Noé, Daniel y Job cruzan el mar de tres modos distintos: en barca, por un puente y a nado.
Todos sabemos que hay tres clases de hombres que alcanzan la libertad cruzando, cada uno de un modo distinto, este mar inmenso, símbolo de esta vida llena de molestias y oleajes. Son Noé, Daniel y Job. El primero lo cruza en una nave, el segundo por un puente y el tercero nadando. Estos tres hombres representan tres estados de vida en la Iglesia: Noé dirigía el arca para no morir durante el diluvio. En él reconozco sin vacilar la misión de los que gobiernan la Iglesia. Daniel es el varón de deseos, entregado a la abstinencia y castidad: el prototipo de los que se consagran exclusivamente a Dios en la penitencia y continencia. Job administra sabiamente las riquezas del mundo en la vida matrimonial, representa al pueblo cristiano que posee honestamente los bienes terrenos.
Trataremos del primero y del segundo, porque tenemos aquí presentes a nuestros venerables hermanos y coabades que pertenecen a la jerarquía, y también se hallan algunos monjes, que viven en la condición de penitentes. Nosotros los abades no podemos olvidar que también pertenecemos a ese estado, a no ser que -Dios no lo permita-por los privilegios de nuestro ministerio olvidemos nuestra profesión.
No me entretengo en el tercero, es decir, los que viven en el matrimonio, porque apenas nos atañe a nosotros. Estos atraviesan el océano a nado, lanzados a una aventura llena de fatigas y peligros; y a una travesía inmensamente grande y desprovista de caminos. Es un viaje muy arduo, como lo vemos por tantos como lloramos por perdidos, y los muy pocos que llegan a la meta. Ciertamente, es muy difícil, sobre todo en estos tiempos invadidos de maldad, sortear las tormentas de los vicios y los abismos del pecado entre el oleaje del mundo.
El estado de los continentes lo cruza por un puente que es, como todos comprendemos, el camino más corto, fácil y seguro. Omito las alabanzas y me limito a indicar los peligros, que es mucho mejor y más provechoso.
Queridos hermanos: habéis tomado un camino muy reco y más seguro que el del matrimonio; pero no está plenamente garantizado. Os asechan tres peligros: compararos con otros, mirar hacia atrás o intentar detenerse y plantarse en medio del puente. Ese puente es tan estrecho que no permite hacer eso. El camino que lleva a la vida es muy angosto. Contra el primer peligro, oremos cada uno de nosotros como el Profeta, para que no nos domine el orgullo, porque ahí fracasan los malhechores. El que echa mano al arado y después mira atrás, resbalará muy pronto y se hundirá en el océano. El que se para, aunque no abandone la Orden, y finja deseos de seguir adelante, acabará siendo derribado y arroyado por los que vienen detrás. El sendero es muy estrecho, y ese tal es un estorbo para los que quieren caminar y avanzar. Discuen continuamente con él, le reprenden, no soportan su flogedad y tibieza; le aguijonean y empujan, por así decirlo, con sus manos; y una de dos: o se decide a caminar o se pierde sin remedio.
Por eso no nos conviene retardar el paso, y mucho menos aún fijarnos en los otros o compararnos con ellos. Corramos humildemente y avancemos sin cesar, no sea que perdamos de vista al que salió como un héroe a recorrer su camino. Si somos sensatos, procuraremos mirarle sin cesar, atraídos por su fragancia, y el camino se nos hará más ligero y agradable.
A pesar de ello los decididos a correr no encuentran demasiado estrecho este puente. Está formado de tres buenos troncos de madera, apoyándose bien en ellos no hay peligro de resbalar. Son a mortificación corporal, la pobreza de bienes de este mundo y la humilde obediencia. Ya sabemos que, es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. Y que los que quieren enriquecerse en esta vida, caen en la tentación y en el lazo del diablo. Además, el que se apartó de Dios por la desobediencia puede volver a Él por el camino recto y seguro de la obediencia. Estas tres cosas deben estar muy ensanbladas. Porque la penitencia corporal vacila envuelta en riquezas y si le falta la obediencia, puede caer fácilmente en la indiscreción. Una pobreza rodeada de placeres y egoismo es pura ilusión. Una obediencia cubierta de riquezas y regalos no es sólida ni merece recompensa.
Pero si las practicas con un sabio equilibrio logragrás evitar los tres peligros de este mar: los bajos apetitos, los ojos insaciables y la arrogancia del dinero. Insiso en que deben practicarse con mucho equilibrio; es decir: la penitencia esté libre del mal humor, la pobreza sin ansias de poseer y la obediencia limpia de propia voluntad. Recordemos aquellos murmuradores que perecieron mordidos por las serpientes; y que los que quieren hacerse ricos -no dice los que son ricos, sino los que pretenden ser-, caen en el lazo del diablo.
Y qué diremos de aquel -Dios no lo permita- que desprecia las riquezas y busca los halagos de la pobreza con la misma pasión o mucho más afán con que los mundanos apetecen las riquezas. ¿Qué diferencia existe en desear una cosa u otra si el afecto está desordenado? Incluso parece más lógico hacer objeto de nuestro deseo aquello que atrae a la mayoría. Por eso, todo el que intenta conseguir directa o indirectamente, que su padre espiritual le mande lo que el quiere, se engaña a sí mismo si presume de ser obediente. En este caso no es él quien obedece al superior, sino el superior a él.
Pero recodemos aquel consejo del Salvador: la medida que uséis la usarán con vosotros. Por eso el que da a manos llenas merece que le devuelvan una medida generosa, colmada, remecida y rebosante. Cierto, para la salvación basta llevar con paciencia las molesias corporales; pero lo ideal es abrazarse gustosamente a ellas con fervor de espíritu. También podemos contentarnos con no buscar lo superfluo e incluso no murmurar cuando nos falta lo necesario; pero es mucho más perfecto alegrarse y hacer todo lo posible para que el prójimo tenga lo necesario, aunque nosotros sintamos la penuria. Y también está permitido, sin poner en peligro la salvación, intentar que el superior te mande lo que tu deseas, con tal que actúes con paciencia y lealtad; pero lo superas con creces si huyes de todo cuanto alaga a la propia voluntad, siempre que ésto lo permita una conciencia recta.
Los prelados son sin duda alguna, los que se internan en naves por el mar, comerciando por las aguas inmensas. No están condicionados por la estrechez del puente ni las fatigas del nadar, sino que pueden bogar en todas direcciones y acudir en ayuda de quien los necesite. Pueden dirigir a los que avanzan por el puente o nadando, orientar a los adelantados, prever y evitar los escollos, espolear a los tibios y animar a los débiles. Tan pronto suben al cielo como bajan al abismo, porque unas veces tratan cosas muy espirituales y otras juzgan acciones horribles e infernales.
¿Y habrá alguna nave capaz de resistir un oleaje tan embravecido y no zozobrar en medio de tantos peligros? Sí, el amor es fuerte como la muerte y la pasión es tan cruel como el abismo. Por eso se nos dice a renglón seguido que las aguas torrenciales no podrán apagar el amor. Los superiores necesitan esta nave, construida con esas tres paredes laterales que tienen todos los barcos, y que en frase de Pablo son el amor que brota de un corazón limpio, de una conciencia honrada y de una fe sentida. La pureza del corazón del prelado consiste en querer servir más que residir. En el desempeño de su cargo no busque su interés ni los honores del mundo, o cosa parecida, sino agradar a Dios y salvar almar.
Además de esta intención pura necesita también una vida intachable; de este modo se convierte en modelo de su grey, porque enseña más con sus obras que con sus palabras, y según la regla de nuestro Maestro, cuando indique a sus discípulos que es nocivo, muéstreles con su conducta que no deben hacerlo. En caso contrario, el hermano aquien reprende podría murmurar y decir: Médico, cúrate a ti mismo. Dar pie para ello sería el desprestigio del sperior y un daño enorme para los súbditos.
Y al hablar así yo no presumo de haber evitado siempre esto. Lo hago porque la Verdad nos recuerda con insistencia a mí y a todos que el superior debe ser irreprensible, y capaz siempre de responder como el Señor a quienes le injurian: ¿Quién de vosotros puede acusarme de algo? Nosotros no podemos liberarnos totalmente del pecado en esta vida miserable; pero lo que el maestro reprenda en sus discípulos debe evitarlo con suma diligencia.
En consecuencia, sus pensamientos más íntimos vayan acordes con sus costumbres. No aparezca humilde en su porte exterior y sea altivo en s corazón, presumiendo de sabiduría, virtud o santidad. Esto sería una fe fingida, porue no confía exclusivamente en la misericordia del Señor con una actitud humilde.
Fijaos qué bien concuerdan con estas tres cualidades -pureza de corazón, conciencia honrada y fe sentida- aquellas otras palabras del mismo Apóstol: A mí me importa muy poco que me exijáis cuentas vosotros o un tribunal humano, etc. Ni siquiera yo me las pido, sigue diciendo, porque la conciencia no me reprocha de que busco mis intereses, sino los de Jesucristo.
Tampoco me importa nada que vosotros me tengáis como hombre de conciencia honesta y vida intachable. Quien me pide cuentas es el Señor. Con lo cual afirma que sólo en él pone su confianza, y que se humilla ante la mano poderosa de Dios. Dime ahora si podemos comparar todo esto con aquella triple pregunta de Jesús a Pedro, y si no se reduce prácticamente a ¿me amas?, ¿me amas? En realidad se trata de un amor que le brota de un corazón limpio, de una conciencia honrada y de una fe sentida. Con razón se exige amor al que va en la barca, para convertirlo en pescador de hombres.
El estado de los continentes lo cruza por un puente que es, como todos comprendemos, el camino más corto, fácil y seguro. Omito las alabanzas y me limito a indicar los peligros, que es mucho mejor y más provechoso.
Queridos hermanos: habéis tomado un camino muy reco y más seguro que el del matrimonio; pero no está plenamente garantizado. Os asechan tres peligros: compararos con otros, mirar hacia atrás o intentar detenerse y plantarse en medio del puente. Ese puente es tan estrecho que no permite hacer eso. El camino que lleva a la vida es muy angosto. Contra el primer peligro, oremos cada uno de nosotros como el Profeta, para que no nos domine el orgullo, porque ahí fracasan los malhechores. El que echa mano al arado y después mira atrás, resbalará muy pronto y se hundirá en el océano. El que se para, aunque no abandone la Orden, y finja deseos de seguir adelante, acabará siendo derribado y arroyado por los que vienen detrás. El sendero es muy estrecho, y ese tal es un estorbo para los que quieren caminar y avanzar. Discuen continuamente con él, le reprenden, no soportan su flogedad y tibieza; le aguijonean y empujan, por así decirlo, con sus manos; y una de dos: o se decide a caminar o se pierde sin remedio.
Por eso no nos conviene retardar el paso, y mucho menos aún fijarnos en los otros o compararnos con ellos. Corramos humildemente y avancemos sin cesar, no sea que perdamos de vista al que salió como un héroe a recorrer su camino. Si somos sensatos, procuraremos mirarle sin cesar, atraídos por su fragancia, y el camino se nos hará más ligero y agradable.
A pesar de ello los decididos a correr no encuentran demasiado estrecho este puente. Está formado de tres buenos troncos de madera, apoyándose bien en ellos no hay peligro de resbalar. Son a mortificación corporal, la pobreza de bienes de este mundo y la humilde obediencia. Ya sabemos que, es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. Y que los que quieren enriquecerse en esta vida, caen en la tentación y en el lazo del diablo. Además, el que se apartó de Dios por la desobediencia puede volver a Él por el camino recto y seguro de la obediencia. Estas tres cosas deben estar muy ensanbladas. Porque la penitencia corporal vacila envuelta en riquezas y si le falta la obediencia, puede caer fácilmente en la indiscreción. Una pobreza rodeada de placeres y egoismo es pura ilusión. Una obediencia cubierta de riquezas y regalos no es sólida ni merece recompensa.
Pero si las practicas con un sabio equilibrio logragrás evitar los tres peligros de este mar: los bajos apetitos, los ojos insaciables y la arrogancia del dinero. Insiso en que deben practicarse con mucho equilibrio; es decir: la penitencia esté libre del mal humor, la pobreza sin ansias de poseer y la obediencia limpia de propia voluntad. Recordemos aquellos murmuradores que perecieron mordidos por las serpientes; y que los que quieren hacerse ricos -no dice los que son ricos, sino los que pretenden ser-, caen en el lazo del diablo.
Y qué diremos de aquel -Dios no lo permita- que desprecia las riquezas y busca los halagos de la pobreza con la misma pasión o mucho más afán con que los mundanos apetecen las riquezas. ¿Qué diferencia existe en desear una cosa u otra si el afecto está desordenado? Incluso parece más lógico hacer objeto de nuestro deseo aquello que atrae a la mayoría. Por eso, todo el que intenta conseguir directa o indirectamente, que su padre espiritual le mande lo que el quiere, se engaña a sí mismo si presume de ser obediente. En este caso no es él quien obedece al superior, sino el superior a él.
Pero recodemos aquel consejo del Salvador: la medida que uséis la usarán con vosotros. Por eso el que da a manos llenas merece que le devuelvan una medida generosa, colmada, remecida y rebosante. Cierto, para la salvación basta llevar con paciencia las molesias corporales; pero lo ideal es abrazarse gustosamente a ellas con fervor de espíritu. También podemos contentarnos con no buscar lo superfluo e incluso no murmurar cuando nos falta lo necesario; pero es mucho más perfecto alegrarse y hacer todo lo posible para que el prójimo tenga lo necesario, aunque nosotros sintamos la penuria. Y también está permitido, sin poner en peligro la salvación, intentar que el superior te mande lo que tu deseas, con tal que actúes con paciencia y lealtad; pero lo superas con creces si huyes de todo cuanto alaga a la propia voluntad, siempre que ésto lo permita una conciencia recta.
Los prelados son sin duda alguna, los que se internan en naves por el mar, comerciando por las aguas inmensas. No están condicionados por la estrechez del puente ni las fatigas del nadar, sino que pueden bogar en todas direcciones y acudir en ayuda de quien los necesite. Pueden dirigir a los que avanzan por el puente o nadando, orientar a los adelantados, prever y evitar los escollos, espolear a los tibios y animar a los débiles. Tan pronto suben al cielo como bajan al abismo, porque unas veces tratan cosas muy espirituales y otras juzgan acciones horribles e infernales.
¿Y habrá alguna nave capaz de resistir un oleaje tan embravecido y no zozobrar en medio de tantos peligros? Sí, el amor es fuerte como la muerte y la pasión es tan cruel como el abismo. Por eso se nos dice a renglón seguido que las aguas torrenciales no podrán apagar el amor. Los superiores necesitan esta nave, construida con esas tres paredes laterales que tienen todos los barcos, y que en frase de Pablo son el amor que brota de un corazón limpio, de una conciencia honrada y de una fe sentida. La pureza del corazón del prelado consiste en querer servir más que residir. En el desempeño de su cargo no busque su interés ni los honores del mundo, o cosa parecida, sino agradar a Dios y salvar almar.
Además de esta intención pura necesita también una vida intachable; de este modo se convierte en modelo de su grey, porque enseña más con sus obras que con sus palabras, y según la regla de nuestro Maestro, cuando indique a sus discípulos que es nocivo, muéstreles con su conducta que no deben hacerlo. En caso contrario, el hermano aquien reprende podría murmurar y decir: Médico, cúrate a ti mismo. Dar pie para ello sería el desprestigio del sperior y un daño enorme para los súbditos.
Y al hablar así yo no presumo de haber evitado siempre esto. Lo hago porque la Verdad nos recuerda con insistencia a mí y a todos que el superior debe ser irreprensible, y capaz siempre de responder como el Señor a quienes le injurian: ¿Quién de vosotros puede acusarme de algo? Nosotros no podemos liberarnos totalmente del pecado en esta vida miserable; pero lo que el maestro reprenda en sus discípulos debe evitarlo con suma diligencia.
En consecuencia, sus pensamientos más íntimos vayan acordes con sus costumbres. No aparezca humilde en su porte exterior y sea altivo en s corazón, presumiendo de sabiduría, virtud o santidad. Esto sería una fe fingida, porue no confía exclusivamente en la misericordia del Señor con una actitud humilde.
Fijaos qué bien concuerdan con estas tres cualidades -pureza de corazón, conciencia honrada y fe sentida- aquellas otras palabras del mismo Apóstol: A mí me importa muy poco que me exijáis cuentas vosotros o un tribunal humano, etc. Ni siquiera yo me las pido, sigue diciendo, porque la conciencia no me reprocha de que busco mis intereses, sino los de Jesucristo.
Tampoco me importa nada que vosotros me tengáis como hombre de conciencia honesta y vida intachable. Quien me pide cuentas es el Señor. Con lo cual afirma que sólo en él pone su confianza, y que se humilla ante la mano poderosa de Dios. Dime ahora si podemos comparar todo esto con aquella triple pregunta de Jesús a Pedro, y si no se reduce prácticamente a ¿me amas?, ¿me amas? En realidad se trata de un amor que le brota de un corazón limpio, de una conciencia honrada y de una fe sentida. Con razón se exige amor al que va en la barca, para convertirlo en pescador de hombres.
RESUMEN
Hay tres formas de atravesar el inmenso mar de la vida: en un arca como Noé (aquí situamos a los que toman las grandes decisiones), por un puente como Daniel (situamos aquí a los dedicados a la vida clerical y monástica) o a nado como Job, que es la forma más difícil, llena de vicisitudes, propia de los que viven en el matrimonio y en los acontecimientos que ocurren cada día. Hablaremos de las dos primeras porque nos encontramos ante gente dedicada a la vida monástica.
Lo más cómodo es atravesar el puente, pero no podemos ni deternernos, ni mirar atrás ni compararnos con os otros. Será necesario atravesarlo con prisas.
Ese puente tiene tres bases que son la pobreza de bienes materiales, la obediencia y la mortificación corporal. Los factores forman un todo sin lo cual el puente cedería.
Hay tres amenazas que son los bajos apetitos, los ojos insaciables y la arrogancia del dinero, aunque es más peligroso perseguir su posesión que poseerlo. Incluso tener la pobreza manifiesa como objetivo es una forma de presunción.
Es importante soportar las molestias de la salud corporal, evitar la murmuración y buscar la colaboración con nuestros superiores de una manera leal.
Los prelados son los que navegan y enseñan el camino a los que atraviesan puentes y nadan. Deben actuar con corazón puro y su conducta ser un ejemplo para todos.
Que su aspecto exterior sea el reflejo de la belleza interior y que vivan en el amor de Cristo.
Hay tres formas de atravesar el inmenso mar de la vida: en un arca como Noé (aquí situamos a los que toman las grandes decisiones), por un puente como Daniel (situamos aquí a los dedicados a la vida clerical y monástica) o a nado como Job, que es la forma más difícil, llena de vicisitudes, propia de los que viven en el matrimonio y en los acontecimientos que ocurren cada día. Hablaremos de las dos primeras porque nos encontramos ante gente dedicada a la vida monástica.
Lo más cómodo es atravesar el puente, pero no podemos ni deternernos, ni mirar atrás ni compararnos con os otros. Será necesario atravesarlo con prisas.
Ese puente tiene tres bases que son la pobreza de bienes materiales, la obediencia y la mortificación corporal. Los factores forman un todo sin lo cual el puente cedería.
Hay tres amenazas que son los bajos apetitos, los ojos insaciables y la arrogancia del dinero, aunque es más peligroso perseguir su posesión que poseerlo. Incluso tener la pobreza manifiesa como objetivo es una forma de presunción.
Es importante soportar las molestias de la salud corporal, evitar la murmuración y buscar la colaboración con nuestros superiores de una manera leal.
Los prelados son los que navegan y enseñan el camino a los que atraviesan puentes y nadan. Deben actuar con corazón puro y su conducta ser un ejemplo para todos.
Que su aspecto exterior sea el reflejo de la belleza interior y que vivan en el amor de Cristo.
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