DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XI
Capítulo 11
Ahora
nos interesa saber quiénes pueden consolarse con el recuerdo de
Dios. Por supuesto no los rebeldes y contumaces, a quienes van
dirigidas estas palabras: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya
tenéis vuestro consuelo!, sino esos otros que pueden decir de
verdad: Rehusó consolarse mi alma, añadiendo también: Pero me
acordé de Dios y me deleité. Justo es que, por no gozar de
su presencia, se recreen con el recuerdo de sus bienes futuros ; y
que cuantos rechazan el consuelo de lo transitorio se sientan
compensados con el recuerdo de la eternidad. Estos son los que
buscan al Señor; no los que buscan sus intereses, sino el rostro
del Dios de Jacob. Los que buscan a Dios y anhelan su presencia,
gozan de su continuo y dulce recuerdo, no para saciarse, sino para
suspirar por la saciedad plena. Precisamente el que es nuestro
verdadero alimento lo dice de sí mismo : El que me come, siempre
quedará con hambre de mí. Y uno que se alimentó de él, exclama:
Me saciaré cuando aparezca tu gloria.
Dichosos
ya desde ahora los que tienen hambre y sed de justicia, porque
llegará un día en que ellas, y no otros, se verán saciados. ;Ay
de ti; generación malvada y perversa! ;Ay de ti, pueblo necio e
insensato, que sientes náuseas con su recuerdo te horrorizas con su
presencia! Es justo, porque no quieres liberarte ahora de la trampa
del cazador; los que apetecen hacerse ricos en este mundo, caen en
los lazos de diablo; tampoco podrás evadirte un día de aquella
espantosa palabra. Duras y terribles palabras : Id, malditos, al
fuego eterno. Son mucho más tremendas que aquellas otras que
escuchamos al celebrar todos los días el memorial de su pasión en
la liturgia: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida
eterna. Es decir, el que recuerda mi muerte y, siguiendo mi ejemplo,
mortifica los miembros de su cuerpo, tiene la vida eterna. En otras
palabras: sí sufrís conmigo, reinaréis conmigo. A pesar de ello,
son muchos los que hoy no aceptan estas palabras, y se marchan
diciendo, no con la lengua, pero sí con los hechos: Este modo de
hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?
La
gente de corazón rebelde y de espíritu infiel a Dios, por confiar
más en las falaces riquezas, sufre al oír la palabra de la cruz y
le resulta insoportable el recuerdo de la pasión. Entonces, ¿cómo
podrá soportar en su presencia el peso de esta otra palabra:
Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo
y sus ángeles? Aquel sobre quien caiga esta losa quedará
aplastado.
En
cambio, la descendencia de los justos será bendita, porque con el
Apóstol, presentes o ausentes, se esfuerzan para agradar a Dios. Y
al final escucharán: Venid, benditos de mi Padre, etc. Será
entonces cuando comprendan los rebeldes de corazón, pero ya
demasiado tarde, que el yugo de Cristo es muy suave y su carga
llevadera, comparada con sus tormentos; por pura soberbia se
rebelaron, porque les pareció pesado y duro. Desgraciados vosotros,
esclavos del dinero, que no podéis gloriaros en la cruz de nuestro
Señor Jesucristo, y al mismo tiempo poner en las riquezas todas
vuestras ilusiones. No podéis alocaros tras el oro y saborear las
dulzuras del Señor. Si ahora no sentís paz al recordarle, lo
encontraréis terrible cuando lleguéis a su presencia.
DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XII
Capítulo
12
El
alma que le es fiel anhela su presencia, y con su recuerdo siente un
dulce descanso. Hasta que no sea digna de contemplar cara a cara la
gloria de su Dios, encuentra hasta encanto en la ignominia de la
cruz. Así, así es cómo la esposa paloma de Cristo descansa en
este ínterin y duerme tranquila en su parcela. Por el recuerdo de
tu inagotable dulzura, Señor Jesús, tiene ya desde ahora cubiertas
sus alas con la plata de la inocencia y de la castidad; espera
embriagarse de gozo con tu presencia, cubierta de plumas de oro,
cuando la lleven con alegría entre esplendores sagrados, para verse
inmersa en el fulgor de la sabiduría.
Por
eso exulta gozosa ya ahora y dice: Su izquierda reposa bajo mi
cabeza y con su derecha me abraza amoroso. Su mano izquierda le
evoca aquel amor incomparable, capaz de dar la vida por sus amigos;
en su derecha se le anticipa la venturosa visión prometida a esos
amigos y el gozo de estar en presencia de la Majestad. Con razón se
atribuye a la mano derecha la visión divina deificante y el gozo
infinito de su divina presencia. Lo expresa en aquel tierno cantar:
Delicias eternas junto a tu derecha. Y a la mano izquierda se le
asigna con acierto ese recordado amor presente para siempre, porque,
mientras pasa la maldad, en él reposa y descansa la esposa.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XIII
Capítulo
13
La
mano izquierda del esposo sostiene la cabeza de la esposa, para que
se recline y se apoye en él; esto es, para que las tendencias de su
espíritu no se encorven, inclinándose sacian los deseos carnales;
porque el cuerpo mortal es lastre del alma y la tienda terrestre
abruma la mente pensativa.
Pero
llegará a dominarlo mediante la meditación de la misericordia de
Dios, tan inmensa y gratuita; de su amor tan evidente y generoso; de
su clemencia tan inconcebible; de su mansedumbre tan inigualable; de
su dulzura tan maravillosa. La consideración asidua de estas
realidades inflamará su espíritu, purificándolo de todo amor
perverso y lo conmoverá profundamente; le impulsará a despreciar
todo lo que sólo se puede apetecer cuando no se comprenden estas
realidades.
Por
eso corre ligera la esposa al buen olor de estos perfumes y ama
enardecida. Y aunque llegue a devorarle un incendio de amor, cree
amar muy poco, por sentirse tan amada. Y es verdad. ¿Qué tiene de
extraño que este puñado de polvo se entregue por entero a amar y
corresponder a un amor tan inmenso y sublime? ¿No se le adelantó
en el amor la Majestad divina, volcándose por salvarla? Tanto amó
Dios al mundo, que le dio a su único Hijo. Aquí se habla del
Padre. Al Hijo se refiere en otro lugar: Se entregó a la muerte. Y
del Espíritu Santo nos dice el Hijo: el Espíritu Santo que el
Padre enviará en mi en mi nombre, os lo enseñará todo y os irá
recordando lo que yo os he dicho. Dios ama, y nos ama con todo su
ser, porque nos ama toda la Trinidad, si podemos expresarnos así
tratándose del infinito, incomprensible y esencialmente simple.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XIV
Capítulo
14
Quien
considere todo esto, creo que comprenderá por qué se debe amar a
Dios, es decir, por qué merece ser amado. El incrédulo que rechaza
al Hijo, tampoco posee al Padre ni al Espíritu Santo. El que no
honra al Hijo no honra al Padre que le envió ni al Espíritu
Santo su enviado. No es extraño que quien menos conoce menos ame.
De todos modos, no ignora que se debe por entero a quien conoce como
creador suyo.
¿Y
qué puedo hacer yo, si acepto a mi Dios como gracioso dueño de mi
vida, generoso administrador, consolador compasivo, guía solícito
y redentor incomparable, salvador eterno que me enriquece y
glorifica? Escuchemos las Escrituras: De Él viene la redención
copiosa. Entró una vez en el santuario, realizada la redención
eterna. Hablando de su protección, dice el salmista: No desampara a
sus santos, los guardará por toda la eternidad. Y con relación a
su generosidad: Una medida buena, apretada, colmada, rebosante, será
derramada en vuestro seno. En otro lugar: lo que ojo nunca vio, ni
oreja oyó, ni hombre alguno ha imaginado, Dios lo ha preparado para
los que le aman. Respecto a la gloria: esperamos al Salvador y Señor
Jesucristo, que transformará la bajeza de nuestro ser,
reproduciendo en nosotros el esplendor del suyo. Los padecimientos
del tiempo presente no son nada comparados con la gloria que va a
revelarse, reflejada en nosotros. Nuestras penalidades momentáneas
y ligeras nos producen una riqueza eterna, una gloria que las
sobrepasa desmesuradamente; y nosotros no ponemos la mira en lo que
se ve, sino en lo que no se ve.
De DILIGENDO DEO. CAPÍTULO XV
Capítulo
15
¿Cómo
podré corresponder yo con el Señor por todos estos beneficios? La
razón y la justicia natural obligan a entregarse sin reservas a
aquel de quien todo lo hemos recibido, amándole con todo nuestro
ser. Pero la fe me intima a amarle mucho más porque me hace ver
claramente que debo amarle más que a mi mismo. No sólo me ha dado
todo lo que soy, sino que se me ha entregado a sí mismo. No había
llegado aún el tiempo de la fe, ni se había manifestado Dios en la
carne, ni había muerto en la cruz, ni había resucitado del
sepulcro, ni había vuelto al Padre no nos había entregado todavía
su gran amor, ese gran amor del que tanto hemos hablado ya habíamos
recibido el mandamiento de amar al Señor nuestro Dios, para amarle
con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas
nuestras fuerzas. Es decir, con todo lo que somos, sabemos y
podemos.
No
es injusto Dios al pedirnos esto, ya que en último término nos
reclama lo que ha hecho en nosotros y lo que nos ha dado. Si pudiera
hacerlo, ¿no amaría el artista la obra de sus manos, y con todas
sus fuerzas, puesto que todo se lo debe a él? Pero, en nuestro
caso, Dios, además, nos sacó de la nada v nos regaló
gratuitamente nuestra dignidad humana. Esto aumenta nuestra deuda de
amor y prueba cuan justamente nos lo pide. ¿No elevó al infinito
sus favores y derrochó su misericordia cuando salvó a hombres y
animales? Si me debo a él por entero al haberme creado, ¿qué no
haré por haberme creado de nuevo y de un modo tan admirable? La
reparación no fue tan fácil como la creación: Lo mandó y fueron
creado el hombre y todo cuando existe.
Pero
el que hizo en mí tantas maravillas con una sola palabra, para
restaurarme tuvo que hablar mucho, hacer muchos milagros y padecer
en duros trabajos, no sólo duros, sino hasta indignos. ¿Cómo
pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? En su primera obra
me dio mi propio ser, en la segunda el suyo. Y al dárseme a mí; me
devolvió lo que yo era. Si me había dado el ser y me lo ha
devuelto, me debo a él por mí, y por doble motivo. ¿Qué puedo
ofrecerle a Dios por Dios mismo? Aunque me ofrezca mil veces, ¿qué
soy yo comparado con él?
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XVI
Capítulo
16
Al
llegar a este punto, fíjate en qué medida más aún, cómo merece
Dios ser amado por encima de toda medida. Vuelvo a resumir
brevemente lo que ya he dicho. El nos amó primero. El, tan excelso,
tan extraordinaria y gratuitamente, a nosotros, tan ruines y pobres
como somos. Dije también que la medida del amor a Dios es amarle
sin medida. Por otra parte, el objeto de nuestro amor a Dios es él
mismo, un ser inmenso e infinito. ¿Cuál será la meta y medida de
nuestro amor? ¿Y si nuestro amor no puede ser algo que se ofrece
gratuitamente, sino una deuda a la que se responde? Nos ama la
Inmensidad, la Eternidad y el Amor, que supera toda comprensión.
Ama Dios, cuya grandeza es infinita, cuya sabiduría es ilimitada,
cuya paz supera todo entendimiento. Y nosotros. le responderemos con
medida. ¡Cuánto te amo, Señor, mi fortaleza, mi alcázar, mi
libertador! Eres lo más deseable y amable que puede imaginarse.
¡Dios mío, ayuda mía! Te amaré según tu me lo concedas y yo
pueda, mucho menos de lo debida, pero no menos de lo que puedo. No
puedo amar como debo ni me obliga a más de lo que puedo. Podré más
si aumentas mi capacidad, mas nunca llegaré a lo que te mereces.
Tus ojos veían mi insuficiencia; pero en tu libro están todos
registrados: los que hacen todo cuanto pueden, aunque no
pueden hacer cuanto deben.
Con
esto queda bien explicado, a mi parecer, cómo debemos amar a Dios,
y qué méritos tiene para ello. Hablo de los méritos que tiene, y
no de cuán excelentes sean. Porque nadie es capaz de comprenderlos,
sentirlos y expresarlos.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XVII
Capítulo
17
Veamos
ahora cuánto nos beneficia este amor. Pero ¿existe comparación
posible entre lo que vemos y la realidad? A pesar e ello, no
vamos a dejar de considerarlo, aunque no sea exactamente como lo
vemos. Cuando nos preguntábamos, hace unos momentos, por qué y
cómo debe ser amado Dios, dije que la pregunta abarca dos aspectos
distintos. ¿Por qué? Es decir, por qué razones debemos amarle y
cuáles son las consecuencias que se derivan en favor nuestro. Ya he
hablado antes de los derechos de Dios, no como se lo merece, sino
como yo fui capaz de expresarme. Ahora debo decir algo sobre el
premio que Dios otorgará a los que le aman.
PREMIOS AL AMOR DE DIOS
Quien
ama a Dios no queda sin recompensa, aunque debamos amarle sin tener
en cuenta ese premio. El amor verdadero no es indiferente al premio,
pero tampoco debe ser mercenario, pues no es interesado. Es un
afecto del corazón, no un contrato. No es fruto de un pacto, ni
busca nada análogo. Brota espontáneo y se manifiesta libremente.
Encuentra en sí mismo su satisfacción. Su premio es el mismo
objeto amado. Si quieres una cosa por amor de otra, amas sin duda
aquello que busca tu amor, pero no amas los medios que utilizas para
conseguirlo. Pablo no predica para comer: come para predicar; porque
el objeto de su amor no es comer, sino anunciar el Evangelio. El
auténtico amor no busca recompensa, pero la merece. Al que todavía
no ama, se le estimula con un premio; al que ya ama, se le debe; y
al que persevera en el amor, se le da.
En
la vida ordinaria atraemos con promesas y premios a los que se
resisten, no a los que se deciden espontáneamente. ¿Se nos ocurre
ofrecer una recompensa a los que están deseando realizar una cosa?
Nadie, por ejemplo, da dinero al hambriento para que coma, ni al
sediento para que beba, ni menos aún a una madre para que dé de
mamar al hijo de sus entrañas. ¿Estimulamos con ruegos o salarios
a una persona para que cerque su viña, cave la tierra de sus
árboles o construya su propia casa? Con mayor razón, quien
ame a Dios no buscará otra recompensa para su amor qué no sea el
mismo Dios. Si espera otra cosa, no ama a Dios, sino aquello que
espera conseguir.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XVIII
Capítulo
18
Todos
los seres dotados de razón, por tendencia natural, aspiran siempre
a lo que les parece mejor, y no están satisfechos si les falta algo
que consideran mejor. Por ejemplo quien tiene una esposa ve y, se le
van los ojos y el corazón tras otras más hermosas; quien viste
buenas ropas, quiere otras mejores; el rico envidia a otro más
rico; el que posee grandes fincas y herencias, sigue adquiriendo
campos y más campos, aumentando su hacienda con increíble avidez;
los que viven en mansiones regias y grandes palacios, no cesan de
ampliar los edificios, y llevados de su capricho, derriban,
construyen y los cambian de forma. ¿Qué diremos de los hombres
encumbrados en el honor? ¿No los vemos insaciables de ambición y
ávidos de los más altos puestos? Resulta que nunca consiguen lo
que desean, porque en estas cosas nunca existe lo absolutamente
bueno y perfecto. Lo cual no es nada extraño. Es imposible que
encuentre felicidad en las realidades imperfectas y vanas quien no
la halla en lo más perfecto y absoluto. Por eso es una gran necedad
y locura anhelar continuamente lo que no puede saciar ni aquietar el
apetito.
Poseas
lo que poseas, codiciarás lo que no tienes, y siempre estarás
inquieto por lo que te falta. El corazón se extravía y vuela
inútilmente tras los añosos halagos del mundo. Se cansa y no
se sacia, porque todo lo devora con ansiedad, y le parece nada en
comparación con lo que quiere conseguir. Se atormenta sin cesar por
lo que no tiene y no disfruta en paz de lo que posee.
¿Hay alguien capaz de conseguirlo todo? Lo poco que se puede
alcanzar, y a fuerza de trabajo, se posee con temor; se desconoce
cuándo se perderá con gran dolor;y es seguro que un día se tendrá
que dejar. Ved qué camino tan recto toma la voluntad extraviada
para conseguir lo mejor y cómo corre a lo único que puede
saciarla. En estos rodeos, la vanidad juega consigo misma, y la
maldad se engaña a sí misma. Si quieres alcanzar así tus deseos,
esto es, si pretendes lograr lo que te sacie plenamente, ¿qué
necesidad tienes de intentar otras cosas? Corres a ciegas y
encontrarás la muerte perdido en ese laberinto, y totalmente
defraudado.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XIX
Capítulo
19
Así
se enredan los malvados. Quieren satisfacer sus apetitos naturales,
y rechazan neciamente los medios que les conducen a ese fin : no el
fin en el sentido de extinción y agotamiento, sino como plenitud
consumada. No consiguen un fin dichoso, sino que se agotan en vanos
esfuerzos. Se deleitan más en la hermosura de las criaturas que en
su creador. Mariposean de una en otra y quieren probarlas todas; no
se les ocurre acercarse al Señor de todas ellas. Estoy cierto que
llegarían a él si pudieran realizar su deseo, es decir, poseer
todas las cosas, menos al que es origen de todas. La fuerza misma de
la ambición le impulsa a preferir lo que no posee por encima de lo
que tiene y despreciar lo que posee en aras de lo que no tiene. Una
vez alcanzado y despreciado todo lo del cielo y de la tierra, se
lanzaría impetuoso al único que le falta, al Dios del universo.
Aquí sí descansaría, libre de los halagos del presente y de las
inquietudes del futuro Y exclamaría: Para mí lo bueno es estar
junto a Dios. ¿A quién tengo yo en el cielo? Contigo, ¿qué me
importa la tierra? Dios es la roca de mi espíritu y mi lote
perpetuo. De este modo, como hemos explicado, todos los ambiciosos
llegarían al bien supremo, si pudieran gozar antes de todos los
bienes inferiores.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XX
Capítulo
20
Pero
es imposible por la brevedad de la vida, por nuestras pocas fuerzas
y porque son muchos los que lo apetecen. ¡Qué camino tan escabroso
y qué esfuerzo tan agotador espera a los que quieren satisfacer sus
apetitos! Nunca alcanzan la meta de sus deseos. ¡Si al menos se
contentaran con desearlos en su espíritu, y no querer
experimentarlos! Les sería más fácil y provechoso. El espíritu
del hombre es mucho más rápido y perspicaz que los sentidos
corporales; su misión es adelantarse a éstos en todo, para que los
sentidos sólo se detengan en lo que el espíritu les dice que es
útil. Por eso creo que se ha dicho: Probadlo todo y quedaos con lo
bueno, es decir, el espíritu cuide de los sentidos y éstos no
cedan a sus deseos sin la aprobación del espíritu.
En
caso contrario no subirás al monte del Señor, ni habitarás en su
santuario, porque prescindes de tu alma, un alma racional. Sigues
tras los instintos como los animales, y la razón permanece
inactiva, sin oponer resistencia. Aquellos, pues, cuyos
pasos no están iluminados por la luz de la razón, corren, es
cierto, pero sin rumbo y a la deriva; desprecian el consejo del
Apóstol y no corren de modo que puedan alcanzar el premio. ¿Cómo
lo van a conseguir si antes quieren poseer todo lo demás? Sendero
tortuoso y lleno de rodeos, querer gozar primero de todo lo que se
les ofrece.
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