EL OBJETIVO DE ESTA PÁGINA

Recuperar los Sermones de San Bernardo de Claraval para facilitar su conocimiento y divulgación. Acompañar cada sermón con una fotografía, que lo amenice, y un resumen que haga más fácil la lectura. Intentar que, al final de esta aventura intelectual, tengamos un sermón para cada día del año. Un total de 365 sermones. Evidentemente, cualquier comentario será bienvenido y publicado, salvo que su contenido sea ofensivo o esté fuera del tema.

martes, 2 de junio de 2015

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULOS XXI-XXX

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXI


Capítulo 21

  El justo no piensa así. Percibe las tribulaciones de tantos descaminados; pues son muchos los que eligen el camino ancho que lleva a la muerte. Pero escoge para sí otro camino más seguro sin desviarse a la derecha ni a la izquierda. Así lo atestigua el Profeta: La senda del justo es recta. Tú allanas el sendero del Justo. Toman un atajo muy práctico y evitan la molestia de tantos rodeos inútiles. Se rigen por un criterio simple y claro : no desear todo lo que ven, sino vender lo que poseen, y dárselo a los pobres. ¡Dichosos los que eligen ser pobres, porque de ellos es el reino de los cielos ! 
   Todos corren, pero hay mucha diferencia de unos a otros. El Señor conoce el camino de los Justos, pero la senda de los pecadores acaba mal. Mejor es ser honrado con  poco que ser malvado en la opulencia, porque, como dice el sabio y experimenta el necio, el codicioso no se harta de dinero; en cambio los que tienen hambre y sed de justicia serán hartos. La justicia es un auténtico manjar, vital y natural, del espíritu que se guía por la razón. Por el contrario, el dinero alimenta tanto al alma como el viento al cuerpo. Si vieras a un hombre famélico cor la boca abierta y los carrillos hinchados, tragando aire para saciar el hambre, ¿no lo tendrías por loco? Mayor locura es creer que el espíritu humano pueda saciarse con bienes materiales. Lo único que hace es inflarse. ¿Existe proporción entre lo corporal y lo espiritual? Ni el cuerpo puede alimentarse del espíritu ni éste de lo corporal. Bendice, alma mía, al Señor. El sacia de bienes tus anhelos. Te llena de bienes, te sostiene y te llena. El hace que desees, y él es lo que deseas.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXII


Capítulo 22

  Dije más arriba que el motivo de amar a Dios es Dios Y dije bien, porque es la causa eficiente y final. El crea la ocasión, suscita el  afecto y consuma el deseo. El hace que le amemos, mejor dicho, se hizo para ser amado. A él es a quien esperamos, él a quien se ama  con más gozo y a quien nunca se le ama en vano. Su amor provoca y premia el nuestro. Lo precede con su bondad, lo reclama con Justicia y lo espera con dulzura. Es rico para todos lo  que le invocan, pero su mayor riqueza es él mismo. Se dio para mérito nuestro, se promete como premio, se entrega como alimento de las almas santas y redención de los cautivos. 
   ¡Señor, qué bueno eres para el que te busca! Y ¿para el que te encuentra? Lo maravilloso es que nadie puede buscarte sin haberte encontrado antes. Quieres ser hallado para que te busquemos, y ser buscado para que te encontremos. Podemos buscarte y encontrarte, mas no adelantarnos a ti. Pues, aunque decimos: Por la mañana irá a tu encuentro mi súplica, nuestra plegaria es tibia si no la inspiras tú.
  Y ahora, después de haber hablado de la perfección de nuestro amor, expliquemos su origen.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXIII

Capítulo 23 
  El amor es uno de los cuatro afectos naturales. los conocemos muy bien, y no hay por qué nombrarlos. Si proceden de la naturaleza, lo más razonable es que sirvan, ante todo, al autor de la naturaleza. Por eso el mandamiento primero y más importante es: Amarás al Señor tu Dios, etc. 
   PRIMER GRADO DEL AMOR: EL HOMBRE SE AMA POR SI MISMO 
  Como la naturaleza es tan frágil y enfermiza, la propia necesidad le impulsa a amarse, en primer lugar a sí misma, Es el amor carnal, por el cual el hombre se ama a sí mismo  antes que a ninguna otra cosa. Solamente se preocupa de sí mismo, como dice la Escritura: Primer lo es lo animal, después lo espiritual. Este amor no se intima con ningún precepto: es innato. 
  ¿Quién aborrece su propia carne? Pero este amor suele deslizarse y derramarse en exceso, y no contento con seguir el cauce materno, se desborda e inunda los campos del placer. Inmediatamente te sale al paso, como fuerte dique, aquel otro precepto: Amarás al prójimo como a ti mismo. Es muy justo que quien participa de la misma naturaleza, participe también de la gracia, sobre todo de aquella gracia que viene con la naturaleza. Y si le resulta gravoso atender a las necesidades de los demás e incluso complacer sus caprichos, corríjase primero de los suyos propios, y así quedará libre de toda culpa. Compadézcase de si mismo, todo lo que quiera, pero no se olvide de compadecer igualmente al prójimo. La ley de la vida y de la disciplina te impone el freno de la templanza, para que no corras tras la concupiscencia,y te pierdas; no sea que sirvas con los bienes naturales al enemigo del alma, que es el placer. Es mucho mejor y más honesto compartir estos bienes con el prójimo que con el enemigo. Si atiendes al consejo del sabio, y te apartas de las pasiones; si escuchas al Apóstol, y te contentas con tener lo necesario para comer y vestir; si no te pesa apartar tu amor, un poco al menos, de los deseos de la carne que combaten contra el alma: estoy convencido de que eso que niegas a tu enemigo, lo compartirás sin dificultad con quien comparte su naturaleza contigo. Tu amor, entonces, será puro y bueno: lo que niegas a tus propios gustos, lo vuelcas en las necesidades de los hermanos: Y de este modo, el amor carnal se convierte en social, porque se extiende al bien común.

CAPÍTULO XXIV. DE DILIGENDO DEO

Capítulo 24




  Pero ¿qué puedes hacer si, por compartir con el prójimo, vas a carecer tú hasta de lo necesario? Pedírselo, con plena confianza, al que da a todos con abundancia, al que abre su mano y colma de favores a todo viviente. Es imposible que no dé gustoso lo necesario el que tantas veces nos concede vivir en la abundancia. Además lo dice él mismo: Buscad ante todo el reino de Dios, y todo eso se o dará por añadidura. Promete dar lo necesario al que se priva de lo superfluo por amor al prójimo. Buscar el reino de Dios e invocarle contra el dominio del pecado implica llevar el yugo de la sobriedad y de la templanza y no permitir que el pecado reine en tu cuerpo mortal. Y es de justicia compartir los bienes de la naturaleza con el que tiene tu misma naturaleza.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXV




Capítulo 25

  Mas para que el amor al prójimo sea perfecto, es menester que nazca de Dios, y que él sea su causa. De otra suerte, cómo podrá amar limpiamente al prójimo quien no le ame en Dios? Y no podrá amarle en Dios si no ama a Dios. Conviene pues, amar primeramente a Dios , para amar al prójimo en él. Dios se hace amar, y hace amables todas las cosas. Porque creó la naturaleza y la conserva. La creó de tal modo que necesita continuamente ser atendida por su mismo Creador. Sin él no pudo existir, ni puede subsistir. Para que la criatura lo sepa, y no se atribuya con soberbia los beneficios recibidos, el mismo Creador prueba al hombre con  el saludable misterio de la tribulación. Esa prueba le hace desfallecer, pero Dios le auxilia y le libera: así Dios es glorificado, como merece, por el hombre. Porque lo vemos escrito : Invócame en el día de la angustia, yo te libraré, y tú cantarás mi gloria. De esta manera, el hombre carnal y animal, que sólo sabía amarse a sí mismo, comienza a amar también a Dios por su propio interés: experimenta con frecuencia que en él puede todo lo que es bueno, y sin él no puede nada.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXVI


Capítulo 26
  El hombre ama ya a Dios, pero todavía por sí mismo, no por él. Es una gran prudencia comprender lo que uno puede por sí mismo, y lo que puede con la ayuda de Dios, y tratar de no ofender al que te mantiene íntegro. Mas cuando las tribulaciones son numerosas, acudimos sin cesar a Dios, y recibimos continuamente de él la salvación. ¿Cómo no va a enternecer esa gracia salvadora al pecho y corazón más duro, y hacer que el hombre ame a Dios, no ya por sí mismo, sino también por él?

TERCER GRADO DEL AMOR: EL HOMBRE AMA A DIOS POR Él MISMO

   La continua indigencia obliga al hombre a recurrir a Dios con súplicas incesantes. Esta costumbre crea una satisfacción. Y la satisfacción permite experimentar cuán suave es el Señor. De este modo, la experiencia de su bondad, mucho más que el propio interés, le impulsa a amar limpiamente a Dios. Como decían los samaritanos a la mujer que les había anunciado la llegada del Señor: Ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo. Digamos también nosotros a nuestra carne: Ya no amamos a Dios por tus necesidades, sino porque nosotros mismos hemos probado y sabemos qué dulce es el Señor. La carne habla, en cierta manera, a través de sus necesidades, y confiesa llena de gozo los favores que experimenta en sí misma. Quien así se siente afectado cumple sin dificultad el precepto de amar al prójimo.
  Ama a Dios de verdad y, en consecuencia, todo lo que es de Dios. Ama con pureza, y no le pesa cumplir un mandamiento puro, porque la obediencia del amor purifica su corazón. Ama justamente, y se adhiere de buen grado al mandamiento justo. Con razón es grato este amor, pues es gratuito. Es puro, porque no se cumple sólo de palabra y de lengua, sino con las obras y de verdad Es justo, pues da tanto como recibe. El que así ama, ama como él es amado. Y no busca sus intereses, sino los de Jesucristo, como él mismo buscó los nuestros. Mejor aún, nos buscó a nosotros mismos. Así ama el que dice: Alabad al Señor porque es bueno. Quien alaba al Señor no porque sea bueno para él, sino porque es bueno, ése ama verdaderamente a Dios por Dios, y no por sí. En cambio, no ama de esta manera aquel de quien se dice: Te alabará cuando le hagas bien. Este es el tercer  grado del amor: amar a Dios por El mismo.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXVII

Capítulo 27

  Dichoso quien ha merecido llegar hasta el cuarto grado, en el que el hombre sólo se ama a sí mismo por Dios: Tu Justicia es como los montes de Dios. Este amor es un monte elevado, un monte excelso. En verdad: Monte macizo e inagotable. ¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Quién me diera alas como de paloma, y volaría a un lugar de reposo? Tiene su tabernáculo en la paz, y su morada en Sión. ¡Ay de mí, que se ha prolongado mi destierro! ¿Puede conseguir esto la carne y la sangre, el vaso de barro y la morada terrena? ¿Cuándo experimentará el alma un amor divino tan grande y embriagador que, olvidada de sí y estimándose como cacharro inútil, se lance sin reservas a Dios y, uniéndose al Señor, sea un espíritu con él, y diga: Desfallece mi carne y mi corazón, Dios de mi vida y mi herencia para siempre? Dichoso, repito, y santo quien ha tenido semejante experiencia en esta vida mortal. Aunque haya sido muy pocas veces, o una sola vez, y ésta de modo misterioso y tan breve como un relámpago. Perderse, en cierto modo, a sí mismo, como si ya uno no existiera, no sentirse en absoluto, aniquilarse y anonadarse, es más propio de la vida celeste que de la condición humana. Y si se le concede esto a un hombre alguna vez y por un instante, como hemos dicho, pronto le envidia este siglo perverso, le turban los negocios mundanos, le abate el cuerpo mortal, le reclaman las necesidades de la carne, se lamenta la debilidad natural. Y lo que es más violento le reclama la caridad fraterna. ¡Ay! Tiene que volver en sí, atender a sus propias miserias y gritar desconsolado: Señor, padezco violencia, responde por mí. Y aquello: ;Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXVIII




Capítulo 28

  Si la Escritura dice que Dios lo hizo todo para sí mismo, llegará un momento en que la criatura esté plenamente conforme y concorde con su Hacedor. Es menester, pues, que participemos en sus mismos sentimientos. Y si Dios todo lo quiso para él, procuremos también de nuestra parte que tanto nosotros como todo lo nuestro sea para él, es decir, para su voluntad. Que nuestro gozo no consista en haber acallado nuestra necesidad  ni en haber apagado la sed de la felicidad. Que nuestro gozo sea su misma voluntad realizada en nosotros y por nosotros. Cada día le pedimos en la oración: Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. 
   ¡Oh amor casto y santo! ¡Oh dulce y suave afecto! ;Oh pura y limpia intención de la voluntad! Tanto más limpia y pura cuanto menos mezclada está de lo suyo propio; y tanto más suave y dulce cuanto más divino es lo que se siente. Amar así es estar ya divinizado. Como la gotita de agua caída en el vino pierde su naturaleza y toma el color y el sabor del vino; como el hierro candente y al rojo parece tocarse en fuego vivo  olvidado de su propia y  nuestra naturaleza; o como el aire, bañado en los rayos del sol, se transforma en luz, y más que iluminado parece ser él mismo luz. Así les sucede a los santos. Todos los afectos humanos se funden de modo inefable, y se confunden con la voluntad de Dios. ¿Sería Dios todo en todos si quedase todavía algo del hombre en el hombre? Permanecerá, sin duda, la sustancia; pero en otra forma, en otra gloria, en otro poder.  
     ¿Cuándo será esto? ¿Quién lo verá? ¿Quién lo poseerá? ¿Cuándo vendré y veré el rostro de Dios? Señor, Dios mío, mi corazón te dice: mi rostro te busca a ti. Señor, busco tu rostro.¿Cuándo contemplaré tu santuario?




DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXIX


Capítulo 29.


  Yo creo que no es posible amar al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, mientras el corazón no se vea libre de los cuidados del cuerpo, el alma no cese de conservarlo y vivificarlo, y sus fuerzas,   desligadas de todas las dificultades, no se vigoricen con el poder contemple continuamente su rostro, mientras viva ocupada y distraída, sirviendo a este cuerpo frágil y cargado de miserias. 
   Este cuarto grado de amor no espere el alma conseguirlo, o, mejor dicho, verse agraciada con él sino en el cuerpo espiritual e inmortal, en el cuerpo íntegro, plácido y sosegado y sumiso por entero al espíritu. Es una gracia que procede del poder divino y no del esfuerzo humano. Entonces -repito- obtendrá fácilmente el sumo grado. Cuando corra de buena voluntad y con gran deseo al gozo de su Señor, sin que le frenen los atractivos de la carne ni le turben sus molestias. ¿Podemos pensar que los santos mártires alcanzaron esta gracia, al menos en parte, mientras vivían en sus cuerpos gloriosos? Una gran fuerza arrebataba interiormente sus almas, y les hacía capaces de entregar sus cuerpos y despreciar los tormentos. Por eso los atroces dolores pudieron turbar su serenidad, pero no se la hicieron perder.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXX



Capítulo 30

  ¿Y qué pensar de las almas que ya están libres de sus cuerpos? Creemos que están totalmente sumergidas en aquel piélago inmenso de la eterna luz y luminosa eternidad.

ANTES DE LA RESURRECCIóN ES IMPOSIBLE


  Pero si los muertos aspiran todavía a reunirse con sus cuerpos, como no puede negarse, o desean y esperan recibirlos, es evidente que no se han transformado del todo y que todavía les queda algo de sí mismos, por poco que sea, que distrae su atención. Mientras la muerte no quede absorbida por la victoria, y la luz perenne no invada los dominios todos de la noche, y la gloria no resplandezca en los cuerpos, las almas no pueden salir de sí mismas y lanzarse a Dios. Todavía están ligadas al cuerpo, no por la vida y los sentidos, sino por el afecto natural. Y sin él no quieren ni pueden poseer la perfección. 
   Así, pues, antes de la restauración de los cuerpos no se dará ese desfallecer del alma, que es su estado sumo y más perfecto; si el alma alcanzara su plenitud sin el cuerpo, no desearía ya jamás su compañía. De este modo, el alma siempre sale beneficiada: cuando deja el cuerpo y cuando lo vuelve a tomar. Por eso es cosa preciosa a los ojos del Señor la muerte de sus juntos. Si la muerte es preciosa, ¿qué será la vida, y tal vida? No hay que maravillarse que el cuerpo glorioso aumente la dicha del alma, si recordamos que cuando era frágil Y mortal le ayuda  tanto. ¡Qué verdad más grande pronunció el que dijo: Que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman: Al alma que ama a Dios le sirve de mucho su cuerpo : cuando es débil, cuando está muerto y cuando descansa. Lo primero, para hacer frutos de penitencia; lo segundo, para su descanso; y lo tercero, para su consumación. Con razón no se considera perfecta sin él, pues en todos los estados colabora para su bien.


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