LIBRO PRIMERO PAPA EUGENIO: CAPÍTULO VI
Capítulo
6
QUÉ ES LO QUE PARECE MAS PERFECTO
Escucha,
además, lo que piensa al respecto el Apóstol: Así que, ¿no hay
entre vosotros ningún entendido que pueda arbitrar entre dos
hermanos? Y concluye: Lo digo para vergüenza vuestra. En los
pleitos tomáis por jueces a esa gente que en la iglesia no pinta
nada. Luego, según el Apóstol, usurpas para ti indignamente un
oficio vil, una categoría de las más despreciables. Por eso el
mismo Apóstol, instruyendo a otro apóstol, le decía: Nadie que
trate de servir a Dios se enreda en asuntos mundanos. Pero yo soy
más condescendiente contigo; no te exijo tanto, sino únicamente lo
que en realidad está a tu alcance.
Creo
que, en estos tiempos, los hombres que litigan por los bienes
materiales y que piden justicia, no tolerarían que les respondieses
con una reacción parecida a la del Señor: Hombre, ¿quién me ha
nombrado juez o árbitro entre vosotros?. ¿Qué pensarían
inmediatamente de ti? Dirían: Habla como si fuese un rudo ignorante
que se olvida de que es el primado; deshonra su Sede suprema y la
gloriosa dignidad apostólica. Sí, lo dirían; pero jamás podrían
demostrar que apóstol alguno se haya constituido en juez de los
hombres, especializado en pleitos sobre lindes o partición de
herencias. Lo que sí he visto es que los apóstoles comparecieron
para ser juzgados; pero nunca he podido comprobar que se hayan
sentado para actuar como jueces. Eso lo harán un día que todavía
no ha llegado. ¿o acaso el siervo se rebaja en su dignidad cuando
no intenta ser mayor que su señor? No creo que desdiga del alumno
no ser superior a su maestro, ni que sea indigno de un hijo no
salirse de las prohibiciones que le impusieron sus padres. ¿Quién
me constituyó juez? Lo dijo él, el Señor y el Maestro. ¿Puede
ahora sentirse ofendido el siervo o el alumno que no se erige en
juez universal?
Tampoco creo
que posea un buen criterio quien piense que es indigno de los
apóstoles y de sus sucesores carecer de competencia para ser Jueces
en toda clase de causas, cuando sólo recibieron potestad para las
más trascendentales. ¿Por qué no puede no despreciar el rebajarse
a juzgar los pleitos más miserables quienes un día juzgarán a los
mismos ángeles del cielo? Tú tienes jurisdicción sobre los
delitos, no sobre las posesiones; recibiste las llaves del reino de
los cielos para cerrar sus puertas a los pecadores, no a los
terratenientes. Para que sepáis -afirma- que el Hijo del hombre
tiene poder en la tierra para perdonar los pecados... ¿Qué
potestad y dignidad te parece mayor: la de perdonar los pecados o la
de dirimir pleitos? No hay comparación posible. Ya hay jueces para
esos asuntos tan ruines y terrenos: ahí están los príncipes y los
reyes de este mundo. ¿Por qué te entrometes en competencias
ajenas? ¿Cómo te atreves a poner tu hoz en la mies que no es tuya?
No es porque tú seas indigno, sino porque es indigno de ti
injerirte en causas semejantes, cuando debes ocuparte de realidades
superiores. Y si alguna vez lo requiere así un caso especial,
conviene que recuerdes no ya mi opinión personal, sino la del mismo
Apóstol, que dice: Si vosotros vais a juzgar al mundo, seréis
incapaces de juzgar esas otras causas más pequeñas.
SOBRE EL PAPA EUGENIO. LIBRO PRIMERO. CAPÍTULO VII
Capítulo
7
Pero
una cosa es caer incidentalmente en esas causas, cuando lo apremian
razones de peso, y otra entregarse a ellas plenamente, como si se
tratara de los asuntos más graves que requieren toda nuestra
dedicación. Debería recordarte otras muchísimas razones, si
tratara de exponerte todos los argumentos más convincentes, con los
consejos más atinados y sinceros. Mas ¿para qué? Corren días
malos y ya te he insistido suficientemente en que no te des del
todo, ni siempre, a la acción, sino que te reserves para la
consideración algo de ti mismo, de tu corazón y de tu tiempo. Y te
lo digo pensando más en tu necesidad que en la equidad, aunque no
es contra justicia ceder a lo necesario.
NECESIDAD
DE LA CONSIDERACIÓN
Es
lícito hacer lo que creemos más conveniente. Por tanto, de suyo,
siempre y en toda ocasión, se debe preferir la piedad como un valor
absoluto. Porque es útil para todo; así nos lo muestra
indiscutiblemente nuestra razón. ¿Me preguntas qué es la piedad?
Entregarse a la consideración. Tal vez me repliques que en esto
disiento de quienes definen la piedad como el culto que se tributa a
Dios. Pero no rechazo esta definición. Si lo piensas bien, la mía,
al menos en parte, coincide totalmente con ella. Porque lo más
esencial del culto a Dios es aquello que nos pide el salmo: Cesad de
trabajar y ved que yo soy Dios. ¿No consiste precisamente en
esto la consideración?
Además,
viene a ser lo más útil para todo. Porque incluso sabe anticiparse
en cierto modo a la misma acción, ordenando de antemano lo que se
debe hacer mediante una eficaz previsión. Esto es fundamental. De
lo contrario, cosas que podían haber sido previstas y consideradas
con antelación ventajosamente, se llevan a cabo con mucho riesgo
por hacerlas precipitadamente. Y no dudo que te haya ocurrido esto
con frecuencia a ti mismo; repasa, si no, los procesos de los
pleitos, los asuntos más importantes y las decisiones más
comprometidas.
Lo primero
que purifica la consideración es su propia fuente; es decir,el
alma, de la cual nace. Además, controla los afectos, corrige los
excesos, modera la conducta, ennoblece y ordena la vida y depara el
conocimiento de lo humano y de los misterios divinos. Es la
consideración la que pone orden en lo que está confuso; concilia
lo incompatible, reúne lo disperso, penetra lo secreto, encuentra
la verdad, sopesa las apariencias y sondea el fingimiento taimado.
La consideración prevé lo que se debe hacer, recapacita sobre lo
que se ha hecho; así no queda en el alma sedimento alguno de
incorrección ni nada que deba ser corregido. Por la consideración
se presiente la adversidad en el bienestar, tal como lo dicta la
prudencia, y casi no se sienten los infortunios gracias a la
fortaleza de ánimo que infunde.
SOBRE EL PAPA EUGENIO. LIBRO PRIMERO. CAPÍTULO VIII
Debes
advertir también la suavísima armonía, la conexión que
existe entre las virtudes y su mutua interdependencia. Ahora mismo
acabas de contemplar a la prudencia como madre de la fortaleza. Y lo
que no nace de la prudencia será una osadía de la temeridad, no un
impulso de la fortaleza. Es también la prudencia quien, haciendo de
mediadora entre lo voluptuoso y lo necesario, los mantiene dentro de
sus propios límites; porque asigna y proporciona lo que basta para
satisfacer las necesidades, pero corta todo exceso al deleite. Así
nace una tercera virtud, a la que llamamos templanza.
Y es
precisamente la consideración quien nos permite descubrir la
intemperancia, tanto si nos empeñamos en privarnos de lo necesario
como en regalarnos con nuestros caprichos. Porque no consiste la
templanza únicamente en abstenernos de lo superfluo, sino también
en concedernos lo necesario. El Apóstol, además de secundar esta
idea, es su propio autor, cuando nos dice que cuidemos de
nuestro cuerpo, pero sin darnos a sus bajos deseos. Al pedirnos que
no andemos solícitos por la carne nos prohíbe apetecer lo
superfluo; y al añadir: dando pábulo a los bajos deseos, no
excluye que busquemos lo necesario. Por eso pienso que no será
absurdo definir la templanza como la virtud que no se queda más acá
ni va más allá de lo necesario, según aquello del filósofo: ne
quid nimis.
TRATADO SOBRE EL PAPA EUGENIO: LIBRO PRIMERO. CAPÍTULO IX
Capítulo 9
Pasando
ya a la virtud de la justicia, una de las cuatro cardinales, sabemos
que, antes de formarse en ella el espíritu, ya ha sido poseído
previamente por la consideración. Porque es menester que primero se
recoja en si mismo, para sacar de su interior esa norma de la
justicia que consiste en no hacer a otro lo que no se desea
para sí y en no negar a los demás lo que uno quisiera que le den.
Sobre estos dos polos gira toda la virtud de la justicia. Pero ésta
nunca va sola.
LA
MUTUA DEPENDENCIA DE LAS CUATRO VIRTUDES
Examina
ahora conmigo su hermosa conexión y coherencia con la templanza, y
la que ambas tienen con las otras dos virtudes ya mencionadas: la
prudencia y la fortaleza. Porque parte de la justicia es no hacer a
los demás lo que no quisiéramos que nos hagan, y su perfección
culmina en lo que nos dice el Señor: Todo lo que querríais que
hicieran los demás por nosotros, hacedlo vosotros por ellos. Pero
ni lo uno ni lo otro lo llevaremos a la práctica si la voluntad
misma, en la que se fragua su forma, no va disponiéndose a rechazar
lo superfluo y a prescindir de lo necesario con verdadero escrúpulo.
Esta disposición es precisamente lo específico de la templanza.
Incluso la misma justicia, si no quiere dejar de ser justa,
deberá ser regulada por la moderación de esa virtud. No exageres
tu honradez, dice el sabio, a fin de indicarnos que nunca debemos
dar por bueno el sentido de lo justo si no es moderado por el
freno de la templanza. Ni la misma sabiduría desdeña este control.
Lo dice Pablo con el saber que Dios le dio: No sentir de sí más
altamente de lo que conviene sentir, sino aspirando a un sobrio
sentir.
Y
al revés. La templanza necesita igualmente de la justicia. Nos lo
enseña el Señor en el Evangelio al condenar la templanza de los
que sólo ayunaban para ostentar ante la gente su ayuno. Guardaban
templanza en el comer, pero no eran justos en su corazón, porque no
intentaban agradar a Dios, sino a los hombres.
Finalmente,
¿cómo poseer esta virtud o la otra sin la fortaleza? Se necesita
fortaleza, y no pequeña, para pretender reprimir y rechazarse a sí
mismo rígidamente, sin quedarse corto ni pasarse, mientras la
voluntad se mantiene en el término medio preciso, riguroso, único,
invariable, en el centro mismo, netamente recortado. En esto
consiste la fortaleza.
CONSIDERACIONES AL PAPA EUGENIO. LIBRO PRIMERO. CAPÍTULO X
Capítulo 10
Dime,
si puedes, a cuál de estas tres virtudes le asignarías
especialmente este término medio. ¿No crees que es tan propio de
las tres, que parece ser exclusivo de cada una? Se diría que en ese
término medio, sin más, consiste toda la virtud. Pero entonces no
habría diversidad de virtudes, pues todas se reducirían a una. No.
Lo que pasa es que no puede darse una virtud que carezca de este
término medio, que es el íntimo dinamismo y el meollo de todas las
virtudes. A él revierten tan estrechamente, que es como si todas
pareciesen una única virtud; no porque lo compartan repartiéndoselo,
sino porque cada una -prescindiendo de las demás- lo posee por
entero.
Por
poner un ejemplo: ¿no es la moderación lo más típico de la
justicia? Si algo se le escapase de su control sería incapaz de dar
a cada cual todo lo que le corresponde, tal como lo exige la
misma naturaleza de la justicia. Y a su vez, ¿no se llama la
templanza así por excluir todo lo que no sea moderado? Lo mismo
sucede con la fortaleza. Precisamente lo propio de esta virtud es
salvarle a la templanza de los vicios que le asaltan por todas panes
a fin de sofocarla, defendiéndola con todas sus fuerzas hasta
fortificarla, como sólida base del bien v asiento de todas las
virtudes. Por tanto, justicia, fortaleza y templanza llevan en común
como propio esa moderación del justo medio.
Mas
no por eso carecen de diferencia especifica. La justicia ama, la
fortaleza ejecuta, la templanza modera el uso y posesión de lo que
se tiene. Nos queda por demostrar cómo participa de esta comunión
la virtud de a prudencia. Es ella precisamente la primera en
descubrir y reconocer ese justo medio, pospuesto durante tanto tiempo
por negligencia del alma, aprisionado en lo más oculto por la
envidia de los vicios y encubierto por las tinieblas de olvido.
Por esta razón, te aseguro que son muy pocos los que la descubren,
porque son muy pocos quienes la poseen.
La justicia
busca, por tanto, el justo medio. La prudencia lo encuentra, la
fortaleza lo defiende y la templanza lo posee. Mas no era mi
intención tratar aquí de las virtudes. Si me he extendido en ello,
ha sido para exhortarte a que te entregues a la consideración, pues
así descubrimos estas cosas y obras semejantes. Perdería su vida
inútilmente el que jamás se ocupara en este santo ocio, tan
religioso y tan benéfico.
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