último día?; ¿cómo, pues, negó que lo sabía, siendo clarísimo que no podía ignorarlo? ; ¿acaso mintió para ocultarles lo que no era conveniente descubrirles? De ninguna manera. Si por ser la sabiduría no puede ignorar cosa alguna, por ser la verdad tampoco puede mentir. No quiso dar pábulo a la curiosidad inútil; por eso negó saber lo que le preguntaban. No lo negó, sin embargo, de un modo absoluto, sino con una especie de restricción mental. Pues si con la mirada de su divinidad veía todas las cosas, las pasadas, las presentes y las venideras. conocía perfectamente aquel día; pero no por experiencia de los sentidos corporales. De haber sido así, ya habría aniquilado al anticristo con el aliento de su boca; ya habría resonado en sus oídos el alarido del arcángel y el fragor de la trompeta, a cuyo estrépito los muertos van a resucitar; ya habría visto también con los ojos corporales a las ovejas a las cabras, que deberán estar separadas entre sí.

Capítulo  XI





     En fin, vas a comprender mejor ahora que, cuando expresaba su ignorancia sobre el último día, se refería sólo a su conocimiento humano, analizando la fina discreción de su respuesta. No dijo: Yo no lo sé; sino: ni el Hijo del hombre lo sabe. ¿Qué quiere indicar la expresión Hijo del hombre sino la naturaleza humana que había asumido? Con este nombre se da a entender que cuando dice no saber cosa alguna, no habla como Dios, sino como hombre. En otras ocasiones, hablando de sí mismo en cuanto Dios, no emplea la expresión "Hijo", o "Hijo del hombre", sino "yo", o "a mí". Ejemplos: En verdad, en verdad os digo; antes que Abrahán naciese, ya existía yo. Dice: ya existía yo; y no: "ya existía el Hijo del hombre". Sin duda alguna que habla de aquella esencia por la que existe antes de Abrahán, desde la eternidad; y no de aquella otra por la que nació después de Abrahán, y que procede de Abrahán mismo.
     También en aquella ocasión en que deseaba saber por boca de los discípulos la opinión que los hombres tenían de él, les pregunta: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Y no: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?" Pero al preguntarles a continuación su opinión sobre él, les dice: y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Y no: ¿Quién decís que es el Hijo del hombre? Queriendo saber lo que pensaba el pueblo carnal acerca de su naturaleza humana, se impuso un nombre carnal, que es el significado propiamente dicho de la expresión Hijo del hombre. Pero al preguntar a sus discípulos, que eran espirituales, acerca de su divinidad, no aludió a sí mismo como Hijo del hombre, sino directamente a su mismo "yo". Pedro comprendió lo que les había querido preguntar al decir: y acertó bien en su respuesta: Tú eres el Cristo, el Hijo e Dios. No dijo: "tú eres Jesús, el hijo de la Virgen". Si hubiese respondido así, sin duda alguna habría dicho la verdad. Pero cayendo en la cuenta, con agudeza, del sentido en que se le proponía la pregunta, respondió acertada y competentemente diciendo: tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.






     Sabes que Cristo es una sola persona en dos naturalezas; una, por la que siempre existió; la otra, por la que empezó a vivir en el tiempo. Por su ser eterno conoce siempre todas las cosas; por su realidad histórica, aprendió muchas cosas en el tiempo. ¿Por qué dudas en admitir que, así como históricamente empezó a vivir en el cuerpo, del mismo modo empezó a conocer las miserias de los hombres con ese género de conocimiento propio de la debilidad humana?
     ¡Cuánto más sabios y felices habrían sido nuestros primeros padres ignorando este género de ciencia, que no podían lograr sin hacerse necios y desdichados! Pero Dios, su Creador, buscando lo que se había perdido, continuó, compasivo su obra; y descendió misericordiosamente adonde ellos se habían abismado en su desgracia. Quiso experimentar en sí lo que nuestros padres sufrían con toda justicia por haber obrado contra él; pero se sintió movido, no por una curiosidad semejante a la de ellos, sino por una admirable caridad; y no para ser un desdichado más entre los desdichados, sino para librar a los miserables haciéndose misericordioso. Se hizo misericordioso, pero no con aquella misericordia que, permaneciendo feliz, tuvo desde siempre; sino con la que encontró, al hacerse uno como nosotros envuelto en la miseria.
     Así, la obra que había comenzado con la misericordia eterna, la culminó por la misericordia temporal; no porque no pudiese llevarla a cabo solamente con la eterna, sino porque, respecto a nosotros, la eterna sin la temporal no nos pudo bastar. Una y otra fueron necesarias, pero para nosotros fue más apropiada la segunda.
     ¡Oh invención inefable de la piedad! ¿Podríamos habernos imaginado incluso aquella maravillosa misericordia eterna si antes no la hubiese precedido la miseria, que nos la hace concebir? ¿Cuándo habríamos descubierto aquella compasión, desconocida para nosotros, que sin la existencia de la Pasión habría perdurado en la imposibilidad?
      Sin embargo, si esa misericordia, que no conoce la miseria no hubiese existido anteriormente, tampoco se habría seguido esta otra misericordia, cuya madre es la miseria. Si no se hubiese seguido, tampoco nos habría atraído; si no nos hubiese atraído, no nos habría extraído. ¿Extraído?, ¿de dónde? De la fosa de la miseria y de la charca fangosa.
     Pero el Señor no se despojó de la misericordia eterna; la añadió a la temporal. No la cambió; la multiplicó, según está escrito: tú socorres a hombres y animales, ¡cómo has multiplicado tu misericordia, oh Dios!

CAPÍTULO XIII SOBRE EL ORGULLO Y LA SOBERBIA



CAPÍTULO XIII. SOBRE EL ORGULLO Y LA SOBERBIA


     Volvamos ya a nuestro asunto. Si el que no era miserable se hizo miseria para experimentar lo que ya previamente sabía, ¿cuánto más debes tu, no digo hacerte lo que no eres, sino reflexionar sobre lo que eres, porque eres miserable? Así aprenderás a tener misericordia. Sólo así lo puedes aprender.
     Porque si consideras el mal de tu prójimo y no atiendes al tuyo, te sentirás arrebatado por la indignación, nunca movido por la compasión; tendemos a juzgar, no a ayudar; a destruir con violencia, no a corregir con suavidad. Vosotros los espirituales, dice el Apóstol, corred e id con toda suavidad. El consejo o por mejor decir, el mandato del Apóstol consiste en que ayudes a tu hermano enfermo con la misma suavidad con la que tú quieres te ayuden a ti cuando enfermas. También consiste en que comprendas cuánta dulzura de trato debes tener con el pecador; caer en la cuenta, como dice el mismo Apóstol, de que también tú puedes ser tentado.

Capítulo  14 




     Conviene considerar con qué perfección sigue el discípulo de la verdad el orden establecido por el Maestro. En las bienaventuranzas a que me refería antes, preceden los misericordiosos a los limpios de corazón; y los mansos a los misericordiosos. El Apóstol exhorta a los espirituales que corrijan a los carnales; y añade: con toda suavidad. La corrección de los hermanos corresponde, sin duda, a los misericordiosos; hacerlo con suavidad, a los mansos. Como si dijera: no puede ser contado entre los misericordiosos el que no es manso en sí mismo. Mira cómo indica claramente el Apóstol lo que antes prometí yo demostrar. La verdad hemos de buscarla antes en nosotros que en el prójimo. Cayendo en la cuenta de ti mismo, es decir, siendo consciente de la facilidad con que eres tentado y de lo propenso que eres para pecar; por esta toma de conciencia, te harás manso y podrás acercarte a los demás para socorrerles con toda suavidad. Si no eres capaz de escuchar al Discípulo que te aconseja, teme al Maestro que te acusa. Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar a brizna del ojo de tu hermano.
     La soberbia de la mente es esa viga enorme y gruesa en el ojo, que por su cariz de enormidad vana e hinchada, no real ni sólida, oscurece el ojo de la mente y oscurece la verdad. Si llega a acaparar tu mente, ya no podrás verte ni sentir de ti tal como eres o puedes ser, sino tal como te quieres, tal como piensas que eres  o tal como esperas llegar a ser. ¿Qué otra cosa es la soberbia sino, como la define un santo, el amor del propio prestigio? Moviéndonos en el polo opuesto, podemos afirmar que la humildad es el desprecio del propio prestigio.
     Ni el amor ni el odio conocen el dictamen de la verdad. ¿Quieres oír el dictamen de la verdad? Escucha: yo juzgo según oigo; no según odio, ni según amo, ni según temo. Un dictamen del odio sería: nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir; el del temor sería: si le dejamos que siga así, vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo; y un dictamen según el amor podría ser el de David con su hijo parricida: tratad bien al joven Absalón.
     Hay  un convenio definido por las leyes humanas; se observa tanto en las causas eclesiásticas como en las civiles; está legislado que los amigos íntimos de los litigantes nunca deben ser convocados a juicio; no sea que, llevados del amor a sus amigos, engañen o se dejen engañar. Y si el amor que profesas a tu amigo influye en tu criterio como atenuante o inexistencia de culpa, ¿cuánto más el amor que a ti mismo te profesas te engañara cuando vas a emitir un Juicio contra ti?

Capítulo  XV




     El que sinceramente desee conocer la verdad propia de sí mismo, debe sacarse la viga de su soberbia, porque le impide que sus ojos conecten con la luz. E inmediatamente tendrá que disponerse a ascender dentro de su corazón, observándose a sí mismo en sí mismo, hasta alcanzar con el duodécimo grado de humildad el primero de la verdad.
     Cuando haya encontrado la verdad en sí mismo o, mejor dicho, cuando se haya encontrado a sí mismo en la verdad pueda decir: yo me fiaba, y por eso hablaba; pero ¡qué humillado me encuentro!, entonces penetre el hombre más íntimamente en su corazón, para que la verdad quede enaltecida, llegando así al segundo grado y exclame: todos los hombres son unos mentirosos. Crees que David no siguió este mismo orden? ¿crees que el profeta no se dio cuenta de lo que el Señor, el Apóstol y yo hemos comprendido siguiendo su ejemplo? Y dice: Yo me fié de la Verdad, que decía en este mundo: el que me sigue no anda en tiniebla. Me fié, siguiéndola, por eso hablé, confesando. ¿Qué confesé? La verdad que conocía en la fe. Después de que me fié para la justicia y hablé para la salvación, ¡qué humillado me encuentro hasta el límite de la impotencia. Como si dijera: ya que no me avergoncé de confesar contra mí mismo la verdad que en mí conocí, he llegado al colmo de la humildad. Ese limite puede entenderse por colmo; como puede verse en el pasaje de este salmo: se complace hasta el colmo en sus mandatos; es decir, se complace plenamente. Pero si alguien sostiene que colmo quiere significar aquí "mucho" y no basta el límite, por ser ése el significado que le dan los comentaristas, tal traducción coincidiría con el pensamiento del profeta.
     
Por esto, cuando todavía desconocía la verdad, me tenía por algo, no siendo en realidad nada. Pero desde que me fié de Cristo, esto es, desde que imité su humildad, empecé a conocer la verdad; ella ha sido enaltecida en mí, por causa de mi propia confesión. Pero yo me siento en él colmo de la humillación, es decir, que la propia consideración de mí mismo me ha suscitado mucho desprecio.







     Humillado el profeta en este primer grado de la verdad, como dice en otro salmo: Me has humillado en tu verdad, se observa a sí mismo; y, consciente de su propia miseria, considera la de los demás. De este modo pasa al segundo grado y dice en su abatimiento: todos los hombres son unos mentirosos. ¿En qué abatimiento? En aquel por el que sale de sí mismo y, adhiriéndose a la verdad, se juzga. Proclama en este abatimiento, no irritado ni insultante, sino con toda misericordia y compasión: todos los hombres son unos mentirosos. ¿Qué quiere decir: Todos los hombres son unos mentirosos? Quiere decir que todo hombre es débil; que todo hombre es miserable e impotente, y que no puede salvarse a sí mismo ni salvar a otro. Lo mismo que se dice: engañoso es el caballo para la victoria. No porque el caballo engañe a nadie, sino porque se engaña a sí mismo quien confía en su fortaleza. De la misma manera se dice que todos los hombres son unos mentirosos.  Es decir, frágiles e inconstantes; de ellos nada se puede esperar, ni su salvación, ni la ajena, sin incurrir en la maldición del que pone sus esperanzas en otro hombre. De esta manera, el profeta, humilde y avezado en el camino de la verdad, cuando descubre en los otros las miserias que ha llorado en sí mismo, a la vez que acumula experiencia, agudiza también su dolor. Y, de un modo muy genérico, pero auténtico, exclama : Todos los hombres son unos mentirosos.








     Fíjate de qué manera tan distinta sentía de sí mismo aquel fariseo soberbio. ¿Qué fue lo que espontáneamente brotó de su desvarío? Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás. Se complace en sí mismo como si sólo él existiera, al mismo tiempo insulta a los demás con arrogancia. Muy distintos eran los sentimientos de David. Si afirma que todos los hombres son unos mentirosos, no excluye ninguno para no engañar a nadie. Sabe que todos pecaron, y que todos están privados de la gloria de Dios.
     El fariseo, en cambio, condenando a los demás, sólo a sí mismo se engaña, ya que se excluye a sí solo. El profeta no se excluye de la miseria común para no quedar eliminado de la misericordia. El fariseo, al ocultar su miseria, aleja de sí la misericordia. El profeta afirma de sí y de los demás : todos los hombres son unos mentirosos. El fariseo lo afirma también de todos, menos de sí mismo: No soy, dice, como los demás. Y da gracias, no porque es bueno, sino porque se siente único; y no tanto por los bienes que tiene cuanto por los males que ve en los demás. Todavía no ha sacado la viga de su ojo y da cuenta las briznas que hay en los ojos de sus hermanos, pues añade: injustos, ladrones.
     Me parece útil esta digresión. Te habrá servido para comprender la diferencia que existe entre la humillación del profeta y el desvarío del fariseo.



Capítulo  XVIII 

    Reanudemos nuestra exposición. A todos los que la verdad les ha obligado a conocerse y, por eso mismo, a menospreciarse, necesitan que todo lo que venían amando, incluso el amor a sus propias personas, se les vuelva amargo. El enfrentamiento consigo mismos les obliga a verse tales como son y les provoca vergüenza. Les desagrada lo que son, suspiran por lo que no son, conscientes de que nunca lo alcanzarán por sus propias fuerzas, y lloran amargamente su mísera situación; ya no encuentran otro consuelo que constituirse en Jueces severos de sí mismos; por amor a la verdad, sienten hambre y sed de justicia. Así llegan al desprecio de sí mismos, se exigen una severísima satisfacción y quieren cambiar de vida. Pero ven claramente que son incapaces de llevar a cabo sus propósitos, porque cuando ya han realizado todo lo que se les ha mandado, se confiesan siervos inútiles. De esta manera, huyen de la justicia y se refugian en la misericordia. Y para alcanzar misericordia, siguen el consejo de la verdad: dichosos los misericordiosos, porque van a recibir misericordia.
     Este es el segundo grado de la verdad. Los que llegan a él buscan la verdad en sus prójimos; adivinan las indigencias de los demás en las suyas propias; y por lo que sufren, aprenden a compadecerse de  los que sufren.

CAPÍTULO XIX





     Si perseveran en los tres aspectos planteados: en el llanto de la penitencia, en el deseo de la justicia y en las obras de misericordia, purificarán la mirada de su corazón de los tres impedimentos que contrajeron por ignorancia, por debilidad y por deseo. Así, mediante la contemplación, pasarán al tercer grado de la verdad.
     Hay caminos que parecen buenos sólo a los hombres que se gozan haciendo el mal y se alegran de sus acciones perversas. Luego recurren a la debilidad o a la ignorancia para excusar sus pecados. Pero en vano se lisonjean de su debilidad o ignorancia los que, para pecar con mayor libertad, se instalan en la ignorancia o impotencia. ¿Crees tú que al primer hombre, aunque no pecase muy a gusto, le sirvió de algo echar la culpa a su mujer, es decir, a la debilidad de la carne? ¿Crees que la ignorancia podrá excusar a los que apedrearon al primer mártir porque se taparon los oídos?
     Están en el mismo caso todos los que por el deseo o el amor al pecado se sienten alejados de la verdad y apresados en la debilidad y en la ignorancia; conviertan éstos su deseo en llanto y su amor en aflicción; rechacen la debilidad de la carne con el fervor de la justicia y la ignorancia con la liberalidad. No vaya a ocurrirles que, por no reconocer ahora a la verdad pobre, sencilla y débil, la conozcan demasiado tarde, cuando venga con gran poder y majestad, aterrando y acusando. Entonces será inútil que le pregunten: ¿Cuándo te vimos necesitado y no te socorrimos? Los que en esta vida no conocieron al Señor cuando deseaba tratarles con misericordia, le reconocerán cuando aparezca para rendirle cuentas. Por eso mirarán al que traspasaron; y los codiciosos, al que despreciaron.
     El ojo del corazón, al que la Verdad prometió su plena manifestación: dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios, se purifica de toda mancha, debilidad, ignorancia o mal deseo adquirido, por medio del llanto, del hambre y la sed de ser justo, y por la perseverancia en las obras de misericordia. Los grados o estados de la verdad son tres. Al primero se sube por el trabajo de la humildad; al segundo por el afecto de la compasión; y al tercero, por el vuelo de la contemplación. En el primer grado, la verdad se nos muestra severa; en el segundo, piadosa; y en el tercero, pura. Al primero nos lleva la razón con la que nos examinamos a nosotros mismos; al segundo, el afecto con el que nos compadecemos de los demás; al tercero, la pureza que nos arrebata y nos levanta hacia las realidades invisibles.

CAPÍTULO XX: GRADOS DE HUMILDAD Y SOBERBIA



     Al llegar a este punto, aparece con toda nitidez ante mis ojos una obra maravillosa de la inseparable Trinidad que se realiza por separado en cada una de las personas. Si es que un hombre que vive en tinieblas, de algún modo puede llegar a comprender aquella separación de las tres personas que obran de común acuerdo. Así, en el primer grado parece ver la obra del Hijo; en el segundo, la del Espíritu Santo; y en el tercero, la del Padre.
     ¿Quieres ver cómo obra el Hijo? Escucha: Si yo soy el Señor y el maestro, y os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Con estas palabras, el maestro de la verdad da a sus discípulos la regla de la humildad; y la verdad se da a conocer en su primer grado. Fíjate ahora en la obra del Espíritu Santo: la caridad inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. La caridad es un don del Espíritu Santo. Por ella, todos los que han seguido las enseñanzas del Hijo y se han iniciado en el primer grado de la verdad mediante la humildad, comienzan a progresar y llegan, aplicándose en la verdad del Espíritu Santo, al segundo gradose llega por medio de la compasión al prójimo. Escucha también lo que hace referencia al Padre: Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne hueso, sino mi Padre, que está en el cielo. Y aquello otro: el Padre enseña a los hijos tu verdad. Y también: Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y se las has revelado a la gente sencilla.
     ¿Te das cuenta de cómo a los que primero hace humildes el Hijo con su palabra y ejemplo, después el Espíritu derrama sobre ellos la caridad, y el Padre los recibe en la gloria? El Hijo forma discípulos. El Paráclito consuela a los amigos. El Padre enaltece a los hijos.  Por eso, respetada la propiedad de cada una de las personas, una es la verdad que obra estas tres realidades en los tres grados. En el primero, enseña como maestro; en el segundo, consuela como amigo y hermano; en el tercero, abraza como un padre a sus hijos.

CAPÍTULO XXI: SOBRE LOS GRADOS DE HUMILDAD Y DE ORGULLO


     Primero el Hijo, la Palabra y la sabiduría de Dios Padre, cuando ve esa potencia de nuestra alma llamada razón abatida por la carne, prisionera del pecado, cegada por la ignorancia y entregada a las cosas exteriores, la toma con clemencia, la levanta con fortaleza, la instruye con prudencia y la hace entrar dentro de sí misma. Y revistiéndola con sus mismos poderes de forma maravillosa, la constituye juez de sí misma. La razón es a la vez acusadora, testigo y tribunal; desempeña frente a sí misma la función de la verdad.

     De esta primera unión entre la Palabra y la razón nace la humildad. Luego el Espíritu Santo se digna visitar ia otra potencia llamada voluntad, todavía influenciada  por el veneno de la carne, pero  ya ilustrada por la razón. El Espíritu la purifica con suavidad, la sella con su fuego volviéndola misericordiosa. Lo mismo que una piel, empapada por un líquido, se estira, la voluntad, bañada por la unción celestial, se despliega por el amor hasta sus mismos enemigos. De esta segunda unión del Espíritu Santo con la voluntad humana nace la caridad. Fijémonos todavía en estas dos potencias, la razón y la voluntad. La razón se siente instruida por la palabra de la verdad ; la voluntad, por el Espíritu de la verdad. La razón es rociada por el hisopo de la humildad; la voluntad, abrasada con el fuego de la caridad. Ambas Juntas son el alma perfecta, sin mancha, a causa de la humildad; y sin arruga, por causa de la caridad. Cuando la voluntad ya no resista a la razón ni la razón encubra a la verdad, el Padre se unirá a ellas como a una gloriosa esposa. Entonces la razón ya no podrá pensar de sí misma, ni la voluntad juzgar al prójimo, pues ese alma dichosa sólo encuentra consuelo repitiendo: El rey me ha introducido en su cámara .
     Ya ha sido digna de superar la escuela de la humildad. Aquí, enseñada por el Hijo, aprendió a entrar en sí misma, según aquella advertencia que le habían insinuado: Si no te conoces, vete y apacienta tus cabritos. Ha sido digna, repito, de pasar de la escuela de la humildad a las despensas de la caridad, que son los corazones de los prójimos. El Espíritu Santo la ha guiado e introducido a través del sello del amor. Se alimenta con pasas y se robustece con manzanas, las buenas costumbres y las santas virtudes. Por fin, se le abre la cámara del rey, por cuyo amor desfallece.
     Allí, en medio de un gran silencio que reina en el cielo por espacio de media hora, descansa dulcemente entre los deseados abrazos, y se duerme; pero su corazón vigila. Allí ve realidades invisibles, oye cosas inefables que el hombre no puede ni balbucir  que excede a toda la ciencia que la noche susurra a la noche. Sin embargo, el día a día le pasa su mensaje; y por eso es lícito comunicarse la sabiduría entre los sabios y compartir lo espiritual con los espirituales


     Pablo confiesa que había sido arrebatado hasta el tercer cielo; ¿piensas que no había superado estos grados? Pero ¿por qué dice arrebatado y no más bien llevado? Para que yo, que soy menos que Pablo, cuando me diga tan gran apóstol que fue arrebatado a donde ni el sabio supo, ni el que fue así levantado pudo llegar, no presuma pensando que con mis fuerzas o mi tesón pueda lograr esa meta. Así no confiaré en mi virtud ni me agotaré en esfuerzos vanos. El que es enseñado o guiado, por el mero hecho de seguir al que le enseña o le guía, se ve obligado a trabajar y a poner algo de su parte para ser llevado hasta el lugar de su destino. Entonces podrá decir: No soy yo, sino el favor de Dios.
     Sin embargo, el que es arrebatado se porta como una persona ignorante, y no se apoya en sus fuerzas, sino en las de otro. No puede gloriarse de sí mismo en nada absolutamente, pues lo que se ha realizado en él no ha sido hecho por él ni cooperando con otro. El Apóstol pudo subir al primer cielo o al segundo, guiado y llevado de la mano. Pero para llegar al tercer cielo tuvo que ser arrebatado. Está escrito que el Hijo bajó para ayudar a los que habían de subir al primer cielo. Que el Espíritu Santo fue enviado para llevarnos  hasta el segundo. Sin embargo, en ninguna parte se dice que el Padre, aunque siempre obra con el Hijo y el Espíritu Santo, haya bajado del cielo o fuese enviado a la tierra.
     Es verdad que leo lo siguiente: La misericordia del Señor llena la tierra. Y también : Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria, y muchas otras cosas por el estilo. Con relación al Hijo leo también: Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo. Y el mismo Hijo dice de sí: El Espíritu del Señor me ha enviado. Y se expresa por el mismo profeta: Y ahora me han enviado el Señor y su Espíritu. Acerca del Espíritu Santo leo: El Espíritu Santo consolador, que enviará mi Padre en mi nombre; y también : Cuando me vaya, os lo enviaré, que sin duda se refiere al Espíritu Santo. En cambio, en ninguna parte leo que el Padre, aun cuando esté en todas partes, se halle personalmente en otro lugar que no sea el cielo. Así lo dice el Evangelio: Y mi Padre, que está en el cielo; y en la oración: Padre nuestro, que estás en los cielos.

CAPÍTULO XXIII
     De todo esto deduzco que, si el Padre no descendió, el Apóstol no pudo subir al tercer cielo para verlo; por eso recordó que había sido arrebatado. Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo. Y no pienses que habla del primer o del segundo cielo, ya que te dice David : Su salida es desde lo más alto del cielo. A este mismo lugar volvió Cristo, pero no fue arrebatado súbitamente ni trasladado a escondidas; lo vieron subir los apóstoles. No fue el caso de Elías, quien no tuvo más que un testigo; ni el de Pablo, que no tuvo ninguno; pues apenas él mismo pudo ser testigo o Juez, ya que dice: yo no lo sé; Dios lo sabe. Cristo, como todopoderoso que era, bajó cuando quiso, subió cuando le plugo tuvo a bien esperar a que hubiese testigos y espectadores; eligió un lugar, un tiempo, un día y una hora concretos : le vieron subir aquellos a los que quiso honrar con ese espectáculo.
     Pablo y Elías fueron arrebatados; Enoc fue trasladado. De nuestro Redentor se dice que subió, es decir, que ascendió sin ayuda alguna. Sin ayuda  de carros o de ángeles. Una nube lo ocultó a sus ojos. ¿Qué sentido tiene la nube? ¿Estaba cansado y necesitaba su ayuda? ¿Tal vez se sentía apático y la nube lo empujó? ¿Acaso se caía y la nube le sirvió de apoyo? Nada de eso. Lo que ocurrió fue que la nube lo ocultó a los ojos carnales de sus discípulos. Hasta entonces habían conocido a Cristo según la carne; en adelante, no deberán conocerle de esa forma. Por tanto, a los que el Hijo llama por la humildad al primer cielo, el Espíritu los reúne en el segundo por la caridad; y el Padre los exalta al tercer cielo por la contemplación.
     Primero se humillan en la verdad, y dicen: me humillaste en tu verdad. Después se alegran de la verdad, y cantan: ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos; pues de la caridad se ha escrito: simpatiza con la verdad. En tercer lugar son arrebatados hasta los arcanos de la verdad, y dicen: Mi secreto para mí, mi secreto para mí.

CAPÍTULO XXIV SOBRE LOS GRADOS DE HUMILDAD Y SOBERBIA


     Y ¿cómo yo, miserable, presumo atravesar los dos cielos superiores y decir palabras vanas que ni yo mismo entiendo? Todavía voy arrastrándome por el más inferior de los tres. Para subir a este cielo inferior he levantado una escalera con la ayuda de Dios, que allí me llama. Ese es el camino que me lleva a la salvación eterna. Levanto los ojos hacia el Señor, que está en lo más alto. Exulto al oír la voz de la Verdad. El me ha llamado, y yo le he respondido: Extiendes tu mano derecha hacia la obra de tus manos.   
     Tú, Señor, cuentas mis pasos. Yo subo lentamente; camino jadeante; busco otro sendero. ¡Desgraciado de mí si me sorprenden las tinieblas, si mi huida es en invierno o en sábado! Ahora es el tiempo favorable y el día de la salvación, y evito caminar hacia la luz. ¿Por qué me retraso? Ruega por mí, hijo, hermano, amigo mío, y suplica al Todopoderoso, para que afiance el pie indolente y no me alcancen los pasos de la soberbia. Si el paso indolente no es apto para subir a la verdad, es, con todo, más soportable que el  paso de la soberbia, como está escrito: Derribados, no se pueden levantar.

CAPÍTULO XXV SOBRE LOS GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO

 Capítulo  25


     Esto se ha dicho de los soberbios. Pero ¿qué diremos del jefe de todos ellos, es decir, de aquel que es llamado rey de todos los hijos de la soberbia? El mismo Señor dice: No aguantó en la verdad; y en otro lugar: Yo veía a Satanás caer del cielo. Y ¿por qué, sino por la soberbia? Desgraciado de mí si el Señor, que de lejos conoce al soberbio, advierte que me he ensoberbecido; me lanzará aquellas terribles palabras : Tú eras hijo del Altísimo, pero morirás como uno de tantos, caerás como todos los principies.¿Quién no temblará ante el fragor de este trueno? ¿Cuánto más provechoso fue que el ángel tocase la articulación del muslo de Jacob y se la dejase tiesa, frente a la hinchazón, la  perdición y la caída del ángel soberbio! ¡Ojalá que el ángel toque también mi articulación y la ponga rígida! A ver si yo, que con mi fortaleza lo único que puedo hacer es caer, empiezo a aprovecharme de esta debilidad. Leo en efecto: La debilidad de Dios es más fuerte que los hombres.
     El Apóstol se lamentaba de la rigidez de su articulación. La razón era que el mismo Satanás le abofeteaba, y no un ángel del Señor. Pero Pablo escuchó esta respuesta: Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. ¿Qué tipo de fuerza? Que nos lo diga el mismo Apóstol: Con muchísimo gusto presumiré de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Tal vez aún no entiendes bien de qué fuerza habla en concreto, ya que Cristo las tuvo todas. A pesar de ello, en su expresión aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, nos recomendó una sobre todas: la humildad.

CAPÍTULO XXVI: GRADOS DE ORGULLO Y SOBERBIA


 

     Señor Jesús, también yo, con muchísimo gusto, me gloriaré, si lo permite mi debilidad, en la rigidez de mi articulación, para que tu fuerza, la humildad, llegue en mí a su perfección; pues cuando mi fuerza desfallece, me basta tu gracia. Apoyando con fuerza el pie de la gracia y retirando con suavidad el mío, que es débil, subiré seguro por los grados de la humildad; hasta que, adhiriéndome a la verdad, pase a los llanos de la caridad. Entonces cantaré con acción de gracias y diré: has puesto mis pies en un camino ancho. Así se avanza con mucha precaución; se sube peldaño a peldaño la difícil escalera, hasta que, incluso arrastrándose o cojeando en la misma seguridad, se logra la verdad. Pero ¡desgraciado de mí! Mi destierro se ha prolongado. ¿Quién me diera alas de paloma para volar raudamente hacia la verdad y hallar el reposo en la caridad? Pero como no las tengo, enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; y la verdad me hará libre. ¡Pobre de mi, que he bajado desde esa altura! Si por ligereza y dejadez no hubiese bajado, no tendría ahora que afanarme con tanto tesón para subir, y tan lento.
     Y ¿por qué digo que he bajado? Sería mucho más acertado decir que caí. Es cierto que, así como nadie sube a lo más alto de repente, sino que avanza paso a paso, del mismo modo nadie se hace un malvado de la noche al día. Se va bajando poco a poco. Si en la vida se procediera de otra forma, ¿cómo podría afirmarse que el malvado se ensoberbece todos los días de su vida, y que hay caminos que parecen derechos, pero llevan a la perdición?

CAPÍTULO XXVII: GRADOS DE HUMILDAD Y DE ORGULLO



     Hay un camino hacia arriba y otro hacia abajo. Un camino que lleva al bien; y otro, al mal. Guárdate del mal camino y elige el bueno. Si te sientes incapaz, suplica con el profeta y di: apártame del camino falso. ¿De qué manera? Y dame la gracia de tu ley; de aquella ley que diste a los que pecan en el camino, a los que abandonan la verdad. Uno de ellos soy yo, que he caído  de la verdad. Entonces, el que cae, ¿no podrá levantarse? Por eso escogí el camino de la verdad para subir hasta la cima desde donde caí por mi soberbia.
     Subiré y cantaré: me estuvo bien la humillación. Más prefiero yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata. Puede parecerte que David propone dos caminos , pero fíjate y verás que es uno sólo con nombres distintos. Se llama iniquidad para los que bajan, y verdad  para los que suben. Los peldaños son idénticos para los que suben al trono y para los que bajan. Uno es él camino para los que se acercan a la ciudad y para los que la abandonan. Y una es la puerta para las que entran en la casa y para los que de ella salen. Jacob vio en sueños que por una misma rampa subían y bajaban ángeles. ¿Qué quiere decir todo esto? Si quieres volver a la verdad, no necesitas buscar un camino nuevo, desconocido. Te basta el mismo por el que has bajado. Ya lo conoces. Desandando el mismo camino, sube, humillado, los mismos peldaños que has bajado ensoberbecido. Así, el que es duodécimo escalón de soberbia para el que baja, debe ser el  primero de humildad  para el que sube; el undécimo, el segundo; el décimo, el tercero; el noveno, el cuarto; el octavo, el quinto; el séptimo, el sexto;  el séptimo; el quinto, el octavo; el cuarto, el noveno; el tercero, el décimo; el segundo, el undécimo, y el primero, el duodécimo.
     Cuando hayas encontrado, aún más, reconocido en ti estos grados de soberbia, ya no tendrás que afanarte por encontrar el camino de la humildad.

LA CURIOSIDAD: PRIMER GRADO DE SOBERBIA. CAPÍTULO XXVIII GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO



PRIMER GRADO DE SOBERBIA : LA CURIOSIDAD

Capítulo 28

     El primer grado de soberbia es la curiosidad. Puedes detectarla a través de una serie de indicios. Si ves a un monje que gozaba ante ti de excelente reputación, pero que ahora, en cualquier lugar donde se encuentra, en pie, andando o sentado, no hace más que mirar a todas partes con la cabeza siempre alzada, aplicando los oídos a cualquier rumor, puedes colegir, por estos gestos del hombre exterior, que interiormente este hombre ha sufrido un cambio. El hombre perverso y malvado guiña el ojo, mueve los pies y señala con el dedo. Por este inhabitual movimiento del cuerpo puedes descubrir la incipiente enfermedad del alma. Y el alma que, por su dejadez, se va entorpeciendo para cuidar de sí misma, se vuelve curiosa en los asuntos de los demás. Se desconoce a sí misma. Por eso es arrojada fuera para que apaciente a los cabritos. Con acierto llámanse cabritos, símbolos del pecado, a los ojos y a los oídos; porque, lo mismo que la muerte entró en el mundo por el pecado, así penetra por estas ventanas en el alma.
     El curioso se entretiene en apacentar a estos cabritos, mientras que no se preocupa de conocer su estado interior. Si cuidas con suma atención de ti mismo, difícil será que pienses en cualquier otra cosa. ¡Curioso!, escucha a Salomón. Escucha, necio, al sabio: por encima de todo guarda tu corazón; y todos tus sentidos vigilarán para guardar aquello de donde brota la vida. ¡Curioso!, ¿adónde vas cuando te alejas de ti?; ¿a quién te confías durante ese tiempo?; ¿cómo te atreves a levantar los ojos al cielo, tú que pecaste contra el cielo? Clava tus ojos en tierra para que te conozcas. La tierra te dará tu propia imagen; porque eres tierra y a la tierra has de volver.

CAPÍTULO XXIX. GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO


Capítulo 29

     Sin embargo, por dos motivos se te permite levantar los ojos sin cometer la menor falta: para pedir auxilio y para ofrecerlo. David levantó los ojos a los montes para pedir auxilio. El Señor los levantó sobre las turbas para compadecerte. El uno lo hizo por su miseria; el otro, por su misericordia. En ninguno de los dos se halló rastro de falta. Si tú, considerando el lugar, el tiempo y la causa, levantas los ojos por tu propia necesidad o por la de tu hermano, no sólo no te considero culpable, sino que te alabo sobremanera; pues la miseria excusa lo primero, y la misericordia recomienda lo segundo. Si, en cambio, lo haces por otro motivo, pensaré de ti que eres imitador, no del profeta ni del Señor, sino de Dina o de Eva, e incluso del mismo Satanás.
     Dina salió a apacentar los cabritos, fue raptada a su padre y perdió su virginidad. Dina, ¿por qué tuviste que ir a curiosear mujeres extranjeras?; ¿qué necesidad, qué utilidad se te imponía?; ¿fue por pura curiosidad? Tú miras con ingenuidad; otros te miran con malicia. Tú contemplas con curiosidad, pero otros te contemplan con otra curiosidad superior. ¿Quién iba a pensar entonces que aquella tu curiosa inocencia, o tu inocente curiosidad, iba a ser no sólo ociosa, sino muy perniciosa para ti, para los tuyos y para los enemigos?


CAPÍTULO XXX: GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO





 Capítulo XXX

     Eva, tú vas a vivir en el paraíso, para cultivarlo y guardarlo en compañía de tu marido. Si cumples lo ordenado, pasarás a otro lugar mejor, donde ya no tendrás que ocuparte de trabajo alguno ni de preocuparte por cuidarlo. Se te permite comer de todos los árboles del paraíso, excepto del llamado de la ciencia del bien y del mal. Si los frutos de los demás árboles son buenos y saben bien, ¿qué te mueve a comer del árbol que sabe mal? No se debe saber más de lo que conviene. Probar el mal no es saborearlo, sino haber perdido el gusto. Guarda bien lo que se te ha confiado; espera lo prometido. Evita lo prohibido, no sea que pierdas lo que ya posees.
     ¿Por qué te obsesionas con tu propia muerte? ¿Por qué diriges con tanta frecuencia tus ojos inquietos hacia ese árbol? ¿Por qué te agrada mirar lo que no se puede comer? Tú me respondes: sólo me acerco con los ojos, no con las manos. No se me ha prohibido mirar, sino comer. ¿Es que no puedo levantar hacia donde quiera estos dos ojos que Dios ha dejado a mi libertad? El Apóstol responde: todo me está permitido, pero no todo me aprovecha. No es pecado; pero es síntoma de pecado. Si tu alma se mantiene alerta, la curiosidad no encontrará momentos ociosos. Esto tampoco es pecado, pero te hace propenso a faltar. Es indicio del pecado que se ha cometido y causa del que se va a cometer. 
     Cuando miras con ansiedad hacia el árbol prohibido, la serpiente se introduce a hurtadillas en tu corazón y te habla con lisonjas; ahoga tu corazón con halagos y disipa con mentiras tu temor sugiriéndote este retintín: ¿Morir?, ¡en absoluto! Te excita la gula para que hiervas en ansiedad; agudiza la curiosidad con la sugestión  el deseo. Te ofrece lo prohibido y te arrebata lo que ya tienes. Te da una manzana y te roba el paraíso. Por tragarte el veneno, morirás y darás a luz a los que han de morir. Se perdió la salvación, pero los hombres siguen naciendo. Nacemos y morimos. Nacemos para morir, porque morimos antes de nacer Este es el yugo pesado que oprime a tus hijos hasta el día de hoy

CAPÍTULO XXXI: GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO


SENTENCIA SOBRE EL SERAFIN APOSTATA, NO TOMADA DE LOS DOCTORES, SINO INVENTADA POR EL MISMO ESCRITOR. 


     Y tú, sello de la divina semejanza, que no has vivido en el paraíso, pero que has poseído las delicias del paraíso de Dios, ¿qué más puedes desear? Estás lleno de sabiduría y es perfecta tu belleza. No pretendas lo que te sobrepasa ni escudriñes lo que se te esconde. Acéptate a ti mismo. No pierdas lo que eres pretendiendo grandezas que superan tu capacidad. ¿Por qué miras de soslayo hacia el Aquilón? Veo que aspiras con demasiado empeño a cosas que te sobrepasan. Pondré mi trono, dice, hacia el Aquilón. Todos los demás habitantes del cielo se mantienen en pie, en sus puestos, mientras que sólo tú pretendes sentarte y perturbas la concordia de los hermanos, la paz de toda la patria celestial y, en cuanto depende de ti, hasta el reposo de la misma Trinidad. 
     ¿Adónde te lleva, miserable, tu ambición? Movido por una presunción sin igual, no tienes reparo en escandalizar a los ciudadanos y en injuriar al Rey. Miles y miles le sirven; millones están a sus órdenes; allí nadie aparece sentado, sino sólo el que se sienta sobre querubines y a quien todos le sirven. Pero tú, no sé qué ves que no ven los demás; lo examinas sin reparos, lo escudriñas sin la menor reverencia te levantas un trono en el cielo pretendiendo ser igual al Altísimo. Y ¿para qué lo haces?; ¿en quién confías? ¡Insensato!, mide tus fuerzas; sopesa el desenlace; piensa el modo de llevarlo a cabo. ¿Presumes tramar todo esto a sabiendas o a espaldas del Altísimo?; ¿con su beneplácito o sin él? Aquel cuya voluntad es insuperable y cuya ciencia es perfecta, ¿cómo va a ignorar todo e mal que estás maquinando? ¿Acaso estás convencido de que sabe, pero no quiere y que es incapaz de oponerse? Si todavía te aceptas como criatura, no te atrevas a dudar de la omnipotencia o de la ciencia y bondad infinita del Creador, que quiso, supo y pudo crearte de la nada, tal cual eres. ¿Cómo se te ocurre pensar que Dios va a consentir lo que no quiere y puede impedir?
     Me parece que se está cumpliendo en ti, más aún, me parece que eres el pionero de lo que después de ti suelen decir quienes siguen tu ejemplo: ¿Acaso un señor cría pérfidos en su propia casa? ¿O es que tú ves con malos ojos el que él sea bueno? Al abusar temerariamente de su bondad te vuelves descarado contra su ciencia y osado contra su poder.

Capítulo 32 


     Esto es, miserable, esto es lo que piensas. Este es el crimen que planeas en tu lecho, y dices: ¿Es que el Creador va a destruir la obra de sus manos? Sé muy bien que a Dios no se le oculta ninguno de mis pensamientos, porque es Dios. Sé que no le agrada este pensamiento mío, porque Dios es bueno. Sé también que, si El quiere, yo no puedo escapar de sus manos, porque es poderoso. Pero ¿tendré que temerlo? Si por ser bueno no puede agradarle mi mal, ¿cuánto menos el suyo? Mi mal consiste en querer algo contra su voluntad. Su mal, en vengarse. Por la misma razón de que ni quiere ni puede ser privado de su bondad, tampoco puede querer vengarse del mal. Te engañas, miserable, te engañas a ti mismo, no a Dios. Te engañas, repito; y la iniquidad miente contra sí misma, no contra Dios. Actúas dolosamente, y en su presencia. Por eso te engañas a ti mismo, no a Dios. Como correspondencia a un bien tan inmenso, maquinas un mal tan enorme contra Él. Con razón tu iniquidad te atrae el odio de Dios.
     ¿Se puede dar mayor perversidad que despreciar a Dios en aquello en lo que merece ser más amado? No dudas del poder de Dios, siempre capaz de crearte y destruirte; y, sin embargo qué actitud tan reprobable la tuya cuando abusas de su inmensa bondad, pensando que no se alzará en venganza si le devuelves mal por bien y odio por amor.

CAPÍTULO XXXIII: LOS GRADOS DE ORGULLO Y HUMILDAD


     Tal perversidad merece no una ira momentánea, sino un odio eterno, porque deseas y pretendes equipararte a tu dulcísimo y altísimo Señor. Él tiene que aguantarte y no te despide de su vista, pudiendo hacerlo. Prefiere soportar lo que le desagrada a sufrir tu ruina. No le cuesta nada hundirte; pero tú piensas que su condescendencia no puede permitirlo. Si Dios es tal y como tú piensas, tu perversión y tu falta de amor son enormes. Y si Él prefiere sufrir algo contra sí mismo antes de ocasionarte algún mal, ¡qué malicia tan enorme la tuya y qué insensible eres con ese Señor que, al perdonarte, no se perdona a sí mismo!
     A pesar de todo, su perfección no le impide ser bueno y justo a la vez; como si no pudiera ser al mismo tiempo bueno y justo. La bondad auténtica se apoya en la justicia, no en la debilidad. Aún más, la dulzura sin la Justicia no es virtud. Eres un ingrato, porque existes gracias a la bondad gratuita de Dios; en ella has sido creado gratuitamente. No temes la justicia que todavía no has experimentado; y te entregas apasionado a la maldad, de la que falsamente pretendes quedar impune. Ya llegará el momento en que experimentarás cuán justo es Aquel que has conocido como bueno. Entonces caerás en la fosa que preparaste para tu Creador. Tramas una ofensa. Él la podría esquivar si quisiera. Mas, según tus criterios, es incapaz de quererlo. Y su bondad le impide castigar.
     El Dios justo, que ni puede ni debe permitir que su bondad sea impunemente ofendida, hará caer, con toda justicia, todo el peso  e tu maldad contra ti. Pero moderará de tal modo la sentencia dada en su propia defensa, que, si quieres enmendarte, no te negará el perdón. Sin embargo, dada tu obstinación y tu corazón impenitente, no podrás querer. Cargarás siempre con el castigo.

CAPÍTULO XXXIV: SOBRE LOS GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO







     Escucha ahora este enorme embuste: El cielo es mi trono; la tierra, el estrado de mis pies. No dijo "el Oriente" o "el Occidente" o cualquiera otra parte del cielo, sino "mi trono es todo el cielo". No puedes sentarte en parte alguna del cielo. El lo eligió todo para sí. Tampoco puedes hacerlo en la tierra; es el estrado de sus pies. La tierra es un lugar sólido, donde se asienta la Iglesia fundada sobre la roca firme. ¿Qué vas a hacer? Has sido expulsado del cielo y no te puedes quedar en la tierra. Búscate un lugar en el aire, no para sentarte, sino para volar. Entonces sentirás el castigo de una incesante inestabilidad, tú, que has intentado turbar la quietud de la eternidad. Mientras andas fluctuando entre cielo y tierra, el Señor se sienta sobre un trono elevado y excelso; y toda la tierra está llena de su majestad. No encontrarás lugar más que en el aire.

CAPÍTULO XXXV

     Los serafines, con las alas de su contemplación, vuelan desde el trono al estrado,   desde el estrado al trono; con las alas restantes, cubren la cabeza y los pies del Señor. Pienso que se les ha asignado este lugar con un fin concreto. Como un querubín impedía al hombre entrar en el paraíso, un serafín cercena tu curiosidad. A partir de ahora no volverás a escudriñar, con tanto descaro y con tan poco recato, los secretos del cielo; ni tampoco podrás conocer los misterios de la Iglesia en la tierra. Tan sólo vas a sentirte satisfecho entre los corazones soberbios, que no se acomodan en la tierra como los demás ni vuelan hacia el cielo como los ángeles. 
     Aunque en el cielo se te oculte la cabeza, y en la tierra los pies, se te permite ver algo de ese mundo medio para excitar tu envidia. Mientras te encuentras suspendido en el aire, ves a los ángeles bajar y subir por ti, pero nada sabes de lo que ellos oyen en el cielo y de lo que anuncian en la tierra.

CAPÍTULO XXXVI: GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO

Capítulo 36 
 ¡Oh Lucifer!, que despuntabas como el alba. Ahora ya no eres lucífero; eres noctífero y mortífero. Tu órbita fijada se extendía del Oriente al Mediodía. Pero tú, cambiando de dirección, ¿te diriges al Aquilón? Te apresuras en subir a las alturas; pero, vertiginoso, te hundes en las tinieblas del ocaso.
  Curioso, yo quisiera con todo detalle sondear los motivos de tu curiosidad. Pondré, dices, mi trono hacia el Aquilón. Y como tú eres espíritu, no se me ocurre pensar que ese Aquilón y ese trono sean algo material. Pienso más bien que en el Aquilón están representados todos los hombres que han de ser condenados; y en el trono, el dominio sobre ellos. Si la cercanía de Dios te ocasionaba una perspicacia sin igual, y veías en la presencia divina que los réprobos no resplandecían con rayo alguno de sabiduría ni ardían en el amor del Espíritu, encontraste una especie de lugar vacío. Te propusiste dominar sobre ellos, cubrirlos con la claridad de tu astucia e inflamarlos en los ardores de tu maldad. Serías semejante al Altísima, que, con su sabiduría y bondad, estaba al frente de todos los hijos de obediencia. Pero tú, proclamado rey de todos los hijos de la soberbia, pensabas gobernarlos con tu astuta malicia y con tu maliciosa astucia. No concibo cómo, habiendo adivinado tu principado en la presencia de Dios, no intuiste tu caída. Y si la intuiste, ¡qué locura la tuya!, ¿cómo se puede ambicionar un reino de tanta miseria y preferir una miserable realeza a una dichosa sumisión? ¿No es mejor participar en el esplendor de las galaxias que reinar en las tinieblas? Tal vez no calculaste bien, y probablemente por aquello a que acabo de referirme. Fijándote en la bondad de Dios, dijiste en tu corazón: No se entera. E irritaste a Dios,¡impío! O es posible que, al ver el Reino, se dilatara en tu ojo la viga de la soberbia y te impidió ver la ruina.

CAPÍTULO XXXVII: GRADOS DE HUMILDAD Y SOBERBIA

También José adivinó su exaltación. No supo de antemano que iba a  ser vendido; e incluso era más inminente su traición que su exaltación. No quiero decir con esto que este gran patriarca hubiese caído en la soberbia. Pero su ejemplo nos enseña que quienes gozan del espíritu de profecía y adivinan los acontecimientos futuros pueden ver algo, aunque no en totalidad. Tal vez alguien se empeñe en sostener que la vanidad se manifiesta en el hecho de que, aun siendo adolescente, se entretenía en contar unos sueños cuyo misterio desconocía. Yo creo que tal actitud se centra en el ámbito del misterio, o de la ingenuidad infantil, más que en el de la vanidad. Y si acaso se deslizó algún destello de vanidad, bien pudo expiarla con todo lo que sufrió. 

 Hay circunstancias en que reciben manifestaciones agradables y que el espíritu humano no puede acogerlas sin dejar de cumplirse el mensaje revelado. Cualquier tipo de vanidad que se apoya en la sublimidad de la revelación o de la promesa no quedará impune. Fijémonos en el médico. No se sirve sólo del ungüento; usa también el fuego y el bisturí. Con ellos quema y corta las excrecencias de la herida que va a curar para no impedir  la terapia  que produce  el  ungüento.  Dios  es  el médico de las almas. Envía pruebas y tribulaciones al alma, que la afligen y humillan; convierte el gozo en llanto, y la verdad parece mera ilusión. Así se verá libre de la vanidad, y la verdad de la revelación no sufrirá menoscabo.  

 De esta forma, la vanagloria de Pablo se refrena con el aguijón de la carne; mientras que su persona es agraciada con frecuentes revelaciones. Lo mismo ocurre con la incredulidad de Zacarías. Fue castigado con la mudez; pero no por eso dejó de cumplirse la verdad del mensaje, que había de manifestarse a su tiempo. Así,  es como a través del honor y de la afrenta progresan los santos. Se sienten atraídos por la vanidad humana, y al mismo tiempo reciben gracias extraordinarias. No pueden olvidar lo que son cuando por el favor de Dios perciben algo que les sobrepasa.

CAPÍTULO XXXVIII: SOBRE LOS GRADOS DE CURIOSIDAD Y DE ORGULLO

Pero ¿qué tienen que ver las revelaciones con la curiosidad? El motivo de intercalar aquí este asunto surgió cuando quise demostrar que el ángel réprobo, antes de su caída, pudo haber adivinado aquel señorío que luego recibió sobre los hombres reprobados; sin que por eso hubiese sabido con antelación su propia condena. Sobre este ángel hemos planteado algunas cuestiones sin importancia. No se han buscado tampoco soluciones.  Sea ésta la conclusión de las  últimas ideas: por la curiosidad salimos de la órbita de la verdad. Primero se mira con curiosidad lo que después se desea ilícitamente y se ansía con presunción. Con toda evidencia, la curiosidad reivindica para si el primero de los grados de soberbia, que, según el parecer de la gran mayoría, es fuente de todo pecado. Si no se reprime rápidamente, pronto se deslizará hacia la ligereza de espíritu, que es el segundo grado.

CAPÍTULO XXXIX GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO

El monje que no cuida de sí mismo, controla curiosamente a los demás. A los que ve superiores a él, los estima un poco; pero a los que considera inferiores, los desprecia. En los primeros ve cosas por las que se come de envidia; en los segundos, actitudes que le provocan irrisión. De aquí se sigue que el espíritu, zarandeado por esa incesante movilidad de los ojos, y totalmente ajeno al cuidado de sí mismo unas veces quiere encumbrarse por la soberbia y otras queda abatido hasta lo más profundo por la envidia. Tan pronto está lleno de maldad y se consume de envidia, para después reírse como un niño ante su propia gloria. La primera actitud respira maldad; la segunda, vanidad ; y ambas, soberbia. Porque el amor de la propia gloria es lo que le hace sentir dolor por lo que le supera y alegría de sentirse superior. 

 Estos cambios de espíritu los manifiesta en el modo de hablar: unas veces es lacónico y mordaz; otras, locuaz y vano. Ahora revienta de risa, luego estalla en llanto, y siempre es un irreflexivo. Si quieres, compara estos dos grados de soberbia con los últimos de humildad fíjate cómo en el último se cercena la curiosidad; y en el penúltimo, la ligereza. Lo mismo observarás en los restantes grados si los comparas entre sí. Pero pasemos ya a explicar el  tercer grado sin caer en él.

TERCER GRADO: LA ALEGRIA TONTA. CAPÍTULO XIL 

Es característico de los soberbios suspirar siempre por los acontecimientos bullangueros y ahuyentar los tristes, según aquello de que el corazón del tonto está donde hay jolgorio. El monje, una vez bajados los dos primeros grados de soberbia, llega, por la curiosidad, a la ligereza de espíritu. Se siente incapaz de soportar la humillante experiencia de un gozo que tanto anhela, pero siempre bañado en tristeza, cuando constata el bien de los demás. Busca entonces el subterfugio de un falso consuelo. Reprime la curiosidad para rehusar la evidencia de su bajeza y la nobleza de los otros. Se inclina hacia el lado opuesto. Pone de relieve aquello en que cree sobresalir y atenúa con disimulo las excelentes cualidades de los demás. Así pretende cegar lo que considera fuente de su tristeza y vivir en una incesante alegría fingida. Fluctuando entre el gozo la tristeza, cae al fin en el cebo de la alegría tonta. Aquí planto yo el tercer grado de soberbia. 

 Con esto tienes ya suficientes indicios para saber si este grado se da en ti o en otros. A estos tales nunca les verás gimiendo o llorando. Si te fijas un momento, pensarás que se han olvidado de sí mismos, o que se han lavado de sus pecados. Pero sus gestos reflejan ligereza; su semblante, esta alegría tonta; y su forma de andar, vanidad. Son propensos a las chanzas; fáciles e inclinados a la risa. Como han borrado de su memoria todo cuanto les puede humillar y entristecer, sueñan y se representan todos los valores que se imaginan tener. No piensan más que en lo que les agrada, y son incapaces de contener la risa y de disimular la alegría tonta. 

 Se parecen a una vejiga llena de aire; si la pinchas con un alfiler y la aprietas, hace ruido mientras se desinfla. El aire, a su paso por ese invisible agujero, produce frecuentes y originales sonidos. Esto mismo ocurre al monje que ha inflado su corazón de pensamientos vanos jactanciosos. La disciplina del silencio no les deja expulsar libremente el aire de la vanidad. Por eso lo arroja forzado y entre carcajadas por su boca. Muchas veces, avergonzado, esconde el rostro, comprime los labios, aprieta los dientes, ríe constreñido y suelta risotadas como a la fuerza. Aunque cierra la boca con sus puños, todavía deja escapar algunos estallidos de nariz.

CUARTO GRADO: LA JACTANCIA. CAPÍTULO LXI

Si a la vanidad le da por tomar cuerpo y sigue inflándose la vejiga, se llega a un grado de dilatación tal que se precisa un orificio mayor. De lo contrario, podría reventar. Esto ocurre en el monje que rebasa la vana alegría. Ya no le basta el simple agujero de la risa o de los gestos; y prorrumpe con la exclamación de Eliú: mi seno es como vino sin escape que hace reventar los odres nuevos. Si no habla, revienta. Está cargado de verborrea, y el aire de su vientre le constriñe. Anda hambriento y sediento de un auditorio al que pueda lanzar sus vanidades, arrojar todo lo que siente y darse a conocer en lo que es y vale. A la primera ocasión, si la temática versa sobre ciencias, saca a colación sentencias antiguas y nuevas, ensarta una perorata con el eco de palabras ampulosas. Se adelanta a las preguntas; responde incluso a quien no le pregunta. Propone cuestiones; las resuelve él mismo, y corta a su interlocutor, sin dejarle terminar lo que había empezado a decir. Cuando suena la señal y se precisa interrumpir la conversación, la hora larga transcurrida le parece un instante. Pide permiso para volver a sus historias fuera del tiempo señalado. Claro que no lo hace para edificar a nadie, sino para cantar su ciencia. Podría edificar, pero eso ni lo pretende. No trata de enseñarte o aprovecharse de tus conocimientos, sino de demostrarte que sabe algo. 

 Si la conversación versa sobre religión, en seguida saca a relucir visiones y sueños. Luego elogia el ayuno, recomienda las vigilias y se hace lenguas de la oración. Diserta ampliamente sobre la paciencia, la humildad y sobre cada una de las virtudes con una ligereza pasmosa. Si tú le escuchas, dirías que de lo que rebosa del corazón lo habla por la boca; y que el hombre bueno saca cosas buenas de su almacén de bondad. 

 Si la conversación declina en mera diversión, entonces se muestra como un fenómeno de locuacidad que domina la materia a las mil maravillas. Si le oyes, dirás que su boca es todo un torrente de vanidad, un alud de chocarrerías, hasta el punto de provocar la ligereza incluso en las personas más sensatas v recatadas. Resumiendo en breve todo lo dicho: en el mucho hablar se descubre la jactancia. A lo largo de estas líneas tienes descrito y enumerado el cuarto grado. Huye de él, pero recuerda su contenido. Con esta advertencia pasemos ya al quinto; lo titulo "la singularidad".


CAPÍTULO XLII: LA SINGULARIDAD

QUINTO GRADO: LA SINGULARIDAD 
Capítulo 42   
     Sería bochornoso, para los que presumen ser superiores a los demás, no sobresalir en algo por encima de lo ordinario y no llamar la atención con su propia superioridad. Ya no les basta la regla común del monasterio ni los ejemplos de los mayores. No procuran ser mejores, sino parecerlo. No desean vivir mejor, sino aparentar el triunfo para poder decir: No soy como los demás. Se lisonjea más de ayunar un solo día en que los demás comen que si hubiese ayunado siete días con toda la comunidad. Le parece más provechosa una breve oración particular que toda la salmodia de una noche. Durante la comida, rastrea su mirada por las otras mesas. Si ve que alguien come menos, se duele de haber sufrido una derrota. Entonces empieza a privarse sin miramiento alguno de lo que creía antes que debía comer, temiendo más el detrimento de la propia estima que el tormento del hambre. Si encuentra a alguien más demacrado y pálido, se condena a sí mismo por vil, ya no vive tranquilo. Como no puede verse el rostro ni conocer el impacto de su semblante ante los demás, mira sus manos y sus brazos, se tienta las costillas, palpa las clavículas y las paletillas. De esta manera pretende comprobar lo que puede delatar su rostro según el estado de sus miembros, más o menos descarnados. 
En fin, vive siempre al acecho de sus propios intereses v es indolente en los asuntos comunes. Vela en cama y duerme en el coro. Se pasa adormilado toda la noche durante el canto de las vigilias. Después, mientras los demás respiran el sosiego del claustro, él se queda solo en el oratorio; carraspea y tose; y desde el rincón donde se encuentra aturde con sus gemidos y suspiros a los que están fuera sentados. Con todas estas rarezas carentes de mérito, se acredita un excelente prestigio ante los más ingenuos, que tienen por cierto lo que ven y no se paran a pensar de dónde procede tal rumor santo, aplicado a ese individuo; e incurren en engaño.

CAPÍTULO XLIII GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO

SEXTO GRADO: LA ARROGANCIA. CAPÍTULO    XLIII

El arrogante cree cuanto de positivo se dice de él. Elogia todo lo que hace y no le preocupa lo que pretende. Se olvida de las motivaciones de su obrar. Se deja arrastrar por la opinión de los demás. En cualquier otra cosa se fía más de sí mismo que de los demás; sólo cuando se trata de su persona cree más a los otros que a sí mismo. Aunque su vida es pura palabrería y ostentación, se considera como la encarnación misma de la vida monástica, y en lo íntimo de su corazón se tiene por el más santo de todos. Cuando alaban algún aspecto de su persona, no lo atribuye a la ignorancia o benevolencia del que le encomia, sino arrogantemente a sus propios méritos. Así, después de la singularidad, la arrogancia reclama para sí el sexto grado. Sigue la presunción, que es el séptimo.

CAPÍTULO XLIV: GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO.SÉPTIMO GRADO: LA PRESUNCION

El que está convencido de aventajar a los demás, ¿cómo no va a presumir más de sí mismo que de los otros? En las reuniones se sienta el primero. En las deliberaciones se adelanta a dar su opinión y parecer. Se presenta donde no le llaman. Se mete en o que no le importa. Reordena lo que ya está ordenado y rehace lo que ya está hecho. Lo que sus manos no han tocado, no está bien ni en su sitio. Juzga a los tribunales y prejuzga a los que van a ser juzgados. Si al reestructurar los cargos no le nombran prior, piensa que su abad es un envidioso o un iluso. Si le confían algún cargo insignificante, monta en cólera, hace ascos de todo, pensando que uno tan capaz para grandes empresas no debe ocuparse de asuntos tan triviales. 

Es imposible acertar siempre, especialmente el que con tanta temeridad mete sus narices en todo, más por temeridad que por espontaneidad. Compete al superior corregir al que falta; pero ¿cómo va a confesar su culpa uno que ni piensa que es culpable ni tolera que le tengan por tal? Por eso, cuando se le culpa de algo, no se libera de ello, lo agrava. Si al ser corregido ves que su corazón reacciona con expresiones zahirientes, caerás en la cuenta de que ha incurrido en el octavo grado, denominado "la excusa de los pecados".

CAPÍTULO XLV: GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO

OCTAVO GRADO: LA EXCUSA DE LOS PECADOS. (Capítulo 45).

De muchas maneras se buscan paliativos para los pecados. El que se excusa dice: "Yo no lo hice"; o "sí lo hice, pero lo hice como es debido". Si ha hecho algo mal, dice: "No lo hice mal del todo". Si lo ha hecho muy mal, entonces dice: "No hubo mala intención". Si le convences de su mala intención, como a Adán y a Eva, se esfuerza por excusarse diciendo que otros le persuadieron. El que excusa con descaro las cosas evidentes, ¿cómo podrá descubrir con humildad a su abad los pensamientos ocultos y malos que llegan, hasta su corazón?

CAPÍTULO XLVI GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO

NOVENO GRADO: LA CONFESION FINGIDA

Aunque todos estos tipos de excusa son malos y el profeta los llama palabras malévolas, sin embargo la engañosa y soberbia confesión es mucho más peligrosa que la atrevida y porfiada excusa. Hay algunos que, al ser reprendidos de faltas evidentes, saben que, si se defienden, no se les cree. Y encuentran, los muy ladinos, un argumento en defensa propia. Responden palabras que simulan una verdadera confesión. Como está escrito, hay quien se humilla con malicia, mientras dentro está lleno de engaños. El rostro se abate, el cuerpo se inclina. Se esfuerzan por derramar algunas lagrimillas. Suspiran y sollozan. Van más allá de la simple excusa. Se confiesan culpables hasta la exageración. Al oír tú de sus mismos labios datos imposibles e increíbles que agravan su falta, comienzas a dudar de los que tenías por ciertos. Aflora en sus labios una confesión por la que merecía alabanza, mas la iniquidad anida oculta en el corazón. Quien lo oye, piensa que se acusa más por humildad que por veracidad; y le aplica aquello de la Escritura: El justo, al empezar a habla, se acusa a sí mismo. 

Ante la reputación de los hombres prefiere naufragar en la verdad antes que en la humildad; pero ante Dios naufraga en las dos. Si la culpa es tan clara que no puede taparse con estratagema alguna, entonces hace suya la voz del penitente, pero no el corazón; con esta voz borra la mancha, pero no la culpa. Así, la ignorancia de una clarísima transgresión queda contrarrestada con el noble gesto de una confesión pública

CAPÍTULO XLVII GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO

¡Qué preciosa es la humildad! La misma soberbia procura revestirse de ella para no envilecerse. Pero ese subterfugio es descubierto muy pronto por el superior si no se ablanda fácilmente ante esa soberbia humildad, disimulando la culpa o difiriendo el castigo. El horno prueba los vasos del alfarero; la tribulación selecciona a los auténticos penitentes. El que hace penitencia de verdad, no aborrece el trabajo de la penitencia; acepta con paciencia y sin la menor queja cualquier orden que le impongan para reparar una culpa que detesta. Y si en la misma obediencia surgen conflictos duros y contrarios, si tropieza con cualquier clase de injurias, aguanta sin desmayo. Así manifiesta que vive en el cuarto grado de humildad. 

 En cambio, el que se acusa con fingimiento, puesto a prueba por una injuria incluso insignificante, o por un minúsculo castigo, se siente incapaz de aparentar humildad y disimular el fingimiento. Murmura, brama de furor, le invade la ira y no da señal alguna de encontrarse en el cuarto grado de humildad. Más bien pone de manifiesto su situación en el noveno grado de soberbia, que, según lo descrito, puede ser llamado, en sentido pleno, confesión fingida. ¡Qué confusión tan enorme bulle en el corazón del soberbio! Cuando se descubre el fraude pierde la paz, se va marchitando la reputación y, mientras, queda intacta la culpa. En fin, todos le señalan con el dedo; todos le condenan, y la indignación sube de tono cuanto más descubren el engaño del que hasta ahora eran víctimas. El superior debe mantenerse firme; y piense que, si le perdona, ofendería a todos los demás.

CAPÍTULO XLVIII GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO

DÉCIMO GRADO: LA REBELION. cAP. XLVIII

 El farsante ya no tiene remedio, a menos que la misericordia divina le tienda su mano compasiva. Es casi imposible que acepte las acusaciones de los demás. Lo normal es que se vuelva más recalcitrante cuando constata que su situación llega a ser desesperadamente agobiante. Así incurre en el décimo grado, y se alza en rebelión: De ahora en adelante ya no habrá más arrogancias personales ni desprecios fraternos solapados. Las desobediencias y vilipendios al maestro mismo son tan claros como la luz del día.

CAPÍTULO XLIX: GRADOS DE HUMILDAD Y SOBERBIA.  

Tengamos en cuenta que todos estos grados, doce en total, pueden reducirse a tres. Los seis primeros se refieren al desprecio a los hermanos; los cuatro siguientes, al desprecio del maestro; los dos restantes, al desprecio de Dios. No olvidemos tampoco que estos dos últimos grados de soberbia corresponden inversamente a los dos primeros de humildad y que deben subirse antes de comprometerse en la vida comunitaria. 

 Por esta misma razón son dos grados a los que nunca debe llegar hermano alguno. La Regla misma presupone que deben subirse previamente, según leemos en el tercer grado de humildad: EI tercer grado, dice, consiste en someterse por amor de Dios al superior con una obediencia sin límite. Si se coloca la sumisión en el tercer grado, el novicio la adquiere cuando se asocia a la comunidad. Se supone, por tanto, que ya ha subido los dos grados anteriores. En fin, cuando el monje desprecia la concordia de los hermanos y las órdenes del maestro, ¿qué está haciendo en el monasterio sino fomentar el escándalo?

UNDÉCIMO GRADO: LA LIBERTAD DE PECAR

Capítulo 50

Después del décimo grado, que llamamos rebelión, el monje es expulsado del monasterio o se marcha él mismo. Inmediatamente cae en el undécimo, y entonces entra por unos caminos que a los hombres !es parecen rectos, pero cuyo fin, a no ser que Dios lo impida, sumerge en lo profundo del infierno, es decir, en el desprecio de Dios. El impío, cuando cae en lo profundo de los pecados, cae también en el desprecio. Por eso el undécimo grado puede encabezarse con el título de libertad de pecar. Aquí el monje no ve ya a un maestro a quien teme ni a unos hermanos a quienes respeta; se goza en realizar sus deseos con tanta mayor tranquilidad cuanto más libre se ve de quienes, en cierto modo, le cohibían por el pudor o por el temor. 

Si ya no teme a los hermanos ni al abad, aún le queda un cierto rescoldo de temor a Dios. Y su razón, que todavía insinúa algo, antepone ese temor al deseo y ejecuta cosas ilícitas no sin una cierta pesadumbre. Imita al que vadea un río; no se precipita, entra más bien paulatinamente en la corriente de los vicios.

DUODÉCIMO GRADO: LA COSTUMBRE DE PECAR. Capítulo 51

 Después de que en el terrible juicio de Dios han quedado los primeros pecados impunes, se repite con agrado el placer ya experimentado; y con la repetición se torna halagador. Con el ardor de la concupiscencia, la razón se adormece y la costumbre le esclaviza. El miserable se siente arrastrado hacia el abismo de las maldades. El cautivo es un esclavo de la tiranía de los vicios, hasta el extremo de que, aturdido en la vorágine de los deseos carnales y olvidado de su razón y del temor de Dios, dice como el necio para sí: No hay Dios. Desde ahora su norma moral es el placer; y no impide que su espíritu, sus manos y sus pies piensen, ejecuten e investiguen cosas ilícitas. Malévolo, fanfarrón y delincuente, maquina, parlotea y lleva a cabo cuanto le viene al corazón, a la boca o a las manos. 

En fin, lo mismo que el justo, después de haber subido  todos estos grados, corre hacia la vida con un corazón gozoso y sin trabajo, en alas de la buena costumbre, así el impío, cuando ha bajado todos los grados correspondientes, ya no se rige por la razón ni se domina con el freno del temor; los malos hábitos se lo impiden, y se lanza temerariamente hacia la muerte. Entre estos dos extremos están los que se esfuerzan y angustian ; aquellos que, atormentados por el miedo del infierno o embarazados por sus antiguas malas costumbres, se debaten sufriendo continuos altibajos. 

Solamente corren sin tropiezos y sin fatiga los que están en el grado supremo o en el ínfimo. Unos van veloces hacia la muerte, y otros hacia la vida. Estos caminan con alegría; aquéllos se abocan vertiginosamente. A los primeros, la caridad les estimula. A los segundos, la pasión les arrastra. Unos y otros no sienten el peso de la vida; pues tanto el amor perfecto como la iniquidad consumada echan fuera todo temor. La verdad da seguridad a unos; la ceguera, a otros. En consecuencia, el duodécimo grado puede ser denominado costumbre de pecar; costumbre en la que se pierde el temor de Dios y se incurre en desprecio.

CAPÍTULO LII: GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO




Capítulo 52 
     Dice el apóstol Juan: No digo que se ore por uno como éste. Entonces tú, apóstol, ¿quieres que se desespere? Todo lo contrario; que el que le ama, ore. No piense en orar, pero tampoco deje de llorar. ¿Qué estoy diciendo? ¿Quedará algún resquicio de esperanza allí donde la oración ya no tiene sentido? Escucha a alguien que cree y espera, pero que ya no ora: Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. ¡Qué fe tan enorme! Cree que el Señor, de haber estado allí, habría podido impedir la muerte con su presencia. Y ahora, ¿qué? Lejos de nosotros pensar que quien creyó al Señor capaz de conservar vivo a Lázaro dude de que pueda resucitarlo una vez muerto. Pero así y todo, dice, sé que Dios te dará lo que le pidas. Luego responde al Señor que le pregunta dónde le pusieron: ven a verlo. ¿Para qué? Marta, nos das un maravilloso testimonio de fe. Pero ¿cómo desconfías con tanta fe? Ven a verlo, le dices. Si no desconfías, ¿por qué no continúas y dices: "y resucítalo"? Si desconfías, ¿por qué cansas inútilmente al Maestro? ¿Es que la fe consigue algunas veces lo que la oración no se atreve a pedir? Por último, cuando se acerca al cadáver, le paras y le dices: Señor, ya huele mal; lleva cuatro días. ¿Dices esto por desconfianza o con disimulo? También el Señor resucita o fingió ir más lejos, cuando lo que quería era quedarse con los discípulos. 
     ¡Oh santas mujeres, amigas de Cristo! Si amáis a vuestro hermano, ¿por qué no pedís con repetidas instancias la misericordia del Señor, si no podéis dudar de su omnipotencia ni de su clemencia? Y responden: aunque parece que no oramos, de esta forma oramos mejor. Si a primera vista desconfiamos, de hecho confiamos con mayor intensidad. Testimoniamos la fe, ofrecemos el amor. Él no necesita que se le diga cosa alguna; sabe lo que deseamos. Sabemos que todo lo puede, pero este milagro tan grande, único e inaudito, aunque está en sus manos, excede en mucho los méritos de nuestra humildad. A nosotras nos basta con abrir el paso a su poder y prestarle una ocasión a la piedad, prefiriendo la esperanza paciente en lo que Él quiera al intento temerario de conseguir lo que tal vez no quiere. En fin, pensamos que la modestia debe suplir la laguna de nuestros méritos. Después de la grave caída de Pedro, percibo sus sollozos, no su oración; y, sin embargo, no dudo del perdón.

CAPÍTULO LIII. GRADOS DE  HUMILDAD Y ORGULLO

Aprende también de la Madre del Señor a tener una gran fe en los milagros y a conservar una cierta timidez respecto a esta enorme fe. Aprende a revestir la fe de modestia y a sofocar la presunción. No tienen vino, dice. ¡Qué lacónica y reverente sugerencia! Es expresión de su tierna solicitud. Una buena lección que aprender en situaciones parecidas, donde siempre es mejor llorar con piedad que pedir con presunción. María moderó el ardor de la piedad con la sombra de la modestia; atemperó humildemente la plena confianza que su oración le inspiraba. No se acercó con petulancia, no habló públicamente para decir arrogancias delante de todos: Se ha acabado el vino, los convidados están disgustados, el esposo confundido; anda, Hijo, actúa. Aunque su ardiente corazón y su fervoroso afecto le sugiriesen tales expresiones y otras muchas, sin embargo, la piadosa madre se acerca en privado al Hijo poderoso y no incita su poder; simplemente tantea su voluntad: No tienen vino, dice. ¿Es posible mayor modestia, una fe más profunda? A su piedad no le faltó la fe; tampoco gravedad a las palabras ni eficacia al deseo. Si ella, siendo madre, olvidándose de lo que era, no se atreve a pedir el milagro del vino, yo, esclavo despreciable, que tengo como timbre de gloria el ser siervo del Hijo y de la Madre, ¿voy a tener la osadía de pedir la vida para uno que lleva cuatro días muerto?

CAPÍTULO LIV: GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO

Capítulo 54

 También se habla en el Evangelio de dos ciegos.
 Uno de ellos recibió la vista; y el otro la recuperó;
 es decir, uno la había perdido, y el otro había
 nacido ciego. El que había perdido la vista se atrajo
 la gran misericordia por su clamor lastimero e intenso;
 en cambio, el que había nacido ciego, sin pedir nada,
 recibió la iluminación del que era su luz. Don totalmente
 gratuito en el que la miseria brilla a la par con el portento.
 En fin, a uno le dijo: tu fe te ha salvado; al otro, en cambio,
 no. Leo también tres resurrecciones: dos al poco de morir,
 y una después de cuatro días de enterrado. De los
 tres casos sólo aquella niña que estaba aún én casa de
 cuerpo presente fue resucitada por causa de las oraciones de
 su padre; los otros dos casos fueron un asombroso derroche
 de bondad.

CAPÍTULO LV


Del mismo modo, si aconteciera, lo que Dios no permita,
 que alguno de nuestros hermanos muriese, no en el cuerpo,
 sino en el alma, mientras todavía está entre nosotros,
 yo pecador, con mis oraciones y las de todos
 los hermanos, importunaría una y otra vez al Salvador.
 Si reviviera, habríamos ganado al hermano.

 Pero si no merecemos ser escuchados, al no poder
 soportarnos mutuamente los vivos y los muertos, enterraremos
 al difunto. Pero  yo le seguiré llorando entrañablemente, aunque        ya no rezaré
 con plena confianza. No me atreveré a decir en alta voz: 
 "Ven, Señor, y resucita a nuestro muerto". Temblando, con
  el corazón en vilo, no cesaré de exclamar interiormente: 
 "Tal vez el Señor atienda el deseo de los humildes y  su
 oído escuche los anhelos del corazón". Y aquello otro: ¿Harás
 tú maravillas con los muertos? ¿Se alzarán las sombras
 para darte gracias? Y sobre el que lleva cuatro días encerrado:
  ¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia o tu fidelidad en
 el reino de la muerte? Mientras tanto, el Salvador,  si
 quiere, puede repentina e inesperadamente 
 hacérsenos encontradizo y conmoverse, no por las oraciones,            sino por las lágrimas de los que llevan al difunto; y, por
 fin, devolverle la vida; o si ya está sepultado, llamarle de entre 
los muertos. 

 He llamado muerto a aquel que, excusando sus pecados,
 ha incurrido ya en el octavo grado. En efecto, un muerto,
 puesto que no existe, es incapaz de confesar sus pecados
. Quien traspasa el umbral del décimo grado de soberbia, 
que es el tercero comenzando a contar por el octavo, 
se le expulsa de la fraternidad del monasterio y se le 
saca a enterrar en el sepulcro de la libertad de pecar. 
Después de pasar el cuarto, contando siempre a partir del 
octavo, se es ya cadáver de cuatro días; y al incurrir en el
 quinto por la costumbre de pecar, se le entierra.


CAPÍTULO LVI: GRADOS DE HUMILDAD Y

 ORGULLO



CAPÍTULO 56

    Nunca ha de cesar en nuestros corazones la oración por esos tales, aun cuando no nos atrevamos a hacerlo públicamente. Pablo también lloraba por los que habían muerto impenitentes. Y aunque ellos mismos se excluyen de las oraciones comunitarias, no les podemos marginar de nuestra compasión como hermanos. Consideren ellos mismos el gran peligro en que se encuentran; porque la Iglesia, que ora confiadamente por los judíos, los herejes y los gentiles, no se atreve a orar públicamente por ellos. Y el día de Viernies Santo, que ora expresamente por toda clase de pecadores, no hace mención alguna de los excomulgados.


CAPÍTULO LVII Y FINAL GRADOS DE HUMILDAD Y ORGULLO

ULTIMO CONTACTO CON EL DESTINATARIO

Tal vez digas, hermano Godofredo, que he redactado un tema muy distinto del que tú me habías pedido y que yo te prometí. Te puede dar la impresión de que, en lugar de los grados de humildad, he descrito los grados de soberbia. Considera mis razones: no he podido enseñar cosa distinta de lo que aprendí. No me ha parecido conveniente describir las subidas, pues tengo más experiencia de las bajadas. Que San Benito te exponga los grados de humildad, grados que él dispuso, primero, en su corazón. En cuanto a mí, sólo puedo proponerte el orden que he seguido en mi bajada. Si reflexionas seriamente sobre esto, tal vez encuentres aquí tu propio camino de subida. Si tú, en camino hacia Roma, te encuentras con un hombre que viene de allí, y le preguntas la dirección que lleva a la Urbe, ¿qué mejor contestación puede darte que indicar su camino ya recorrido? Cuando te nombra castillos, villas y ciudades, ríos y montes por los que ha pasado, te está indicando su camino y al mismo tiempo trazándote el tuyo. Al reemprender la marcha, irás reconociendo esos mismos lugares por  los que ese hombre acaba de pasar.

Valga este símil. En mi descenso probablemente encontrarás los grados ascendentes; y al subirlos, los reconocerás muchísimo mejor en tu corazón que en este opúsculo mío.