DE DILIGENDO DEO. PRÓLOGO
De
Diligendo Deo
San
Bernardo
PROLOGUS
Al
ilustre señor Aimeric, Cardenal diácono y Canciller de la Iglesia
de Roma, Bernardo, abad de Claraval, le desea vivir y morir en el
Señor.
Hasta
ahora siempre me has pedido oraciones, nunca me has apremiado a que
te explique ninguna cuestión. Reconozco que me siento incapaz de
satisfacerte en lo uno y en lo otro. Lo primero me lo exige mi
profesión, pero no lo cumplo en mi vivir monástico. Para lo
segundo, si te digo la verdad , me encuentro sin lo más
indispensable, que es habilidad e ingenio.
Sin
embargo, me agrada muchísimo que me pidas cosas espirituales a
cambio de las materiales que no tengo. Aunque deberías haber
recurrido a otro más rico que yo. En semejantes circunstancias,
sabios e ignorantes acostumbran presentar sus excusas. Y no suele
ser fácil distinguir entre los pretextos de la ignorancia y los de
la sencillez de espíritu. Suele quedar manifiesto en el sencillo
hecho de obedecer a lo que a uno le mandan.
Acoge,
pues, lo que te presenta mi pobreza, pues no quiero que me tomen por
filósofo al darte la callada por respuesta. Tampoco te prometo
responder a todas tus preguntas, sino solamente a lo que me
consultas sobre el amor a Dios. Y lo haré conforme él me inspire.
Esto es lo más sabroso, lo más fácil de explicar y lo más
edificante para quien lo lea. Para el resto acude a otros más
competentes
DLIGENDO DEO: CAPÍTULO I
Capítulo 1
Quieres
que te diga por qué y cómo debemos amar a Dios. En una palabra: el
motivo de amar a Dios es Dios. ¿Cuánto? Amarle sin medida. ¿Así
de sencillo? Sí, para el sabio. Pero como estoy en deuda también
con los ignorantes debo satisfacerles. Y en atención a los
menos dotados desarrollaré gustosamente el tema con más amplitud y
profundidad.
Diría
que hay dos razones por las que Dios de e ser amado por sí mismo.
Una, porque no hay nada más justo; otra, porque nada se puede amar
con más provecho. Preguntarse por qué debe ser amado Dios plantea
dos cuestiones, pues podemos dudar radicalmente de dos cosas
fundamentales: qué razones presenta Dios para que le amemos y qué
ganamos nosotros con amarle. A estos dos planteamientos no encuentro
otra respuesta más digna que la siguiente: la razón para amar a
Dios es él mismo.
DIOS DEBE SER AMADO POR SI MISMO
Mucho
merece de nosotros quien se nos dio sin que le mereciéramos. ¿Nos
pudo dar algo mejor que a sí mismo? Por eso, cuando nos preguntamos
qué razones nos presenta Dios para que le amemos, ésta es la
principal: Porque él nos amó primero. Bien merece que te
devolvamos el amor, si pensamos quién, a quiénes y cuánto ama.
¿Pues quién es él? Aquel a quien todo ser dice: Tú eres mi Dios
y ninguna necesidad tienes de mis bienes. ¡Qué amor tan perfecto
el de su Majestad, que no busca sus propios intereses! ¿Y en quién
se vuelca este amor tan puro? Cuando éramos enemigos nos reconcilió
con Dios. Luego quien ama gratuitamente es Dios, y además, a sus
enemigos. ¿Cuánto? Nos lo dice Juan: Tanto amó Dios al mundo que
nos dio a su Hijo único. Y Pablo : No perdonó a su propio hijo,
sino que lo entregó por nosotros. Y lo afirma él mismo: Nadie
tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Por eso
mereció el Justo que le amen los impíos y el Omnipotente que le
amen los más débiles. Podría objetarse: se comportó así con los
hombres, mas no con los ángeles. Es cierto; pero porque no fue
necesario. Por lo demás, el mismo que socorrió a los hombres en
tan apretada situación libró a los ángeles de ella. Y el que, por
amor a los hombres, los salvó del estado en que se hallaban, por
ese mismo amor libró a los ángeles de caer en él.
DILIGENDO DEO. CAPÍTULO II
Capítulo 2
Los
que tienen claro esto, comprenderán con la misma claridad por qué
debe amarse a Dios, esto es, por qué se merece nuestro amor. Si los
incrédulos se empeñan en serlo, es justo que Dios los confunda por
ingratos a los dones con que abruma al hombre para bien suyo y los
tiene tan a su alcance.
¿De
quién, sino de Él, recibimos el alimento que comemos la luz que
contemplamos y el aire que respiramos? Sería de necios pretender
hacer una lista completa de lo que es incontable, como acabo de
decir. Baste con haber citado los más imprescindibles: el pan, la
luz y el aire. Los más imprescindibles, no porque sean los más
trascendentes, sino los más necesarios al cuerpo.
El
hombre maneja una escala de valores más decisiva para ese plano
superior de su ser, que es su alma: su dignidad, su ciencia, su
virtud. Su dignidad radica en su libre albedrío, distintivo por el
que se destaca sobe las demás criaturas v domina a los simples
animales. Su inteligencia le permite, a su vez, reconocer su
dignidad, no como algo propio, sino como don recibido. Finalmente,
la virtud le impulsa a buscar con afán a su Creador y adherirse
estrechamente a él cuando lo ha encontrado.
DILIGENDO DEO: CAPÍTULO III
Capítulo 3
Cada
uno de estos tres valores contiene una doble realidad. La dignidad
se manifiesta en sí misma y en la capacidad de dominar y atemorizar
a todos los animales de la tierra. La inteligencia humana estriba
asimismo en aceptar esta dignidad y cualquier otra como algo que
radica en nosotros, pero que no nace de nosotros. La virtud, por su
parte, se abre en dos direcciones: la búsqueda del Creador y
la adhesión apasionada a El una vez hallado. En consecuencia, la
dignidad sin la inteligencia no sirve para nada; la inteligencia sin
la virtud es más bien un obstáculo. Ambas cosas quedan al
descubierto cuando ponemos la razón a nuestro servicio. ¿Qué
gloria puede aportarte poseer algo sin saber que lo posees? Saber
que posees una cosa, ignorando que no la tienes por ti mismo,
implica por supuesto su gloria, pero no del de de Dios.
Dirigiéndose a los que se glorían en si mismos, dice el Apóstol:
¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido,
ha qué tanto orgullo como si nadie te lo hubiera dado? No pregunta
solamente: ¿De qué te glorías? sino que añade: Como si nadie te
lo hubiera dado. Con lo cual aclara que es reprensible, no el que se
gloría de lo que tiene, sino el que no reconoce que lo ha recibido
de otro. Con razón se le llama a eso vanagloria, porque no se basa
en el sólido cimiento de la verdad. La auténtica gloria es de otro
signo: El que esté orgulloso, que esté orgulloso en el Señor, es
decir, en la verdad. Y la verdad es el Señor.
DILIGENDO DEO: CAPÍTULO IV
Capítulo 4
Debes
recordar siempre dos cosas qué eres y qué no eres por ti mismo.
Así no serás nunca orgulloso; y si te enorgulleces, no lo harás
por vanagloria. Dice la Escritura que si no te conoces a ti misma,
sigas tras las huellas de las ovejas, tus compañeras. Y de hecho es
así. El hombre ha sido creado como la criatura más digna. Cuando
no reconoce su propia dignidad, se asemeja por su ignorancia a los
animales y se degrada hasta ser con ellos partícipe de su
corrupción y de su mortalidad. El que no vive como noble criatura,
dotada de inteligencia, se identifica con los brutos animales.
Olvida la grandeza que lleva dentro de sí, para configurarse con
las cosas sensibles e fuera y termina por convertirse en una
de ellas, por ignorar que todo lo ha recibido por; encima de
los demás seres.
Evitemos,
por tanto, esa doble ignorancia de la que podemos ser víctimas. Una
nos incita buscar nuestra gloria a niveles más bajos que los
nuestros. Y por la otra pretendemos atribuimos cosas que superan
nuestra capacidad; podemos encontrarlas en nosotros, pero no debemos
pensar que son exclusivamente nuestras. Y con mayor cautela todavía
tienes que huir de esa presunción execrable, por consciente y
deliberada, que te invita a buscar la gloria propia en bienes que no
son tuyos; de los que estás plenamente cierto que no te
corresponden y, sin embargo, tienes el valor de usurpar la gloria
ajena. La primera ignorancia carece de gloria; la segunda sí que la
tiene, pero no según Dios. Y la presunción, que es un vicio
plenamente consciente, se apropia de la gloria del mismo Dios.
Arrogancia mucho más grave y perniciosa que las anteriores; porque
en ellas no se reconoce a Dios, pero en ésta se le desprecia. Es
peor y más detestable, porque, además de rebajarnos a nivel de los
brutos animales, nos equipararnos a los mismos demonios. Pecado
enorme la soberbia: se apropia de la gloria de su bienhechor en los
dones que recibe Y los considera como connaturales a sí mismo.
DILIGENDO DEO: CAPÍTULO V
Capítulo 5
En
consecuencia, a la dignidad y a la inteligencia debe acompañarles
la virtud, que es su fruto. Por ellas se busca y se posee al que,
como dueño distribuidor de todo bien, merece ser glorificado
en todo. El que sabe y no hace lo que debe, recibirá muchos palos
¿Por qué? Pues porque no quiso conocer el bien y practicarlo, sino
al contrario, acostado, planeó el crimen. Como siervo infiel,
intenta apropiarse e incluso arrebatarle la gloria a su Señor en
aquellos bienes que sabe perfectamente que no son suyos. Son,
por tanto, evidentes los cosas : que la dignidad propia es inútil
si no se reconoce, y que su conocimiento sólo servirá de castigo
si no le acompaña la virtud. Es verdaderamente virtuoso aquel a
quien ni su propio conocimiento le hace daño, ni su dignidad
personal le adormece, y por eso confiesa sencillamente delante del
Señor: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la
gloria. Como si dijera: Señor, no nos pertenece a nosotros mismos
absolutamente nada; ni nuestro propio conocimiento, ni nuestra
propia dignidad; todo lo atribuimos a ti, de quien todo procede.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO VI
Capítulo
6
Pero
con esta digresión hemos ido demasiado lejos. Queríamos explicar
cómo aun los que desconocen a Cristo saben por ley natural que
deben amar a Dios por sí mismo, a través de los dones naturales
que poseen en su cuerpo y en su alma. Resumiendo lo que hasta aquí
hemos dicho: ¿quién ignora, aunque carezca de fe, que hemos
recibido de él todo lo necesario para nuestra vida corporal? El
alimento, la respiración, la vista, todo procede del que sustenta a
todo viviente, haciendo salir el sol sobre buenos y malos y enviando
la lluvia a justos y pecadores.
¿Quien,
por impío que sea, podrá siquiera concebir que la dignidad humana,
tan refulgente en el alma, haya podido ser creada por otro ser
distinto al que dice en el Génesis: Hagamos al hombre a nuestra
imagen y semejanza? ¿Quién puede pensar que el hombre pudiera
haber recibido la sabiduría de otro que no sea justamente el mismo
que se la enseña? ¿De quién, sino del Señor de las virtudes, ha
podido recibir el don de la virtud que le ha dado o está dispuesto
a darle?
Con
razón, pues, merece Dios ser amado por sí mismo, incluso por el
que no tiene fe. Desconoce a Cristo, pero se conoce a sí mismo. Por
eso nadie, ni el mismo infiel, tiene excusa si no ama al Señor su
Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda su fuerza.
Clama en su interior una justicia innata y no desconocida por
la razón. Esta le impulsa interiormente a amar con todo su ser a
quien reconoce como autor de todo cuanto ha recibido. Pero es
difícil, por no decir imposible, que el hombre sólo por sus
propias fuerzas o por su libre voluntad sea capaz de atribuir a Dios
plenamente todo lo que de él ha recibido. Más fácil es que se lo
atribuya a sí mismo y lo retenga como suyo Así lo confirma
la Escritura: Todos sin excepción buscan sus intereses. Y también:
Los deseos del corazón humano tienden al mal.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO VII
Capítulo
7
En
cambio, los verdaderos creyentes saben por experiencia cuán
vinculados están con Jesús, sobre todo con Jesús crucificado.
Admiran y se abrazan a su amor, que supera todo conocimiento, y se
sienten contrariados si no le entregan lo poquísimo que son a
cambio de tanto amor y condescendencia. Los que se creen más amados
son los más inclinados a amar; y al que menos se le da, menos ama.
El judío y el pagano no vibran tanto ante el estímulo del amor
como la iglesia, que exclama: Estoy herida de amor. Y en otro lugar:
Dadme fuerzas con pasas y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de
amor!
Ve
al divino Salomón con la diadema con que fe coronó su madre; al
Unico del Padre, cargado con la cruz; cubierto de llagas y salivazos
al Señor de la majestad; al autor de la vida y de la gloria,
traspasado con clavos, harto de oprobios y dando la vida por sus
amigos. Al contemplar este cuadro, se le clava en lo más hondo de
su alma el dardo del amor y exclama: Dadme fuerzas con pasas y vigor
con manzanas: ¡Desfallezco de amor!
DóNDE NACEN LAS GRANADAS
Estas
son las granadas que la esposa, introducida en el huerto del amado,
coge del árbol de la vida. Han cambiado su sabor, que ahora saben a
pan celestial, y tienen el color de la sangre de Cristo. Contempla a
la muerte vencida y el triunfo del que acaba de morir. Contempla a
los cautivos cómo suben del infierno a la tierra y de la tierra
hasta los cielos, para que cuanto existe en los cielos, en la tierra
y en los abismos, doble su rodilla ante el nombre de Jesús.
Advierte cómo la tierra, condenada a dar cardos y abrojos, vuelve a
florecer con la gracia de la nueva bendición. Recuerda aquellas
palabras: Mi carne ha vuelto a florecer; le alabaré con toda mi
alma. Y le gustaría hacer un ramo con las manzanas de la pasión
que tomó del árbol de la cruz y con las flores de la resurrección,
cuya exquisita fragancia invita a su esposo a frecuentar sus
visitas.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO VIII
Capítulo
8
Y
al final exclama: ¡Qué hermoso eres, amado mío, qué agraciado !
Nuestro lecho está cubierto de flores. Quien muestra el lecho
indica claramente lo que desea. Y al decir que está cubierto de
flores, insinúa suficientemente cómo espera conseguir su deseo :
no por sus méritos propios, sino por las flores del campo que
bendijo el Señor.
A
Cristo le encantan las flores. Por eso eligió Nazaret para ser
concebido y criarse allí. Al esposo celestial le deleitan esos
aromas y se adentra gustosamente, siempre que puede, en el tálamo
de nuestro corazón si lo encuentran cubierto de flores y cuajado de
frutos. Donde ve un alma entregada a la meditación continua de la
gracia de su pasión o de su gloriosa resurrección, allí acude
presurosamente.
Los
tesoros de la pasión son de la cosecha del año anterior, de los
siglos transcurridos bajo el imperio del pecado y de la muerte,
sazonados en la plenitud de los tiempos. Las señales de la
resurrección son las flores de la nueva primavera, maduradas por la
gracia del nuevo verano, cuya espléndida cosecha será la
resurrección universal al final de los tiempos. Ya ha pasado el
invierno, dice, las lluvias han cesado y se han ido, brotan las
flores en la vega. Quiere decir que llegaron los calores estivales
con aquel que deshizo el hielo de la muerte y lo cambió por la
templada bonanza de una vida nueva. Todo lo hago nuevo, dice.
Siembra su carne en la muerte y florece en la resurrección. Con su
fragancia reverdece en nuestros campos y valles la aridez, se
templan las escarchas y revive la muerte
DE DILIGENCIA DEO: CAPÍTULO IX
Capítulo 9
Bellas
son estas nuevas flores y fruto, y ante la hermosura de los campos,
que exhalan tan finas fragancias, el Padre se deleita en el Hijo que
todo lo renueva, y dice: Aroma de un campo lleno de flores, que
bendito el Señor, es el aroma de mi hijo. Y repleto de verdad pues
todos nosotros recibimos de su plenitud. Pero la esposa escoge
libremente las flores que prefiere y toma las manzanas. Purifica con
ellas la intimidad de su propia conciencia y convierte su corazón
en un cómodo lecho perfumado para acostar al esposo.
Si
deseamos acoger con frecuencia a Cristo como huésped, debemos tener
siempre en nuestros corazones la garantía de nuestra fidelidad a la
misericordia de su muerte y a la fuerza de su resurrección. Así lo
decía David: Dios ha dicho una cosa, y dos cosas he escuchado: que
tú, Dios, tienes el poder; tú, Señor la lealtad. De ambas
poseemos un testimonio irrefutable: Cristo, que murió por nuestros
pecados, resucitó para justificación nuestra, ascendió para ser
nuestro intercesor, envió al Espíritu Santo como consolador
nuestro y volverá para ser nuestra plenitud. Dio a conocer su
misericordia en la muerte y manifestó su poder en la resurrección;
y ambas a la vez en el resto de sus obras
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO 10
Capítulo
10
Estas
son las manzanas y las flores que la esposa pide para alimentarse y
confortarse. Pienso que ella teme se enfríe y languidezca
fácilmente el ímpetu de su amor si no te reaniman con estos
estímulos, hasta que, introducida ya en la alcoba, pueda recibir
los abrazos tan añorados, y diga: Su izquierda reposa bajo mi
cabeza y con su diestra me abraza amoroso. Entonces percibirá y
experimentará por si misma cómo todas las pruebas de amor,
recibidas en la primera venida, son de su mano izquierda. Pero
comparadas con la dulzura inefable de los abrazos de su derecha,
apenas son perceptibles. Y tendrá así experiencia de lo que tantas
veces ha leído: La carne no sirve de nada, sólo el espíritu
da vida, como de aquello otro: Mi espíritu es más dulce que la
miel; poseerme, más sabroso que un panal de miel.
La
frase siguiente: Mi recuerdo perdurará en la serie de los siglos,
quiere decir que mientras dura este mundo con generaciones que
vienen y se van, siempre serán consolados los elegidos con la
experiencia prolongada de su recuerdo, ya que no pueden saciarse con
su presencia. Por eso quedó escrito: Saborearán el recuerdo de tus
inmensas bondades. ¿Quiénes? Los mismos que son mencionados un
poco antes: Una generación pondera tus obras a la otra. El recuerdo
corresponde al tiempo presente; la presencia, en cambio, al reino de
los cielos. La presencia es la gloria de los elegidos, recibidos ya
en la eternidad; el recuerdo sirve de consuelo para los que todavía
peregrinan en este mundo
No hay comentarios:
Publicar un comentario