DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXI
Capítulo
21
El
justo no piensa así. Percibe las tribulaciones de tantos
descaminados; pues son muchos los que eligen el camino ancho que
lleva a la muerte. Pero escoge para sí otro camino más seguro sin
desviarse a la derecha ni a la izquierda. Así lo atestigua el
Profeta: La senda del justo es recta. Tú allanas el sendero del
Justo. Toman un atajo muy práctico y evitan la molestia de tantos
rodeos inútiles. Se rigen por un criterio simple y claro : no
desear todo lo que ven, sino vender lo que poseen, y dárselo a los
pobres. ¡Dichosos los que eligen ser pobres, porque de ellos es el
reino de los cielos !
Todos
corren, pero hay mucha diferencia de unos a otros. El Señor conoce
el camino de los Justos, pero la senda de los pecadores acaba mal.
Mejor es ser honrado con poco que ser malvado en la opulencia,
porque, como dice el sabio y experimenta el necio, el codicioso no
se harta de dinero; en cambio los que tienen hambre y sed de
justicia serán hartos. La justicia es un auténtico manjar, vital y
natural, del espíritu que se guía por la razón. Por el contrario,
el dinero alimenta tanto al alma como el viento al cuerpo. Si vieras
a un hombre famélico cor la boca abierta y los carrillos hinchados,
tragando aire para saciar el hambre, ¿no lo tendrías por loco?
Mayor locura es creer que el espíritu humano pueda saciarse con
bienes materiales. Lo único que hace es inflarse. ¿Existe
proporción entre lo corporal y lo espiritual? Ni el cuerpo puede
alimentarse del espíritu ni éste de lo corporal. Bendice, alma
mía, al Señor. El sacia de bienes tus anhelos. Te llena de bienes,
te sostiene y te llena. El hace que desees, y él es lo que deseas.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXII
Capítulo
22
Dije
más arriba que el motivo de amar a Dios es Dios Y dije bien, porque
es la causa eficiente y final. El crea la ocasión, suscita el
afecto y consuma el deseo. El hace que le amemos, mejor dicho,
se hizo para ser amado. A él es a quien esperamos, él a quien se
ama con más gozo y a quien nunca se le ama en vano. Su amor
provoca y premia el nuestro. Lo precede con su bondad, lo reclama
con Justicia y lo espera con dulzura. Es rico para todos lo
que le invocan, pero su mayor riqueza es él mismo. Se dio para
mérito nuestro, se promete como premio, se entrega como alimento de
las almas santas y redención de los cautivos.
¡Señor,
qué bueno eres para el que te busca! Y ¿para el que te encuentra?
Lo maravilloso es que nadie puede buscarte sin haberte encontrado
antes. Quieres ser hallado para que te busquemos, y ser buscado para
que te encontremos. Podemos buscarte y encontrarte, mas no
adelantarnos a ti. Pues, aunque decimos: Por la mañana irá a tu
encuentro mi súplica, nuestra plegaria es tibia si no la inspiras
tú.
Y
ahora, después de haber hablado de la perfección de nuestro amor,
expliquemos su origen.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXIII
Capítulo
23
El
amor es uno de los cuatro afectos naturales. los conocemos muy bien,
y no hay por qué nombrarlos. Si proceden de la naturaleza, lo más
razonable es que sirvan, ante todo, al autor de la naturaleza. Por
eso el mandamiento primero y más importante es: Amarás al Señor
tu Dios, etc.
PRIMER
GRADO DEL AMOR: EL HOMBRE SE AMA POR SI MISMO
Como
la naturaleza es tan frágil y enfermiza, la propia necesidad le
impulsa a amarse, en primer lugar a sí misma, Es el amor carnal,
por el cual el hombre se ama a sí mismo antes que a ninguna
otra cosa. Solamente se preocupa de sí mismo, como dice la
Escritura: Primer lo es lo animal, después lo espiritual. Este amor
no se intima con ningún precepto: es innato.
¿Quién
aborrece su propia carne? Pero este amor suele deslizarse y
derramarse en exceso, y no contento con seguir el cauce materno, se
desborda e inunda los campos del placer. Inmediatamente te sale al
paso, como fuerte dique, aquel otro precepto: Amarás al prójimo
como a ti mismo. Es muy justo que quien participa de la misma
naturaleza, participe también de la gracia, sobre todo de aquella
gracia que viene con la naturaleza. Y si le resulta gravoso atender
a las necesidades de los demás e incluso complacer sus caprichos,
corríjase primero de los suyos propios, y así quedará libre de
toda culpa. Compadézcase de si mismo, todo lo que quiera, pero no
se olvide de compadecer igualmente al prójimo. La ley de la vida y
de la disciplina te impone el freno de la templanza, para que no
corras tras la concupiscencia,y te pierdas; no sea que sirvas con
los bienes naturales al enemigo del alma, que es el placer. Es mucho
mejor y más honesto compartir estos bienes con el prójimo que con
el enemigo. Si atiendes al consejo del sabio, y te apartas de las
pasiones; si escuchas al Apóstol, y te contentas con tener lo
necesario para comer y vestir; si no te pesa apartar tu amor, un
poco al menos, de los deseos de la carne que combaten contra el
alma: estoy convencido de que eso que niegas a tu enemigo, lo
compartirás sin dificultad con quien comparte su naturaleza
contigo. Tu amor, entonces, será puro y bueno: lo que niegas a tus
propios gustos, lo vuelcas en las necesidades de los hermanos: Y de
este modo, el amor carnal se convierte en social, porque se extiende
al bien común.
CAPÍTULO XXIV. DE DILIGENDO DEO
Capítulo
24
Pero
¿qué puedes hacer si, por compartir con el prójimo, vas a carecer
tú hasta de lo necesario? Pedírselo, con plena confianza, al que
da a todos con abundancia, al que abre su mano y colma de favores a
todo viviente. Es imposible que no dé gustoso lo necesario el que
tantas veces nos concede vivir en la abundancia. Además lo dice él
mismo: Buscad ante todo el reino de Dios, y todo eso se o dará por
añadidura. Promete dar lo necesario al que se priva de lo superfluo
por amor al prójimo. Buscar el reino de Dios e invocarle contra el
dominio del pecado implica llevar el yugo de la sobriedad y de la
templanza y no permitir que el pecado reine en tu cuerpo mortal. Y
es de justicia compartir los bienes de la naturaleza con el que
tiene tu misma naturaleza.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXV
Capítulo 25
Mas
para que el amor al prójimo sea perfecto, es menester que nazca de
Dios, y que él sea su causa. De otra suerte, cómo podrá amar
limpiamente al prójimo quien no le ame en Dios? Y no podrá amarle
en Dios si no ama a Dios. Conviene pues, amar primeramente a Dios ,
para amar al prójimo en él. Dios se hace amar, y hace amables
todas las cosas. Porque creó la naturaleza y la conserva. La creó
de tal modo que necesita continuamente ser atendida por su mismo
Creador. Sin él no pudo existir, ni puede subsistir. Para que la
criatura lo sepa, y no se atribuya con soberbia los beneficios
recibidos, el mismo Creador prueba al hombre con el saludable
misterio de la tribulación. Esa prueba le hace desfallecer, pero
Dios le auxilia y le libera: así Dios es glorificado, como merece,
por el hombre. Porque lo vemos escrito : Invócame en el día de la
angustia, yo te libraré, y tú cantarás mi gloria. De esta manera,
el hombre carnal y animal, que sólo sabía amarse a sí mismo,
comienza a amar también a Dios por su propio interés: experimenta
con frecuencia que en él puede todo lo que es bueno, y sin él no
puede nada.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXVI
Capítulo
26
El
hombre ama ya a Dios, pero todavía por sí mismo, no por él. Es
una gran prudencia comprender lo que uno puede por sí mismo, y lo
que puede con la ayuda de Dios, y tratar de no ofender al que te
mantiene íntegro. Mas cuando las tribulaciones son numerosas,
acudimos sin cesar a Dios, y recibimos continuamente de él la
salvación. ¿Cómo no va a enternecer esa gracia salvadora al pecho
y corazón más duro, y hacer que el hombre ame a Dios, no ya por sí
mismo, sino también por él?
TERCER GRADO DEL AMOR: EL HOMBRE AMA A DIOS POR Él MISMO
La
continua indigencia obliga al hombre a recurrir a Dios con súplicas
incesantes. Esta costumbre crea una satisfacción. Y la satisfacción
permite experimentar cuán suave es el Señor. De este modo, la
experiencia de su bondad, mucho más que el propio interés, le
impulsa a amar limpiamente a Dios. Como decían los samaritanos a la
mujer que les había anunciado la llegada del Señor: Ya no creemos
por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste
es verdaderamente el Salvador del mundo. Digamos también nosotros a
nuestra carne: Ya no amamos a Dios por tus necesidades, sino porque
nosotros mismos hemos probado y sabemos qué dulce es el Señor. La
carne habla, en cierta manera, a través de sus necesidades, y
confiesa llena de gozo los favores que experimenta en sí misma.
Quien así se siente afectado cumple sin dificultad el precepto de
amar al prójimo.
Ama
a Dios de verdad y, en consecuencia, todo lo que es de Dios. Ama con
pureza, y no le pesa cumplir un mandamiento puro, porque la
obediencia del amor purifica su corazón. Ama justamente, y se
adhiere de buen grado al mandamiento justo. Con razón es grato este
amor, pues es gratuito. Es puro, porque no se cumple sólo de
palabra y de lengua, sino con las obras y de verdad Es justo, pues
da tanto como recibe. El que así ama, ama como él es amado. Y no
busca sus intereses, sino los de Jesucristo, como él mismo buscó
los nuestros. Mejor aún, nos buscó a nosotros mismos. Así ama el
que dice: Alabad al Señor porque es bueno. Quien alaba al Señor no
porque sea bueno para él, sino porque es bueno, ése ama
verdaderamente a Dios por Dios, y no por sí. En cambio, no ama de
esta manera aquel de quien se dice: Te alabará cuando le hagas
bien. Este es el tercer grado del amor: amar a Dios por El
mismo.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXVII
Capítulo
27
Dichoso
quien ha merecido llegar hasta el cuarto grado, en el que el hombre
sólo se ama a sí mismo por Dios: Tu Justicia es como los montes de
Dios. Este amor es un monte elevado, un monte excelso. En verdad:
Monte macizo e inagotable. ¿Quién subirá al monte del Señor?
¿Quién me diera alas como de paloma, y volaría a un lugar de
reposo? Tiene su tabernáculo en la paz, y su morada en Sión. ¡Ay
de mí, que se ha prolongado mi destierro! ¿Puede conseguir esto la
carne y la sangre, el vaso de barro y la morada terrena? ¿Cuándo
experimentará el alma un amor divino tan grande y embriagador que,
olvidada de sí y estimándose como cacharro inútil, se lance sin
reservas a Dios y, uniéndose al Señor, sea un espíritu con él, y
diga: Desfallece mi carne y mi corazón, Dios de mi vida y mi
herencia para siempre? Dichoso, repito, y santo quien ha tenido
semejante experiencia en esta vida mortal. Aunque haya sido muy
pocas veces, o una sola vez, y ésta de modo misterioso y tan breve
como un relámpago. Perderse, en cierto modo, a sí mismo, como si
ya uno no existiera, no sentirse en absoluto, aniquilarse y
anonadarse, es más propio de la vida celeste que de la condición
humana. Y si se le concede esto a un hombre alguna vez y por un
instante, como hemos dicho, pronto le envidia este siglo perverso,
le turban los negocios mundanos, le abate el cuerpo mortal, le
reclaman las necesidades de la carne, se lamenta la debilidad
natural. Y lo que es más violento le reclama la caridad fraterna.
¡Ay! Tiene que volver en sí, atender a sus propias miserias y
gritar desconsolado: Señor, padezco violencia, responde por mí. Y
aquello: ;Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo
mortal?
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXVIII
Capítulo 28
Si
la Escritura dice que Dios lo hizo todo para sí mismo, llegará un
momento en que la criatura esté plenamente conforme y concorde con
su Hacedor. Es menester, pues, que participemos en sus mismos
sentimientos. Y si Dios todo lo quiso para él, procuremos también
de nuestra parte que tanto nosotros como todo lo nuestro sea para
él, es decir, para su voluntad. Que nuestro gozo no consista en
haber acallado nuestra necesidad ni en haber apagado la sed de
la felicidad. Que nuestro gozo sea su misma voluntad realizada en
nosotros y por nosotros. Cada día le pedimos en la oración: Hágase
tu voluntad en la tierra como en el cielo.
¡Oh
amor casto y santo! ¡Oh dulce y suave afecto! ;Oh pura y limpia
intención de la voluntad! Tanto más limpia y pura cuanto menos
mezclada está de lo suyo propio; y tanto más suave y dulce cuanto
más divino es lo que se siente. Amar así es estar ya divinizado.
Como la gotita de agua caída en el vino pierde su naturaleza y toma
el color y el sabor del vino; como el hierro candente y al rojo
parece tocarse en fuego vivo olvidado de su propia y
nuestra naturaleza; o como el aire, bañado en los rayos del sol, se
transforma en luz, y más que iluminado parece ser él mismo luz.
Así les sucede a los santos. Todos los afectos humanos se funden de
modo inefable, y se confunden con la voluntad de Dios. ¿Sería Dios
todo en todos si quedase todavía algo del hombre en el hombre?
Permanecerá, sin duda, la sustancia; pero en otra forma, en otra
gloria, en otro poder.
¿Cuándo
será esto? ¿Quién lo verá? ¿Quién lo poseerá? ¿Cuándo
vendré y veré el rostro de Dios? Señor, Dios mío, mi corazón te
dice: mi rostro te busca a ti. Señor, busco tu rostro.¿Cuándo
contemplaré tu santuario?
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXIX
Capítulo 29.
Yo
creo que no es posible amar al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todas tus fuerzas, mientras el corazón no se
vea libre de los cuidados del cuerpo, el alma no cese de conservarlo
y vivificarlo, y sus fuerzas, desligadas de todas las
dificultades, no se vigoricen con el poder contemple continuamente
su rostro, mientras viva ocupada y distraída, sirviendo a este
cuerpo frágil y cargado de miserias.
Este
cuarto grado de amor no espere el alma conseguirlo, o, mejor dicho,
verse agraciada con él sino en el cuerpo espiritual e inmortal, en
el cuerpo íntegro, plácido y sosegado y sumiso por entero al
espíritu. Es una gracia que procede del poder divino y no del
esfuerzo humano. Entonces -repito- obtendrá fácilmente el sumo
grado. Cuando corra de buena voluntad y con gran deseo al gozo de su
Señor, sin que le frenen los atractivos de la carne ni le turben
sus molestias. ¿Podemos pensar que los santos mártires alcanzaron
esta gracia, al menos en parte, mientras vivían en sus cuerpos
gloriosos? Una gran fuerza arrebataba interiormente sus almas, y les
hacía capaces de entregar sus cuerpos y despreciar los tormentos.
Por eso los atroces dolores pudieron turbar su serenidad, pero no se
la hicieron perder.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXX
Capítulo 30
¿Y
qué pensar de las almas que ya están libres de sus cuerpos?
Creemos que están totalmente sumergidas en aquel piélago inmenso
de la eterna luz y luminosa eternidad.
ANTES DE LA RESURRECCIóN ES IMPOSIBLE
Pero
si los muertos aspiran todavía a reunirse con sus cuerpos, como no
puede negarse, o desean y esperan recibirlos, es evidente que no se
han transformado del todo y que todavía les queda algo de sí
mismos, por poco que sea, que distrae su atención. Mientras la
muerte no quede absorbida por la victoria, y la luz perenne no
invada los dominios todos de la noche, y la gloria no resplandezca
en los cuerpos, las almas no pueden salir de sí mismas y lanzarse a
Dios. Todavía están ligadas al cuerpo, no por la vida y los
sentidos, sino por el afecto natural. Y sin él no quieren ni pueden
poseer la perfección.
Así,
pues, antes de la restauración de los cuerpos no se dará ese
desfallecer del alma, que es su estado sumo y más perfecto; si el
alma alcanzara su plenitud sin el cuerpo, no desearía ya jamás su
compañía. De este modo, el alma siempre sale beneficiada: cuando
deja el cuerpo y cuando lo vuelve a tomar. Por eso es cosa preciosa
a los ojos del Señor la muerte de sus juntos. Si la muerte es
preciosa, ¿qué será la vida, y tal vida? No hay que maravillarse
que el cuerpo glorioso aumente la dicha del alma, si recordamos que
cuando era frágil Y mortal le ayuda tanto. ¡Qué verdad más
grande pronunció el que dijo: Que Dios hace concurrir todas las
cosas para el bien de los que le aman: Al alma que ama a Dios le
sirve de mucho su cuerpo : cuando es débil, cuando está muerto y
cuando descansa. Lo primero, para hacer frutos de penitencia; lo
segundo, para su descanso; y lo tercero, para su consumación. Con
razón no se considera perfecta sin él, pues en todos los estados
colabora para su bien.
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