Sobre el verso décimo: "No se te acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda".
Capítulo 1
No es una opinión mía ni nueva para vosotros, sino una sentencia conocidísima, la siguiente afirmación: sobre algunos aspectos de nuestra fe se puede conocer más fácilmente e ignorar con mayor riesgo aquello que no es que lo que es en sí. Y pienso que podemos decir exactamente lo mismo, con toda propiedad, acerca de la esperanza. Porque el espíritu humano, por su experiencia de tantos males, comprende mucho más fácilmente aquello de lo que se verá libre que aquello de lo que va a gozar. Sin duda hay un parecido como de hermanos entre la fe y la esperanza: lo que la primera cree como algo futuro, la otra comienza ya a esperárselo para un más allá. Con razón, el Apóstol definió la fe como anticipo de lo que se espera, pues nadie puede esperar lo que no cree, como nadie puede pintar sobre el vacío. Y es que la fe exclama: Dios ha reservado magníficos e impensables bienes para los fieles. Y contesta la esperanza: Son para mí. Pero tercia el amor y dice: Corro a por ellos.
Mas, como ya he dicho, es dificilísimo y hasta imposible conocer la naturaleza de esos bienes a no ser que lo revele su mismo Espíritu, según aquello del Apóstol: El ojo nunca vio, ni oreja oyó, ni hombre alguno ha imaginado lo que Dios ha preparado para los que le aman. Y esto por muy perfecto que sea el hombre mientras viva en este cuerpo mortal, ya que aquí puede darse, por así decirlo, una imperfecta perfección. De lo contrario, no diría el Apóstol: Cuantos somos perfectos tengamos estos sentimientos, aunque acababa de confesar: No es que ya lo haya obtenido porque sea ya perfecto. Por eso, el mismo Pablo se ve obligado a reconocer: Ahora vemos confusamente en un espejo, mientras entonces veremos cara a rara.
Lo que más se le recomienda al hombre con cariño y fecunda insistencia es precisamente aquello para lo cual se reconoce más capaz en esta vida. Efectivamente, es propio de los afligidos considerar como la cumbre de la felicidad el liberarse de todo sufrimiento y situar la dicha perfecta en la carencia de toda desgracia. Por eso dice el Profeta en el salmo: Alma mía, recobra tu calma, que el Señor fue bueno contigo. Y, sin enumerar los demás favores recibidos para su felicidad, continúa: Arrancó mi alma de la muerte; mis ojos, de las lágrimas; mis pies, de la caída. Claramente insinúa con estas palabras la paz y el beneficio tan grande que supone para él verse liberado de tribulaciones y peligros.
Capítulo 2
Lo que hoy nos corresponde comentar sobre el salmo 90 guarda una analogía con esta afirmación. No se te acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda. Este verso, a mi parecer, es muy fácil de comprender, como quizá algunos ya lo habéis hecho. Pues no sois tan rudos ni carecéis de sentido espiritual para no distinguir instintivamente entre vuestra propia alma y vuestra tienda, o sea, entre la desgracia y la plaga. Porque escuchasteis al Apóstol decir que, cuando ya haya competido en noble lucha, será demolida en seguida su tienda. Pero ¿será necesario recordar las palabras del Apóstol? ¿Es que un soldado puede desconocer su tienda o tiene que aprender de la experiencia ajena? Hay algunos que de sus tiendas hicieron un domicilio de vergonzosa cautividad porque no luchan dentro de ellas, sino que llevan una vida de esclavitud indigna.
Es de lo más ridículo que algunos hasta se pierdan de tal manera y lleguen a tal degradación y locura espiritual, que parezcan obsesionados exclusivamente por esta tienda suya exterior. ¿Qué podemos pensar? Que no sólo desconocen a Dios, sino que se ignoran a sí mismos. Muertos en su corazón, consumen todo su afán en su propia carne y valoran su tienda como si creyeran que jamás puede desmoronarse. Pero no; se derrumbará sin remedio y, además, muy pronto.
¿Acaso no dejan entrever que se ignoran a sí mismos quienes así se entregan a la carne y a la sangre como si creyesen que no existe absolutamente nada más? En vano han recibido su alma, porque incluso no saben que la tienen. Si apartas el metal de la escoria, dice el Señor, serás mi boca. Esto es: si te esfuerzas por distinguir entre tu realidad interior y la exterior, de modo que no temas la plaga de tu tienda más que la desgracia de ti mismo. Entendiendo por desgracia la aludida en estas palabras: Apártate del mal y haz el bien. Ese mal que quita la vida a su propia vida, que crea una separación entre Dios y tú; ese mal que cuando reina, como un cuerpo sin alma, deja al alma sin Dios, muerta del todo en sí misma, igual que aquellos de quienes hablaba el Apóstol que vivieron sin Dios en el mundo.
Capítulo 3
Pero no pretendo decirte que odies tu propio cuerpo, ni mucho menos. Ámalo como un regalo de colaboración, destinado a ser el compañero de tu felicidad eterna. Por lo demás, ame el alma al cuerpo, pero sin creer que debe reducirse a ser carne, no sea que le diga el Señor: Mi Espíritu no durará siempre en el hombre puesto que es de carne. Ame el alma a su cuerpo, pero atienda mucho más a su propia vida. Ame Adán a su propia Eva, pero no la ame obedeciendo más su voz que a la de Dios. Porque tampoco le trae cuenta al cuerpo que lo ames de tal forma que, por evitarle ahora el golpe de la corrección paternal, le almacenes para luego la ira de la eterna condenación. Camada de víboras, dice Juan, ¿quién os ha enseñado a vosotros a escapar del castigo inminente? Dad el fruto del arrepentimiento. Como si dijera más claramente: Rendidle homenaje al Señor, no sea que se irrite. Palos y castigos meten en razón para que no os triture el mazo.
¿Cómo pueden decirnos los hombres carnales: Vuestra vida es una crueldad, porque no perdonáis a vuestro cuerpo? Concedido. No perdonamos a la semilla. ¿Pero podríamos ser más indulgentes con ella? ¿Qué es mejor? ¿Que se renueve y multiplique en la tierra o que se pudra en el hórreo? ¡Ay!, se pudrieron los jumentos en el estiércol. ¿Así de indulgentes sois vosotros con vuestro cuerpo? Sí; nosotros seremos crueles ahora porque no le perdonamos, pero vosotros sois mucho más crueles precisamente porque le perdonáis. Puesto que ya en el presente nuestra carne descansa en la esperanza, pero vosotros os veréis obligados a contemplar toda la ignominia que soporta la vuestra en esta vida y la miseria que le aguarda en la futura.
No se te acercará la desgracia, ni la plaga llegará a vuestra tienda. Aquí se prometen al justo como dos investiduras y cierta inmortalidad doble. ¿Cuál es la causa de la muerte sino la separación del alma y del cuerpo? Por eso se le llama al cuerpo exánime cuando ya es un cadáver. ¿Por qué se produce esta separación sino por las debilidades presentes, por la intensidad del dolor, por la alteración del cuerpo, por el castigo del pecado? Con sobrada razón, nuestra carne teme y siente repugnancia ante la plaga. De ella proviene ese divorcio demasiado amargo del alma misma, cuya compañía le brinda al cuerpo tanto gozo y honor. Pero mientras no se vea renovada debe soportarlo provisionalmente, le guste o le disguste. Conviene sufrirlo para que te liberes totalmente y no llegue después la plaga hasta tu tienda.
Capítulo 4
Como antes recordábamos y conviene tenerlo siempre presente, Dios es, sin embargo, la verdadera vida del alma. Quien los separa a ambos es el mal; pero el mal del alma, que no es otro sino el pecado. ¡Hala, hermanos! A tontear, a pasarlo bien durmiendo ociosamente con dos serpientes, vecinas nuestras y dispuestas a quitarnos las dos vidas: la del cuerpo y la del corazón. ¿Cómo podemos dormir tranquilos? Semejante abandono en tan grave peligro, ¿no delata una pérdida total de la esperanza más que nuestra seguridad?
Deberíamos desear seriamente vernos libres de ambas cosas; pero tendremos que precavernos ante el pecado más que del castigo por el pecado y eludir la desgracia con mayor vigilancia que la plaga, ya que es más nocivo y mucho más siniestro para el alma separarse de Dios que alejarse del cuerpo. Apenas se quite de en medio toda clase de pecado, al desaparecer la causa, se disipará también su efecto. Y así como no podrá ya acercársete la desgracia, tampoco la plaga podrá llegar hasta tu tienda; es decir, el castigo estará tan lejos del hombre exterior como del hombre interior la culpa. Porque no dice: No habrá en ti desgracia o plaga en tu tienda, sino: se te acercará, no llegará.
Capítulo 5
Pensemos que hay hombres en quienes no sólo habita el pecado, sino que reina en ellos. Ya no es posible que lo tengan más cerca ni más entrañado en su interior, a no ser cuando llegue a dominarlos hasta tal extremo que no dejen de poseerlos de manera alguna. Hallaremos otros en quienes todavía permanece el pecado, pero ya no prevalece en ellos o no los domina. En cierto sentido ha quedado envuelto, pero no arrojado; abatido, pero no expulsado. Sabemos que al principio no era así, porque antes de la primera transgresión del mandato no sólo no reinó el pecado en nuestros primeros padres; ni siquiera existió. Sin embargo, parece que incluso entonces lo tenían cerca, puesto que penetró tan pronto. Y hasta les amenazaba con el castigo concreto del pecado. Es más: lo tenían como a la puerta, aunque todavía no penetrara en los cuerpos, cuando les dijo: El día en que comáis del árbol del bien y del mal tendréis que morir. ¡Dichosa expectación y aparición gloriosa la nuestra! Porque la resurrección será mucho más glorificadora que nuestra situación anterior: jamás podrá reinar o habitar en nuestra alma ni culpa ni desgracia, ni plaga ninguna. No se te acercará la desgracia ni la plaga llegará hasta tu tienda. Nada tan lejano para nosotros como aquello que no puede ni siquiera acercarse nunca.
Capítulo 6
Pero ¿qué hacemos, hermanos? Temo ser descubierto, porque nuestro gran y común Abad, mío y vuestro, determinó que a estas horas nos dediquemos al trabajo manual y no a escuchar sermones. Pero confío que su bondad nos disculpe, porque recordará precisamente aquella piadosa trampa que el monje Román hacía para servirle durante tres años cuando vivía escondido en la cueva, como podemos leerlo: Hurtaba piadosamente unas horas a la vigilancia de su abad y en días convenidos llevaba a Benito el pan que a hurtadillas podía sustraer de su comida. Yo sé ciertamente, hermanos, que muchos entre vosotros gozan de abundante delicia espiritual y que personalmente no me privo de lo que a vosotros os entrego. Al contrario, lo comparto con vosotros para saborear mejor y con mayor garantía todo lo que Dios me da. Porque este sustento no mengua repartiéndolo, más bien aumenta al servirlo.
Y si alguna vez os hablo a horas no acostumbradas en la Orden , no lo hago caprichosamente, sino con el consentimiento de nuestros venerables hermanos y coabades. Incluso ellos me lo mandan, aunque de ningún modo quieren que se me permita hacerlo sin discriminación alguna. Reconocen que en mi caso existe un motivo y una especial oportunidad, pues ahora no estaría hablándoos si pudiera trabajar con vosotros. Lo cual haría más eficaz mi palabra, y así mi conciencia lo asumiría mejor. Pero no me es posible por culpa de mis pecados y por tantas enfermedades de este mi oneroso cuerpo, como bien sabéis, Y por la premura de mi tiempo. ¡Ojalá merezca entrar, aunque sea el último, en el Reino de Dios, a pesar de que no cumplo lo que predico!
RESUMEN: podemos comparar a nuestro cuerpo con la tienda del soldado. La desgracia es el pecado. La plaga es el castigo. El espíritu humano, por su experiencia, comprende mucho más facilmente aquello de lo que se verá libre que aquello de lo que va a gozar. Es propio de los afligidos considerar como la cumbre de la felicidad el liberarse de todo sufrimiento y situar la dicha perfecta en la carencia de toda desgracia. Según el salmo 90, para la persona virtuosa no se acercará la desgracia (el pecado) ni la plaga (el castigo) llegará hasta tu tienda. El Apóstol nos dice que cuando haya competido en noble lucha, será demolida enseguida su tienda (su cuerpo). La tienda es importante, pero "palos y castigos meten en razón para que no os triture el mazo". Tendremos que precavernos ante el pecado más que del castigo por el pecado y eludir la desgracia con mayor vigilancia que la plaga, ya que es mucho más siniestro para el alma separarse de Dios que recibir su castigo.
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