(Iglesia románica de Oliván. España)
1. A Dios le aplicamos diversos nombres, como el de Padre, Maestro, Señor. Esto no significa que atribuyamos multiplicidad alguna a su naturaleza única e inmutable. Se debe más bien a los múltiples cambios de nuestros sentimientos, según los progresos o retrocesos del alma. Y así, algunas almas actúan considerando a Dios como Patrón, otras como Señor o Maestro, otras como Padre y algunas como Esposo. De este modo nos parece que Dios avanza con los que progresan y cambia con los que cambian. Pone en movimiento a todas las criaturas como lo afirma el Profeta, pero él es inmutable y vive en un mismo día.
Escucha lo que dice el Profeta en otro salmo: Con el santo tú eres santo, con el íntegro eres íntegro y con el sincero eres sincero. Y añade esto otro, un tanto extraño: Y con el astuto tu eres sagaz. A continuación nos indica cómo puede cambiar o producir cambios el que es inmutable: Tú salvas al pueblo elegido y humillas los ojos soberbios.
2. Sin embargo, no es primero lo espiritual, sino lo animal; lo espiritual, viene después. Por eso creo que antes de nuestra conversión vivimos otras cuatro etapas: una depende de nosotros, y las otras tres del jefe de este mundo. El alma está sometida a sí misma cuando sigue su propia voluntad, disfrutando de una desastrosa libertad. Es como aquel hijo pródigo que recibió su parte de la herencia paterna, es decir, su inteligencia, su memoria, sus facultades corporales y los demás dones de la naturaleza. Y en lugar de disfrutarla según la voluntad divina lo hace a su capricho, y prescinde totalmente de Dios en su vida. Pero este hombre permanece todavía bajo su propio dominio, porque se guía por su voluntad propia y no se deja dominar por los vicios y pecados. Sabemos que quien comete el pecado ya no es dueño de si mismo, sino esclavo del pecado.
Hasta ahora vivía separado de su padre, pero no lo había abandonado. Es verdad que se aleja de su creador, pero si no reniega de él con su conducta, sigue estando muy cerca de él. Así continúa mientras se guía por su voluntad propia y hace cosas lícitas pero inútiles. Mas al apartarse de si mismo cayendo en el pecado, marcha a un país lejano. Lo más apartado del ser absoluto y único es la ausencia del ser. Nada más opuesto al origen, camino y meta del universo como el pecado, que es la pura nada.
3. El castigo de Dios es justo y riguroso: el hijo que huye de su padre se hace siervo de otro. Llega a un país lejano y dice el texto que se puso al servicio de un indígena. Yo creo que se trata de uno de esos espíritus malvados que están irremisiblemente obstinados en el pecado y sólo aman la maldad y la corrupción. Ya no son extranjeros ni advenedizos, sino ciudadanos y moradores del pecado. Decir que ese joven pobre y peregrino se puso al servicio de un indígena significa que se hizo su esclavo. La frase siguiente explica cómo le servía: Se puso al servicio de uno de los naturales del país, que le mandó a sus campos a guardar cerdos.
Advirtamos que la violencia del hambre le obliga a someterse a un hombre sin entrañas. También Israel bajó a Egipto en tiempo de hambre. ¡Qué peligrosa y dañina es el hambre! Convierte en míseros esclavos a los libres, los condena a trabajar el barro y la arcilla, los mezcla con los cerdos y hasta ls convierte en siervos de los cerdos. ¿Por qué le sobrevino semejante miseria alq ue había llegado tan rico, y cargado con todo lo que le había tocado de la herencia paterna? No lo dudemos, por lo que dice un poco antes: derrochó toda su fortuna viviendo con meretrices. Por eso empezó a pasar necesidad.
4. Estas meretrices son las concupiscencias carnales. Se entrega locamente a ellas y despilfarra su fortuna, porque abusa de ellas para el placer. Viene luego un hambre terrible, pues dice la Escritura que el ojo no se sacia de ver, ni el oído de oír. Y se le manda apacentar cerdos, es decir, los sentidos corporales que retozan entre el fango y las inmundicias. ¿ No serán estos puercos aquellos en que entraron los demonios cuando fueron expulsados de un hombre? Al ser arrojados de nuestra razón o de nuestro espíritu, el pecado se refugia en los sentimientos corporales. Así lo insinúa el Apóstol al afirmar que a su espíritu le gusta la ley de Dios, pero su carne percibe esa ley del pecado que está en su cuerpo. Por eso añade en otro lugar: Veo que en mi, es decir, en mis bajos instintos, no anida nada bueno. ¿Qué hacer cuando los espíritus impuros son expulsados del hombre y se apoderan de los cerdos? Buscar el remedio de las lágrimas y arrojarse a las aguas, para que esa corriente impetuosa sofoque la raíz tan pujante del pecado. Aunque la extirpación total del pecado parece estar reservada para el final de los tiempos.
5. He hecho esta disgresión para explicar con con más claridad cómo se apodera el demonio de quien vive esclavo de si mismo. Entra como un hombre fuerte y se adueña del palacio donde sólo encuentra un hombre pobre e indefenso. Yo creo que los hombres están sometidos de tres maneras al jefe de las tinieblas. Algunos ni lo desean ni se niegan a ello: son los que no pueden usar aún su voluntad. Pero son objeto de reprobación por el pecado original, hasta que otro más fuerte encadene a ese fuerte y arramble con todo su ajuar. Ese viene por el Sacramento, como un nuevo Moisés; viene en el agua, pero no sólo con agua, sino con agua y sangre.
Otros lo quieren, y pecan voluntariamente. Y otros no lo desean; quisieran arrepentirse, pero impulsados miserablemente por la naturaleza y por un justo juicio de Dios, siguen manchándose sin cesar. En esta situación parece hallarse el hijo pródigo. Y es realmente pródigo, porque no contento con dilapidar sus bienes, se sometió él mismo a una miserable servidumbre. El infeliz se ve vendido al pecado, recapacita y dice: Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo estoy aquí muriéndome de hambre. Quien lo haya experimentado creo que reconocerá fácilmente en estas palabras un alma sumida en la miseria. ¿Qué hombre, en efecto, hundido en la costumbre de pecar, no se sentiría feliz si pudiera ser como uno de esos que viven negligentes en el mundo sin reproche, a pesar de que no buscan lo de arriba, sino lo de la tierra?
¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia! Es decir, tienen el consuelo de su inocencia y disfrutan el bien de su buena conciencia. Yo, en cambio, estoy muriéndome de hambre, esto es, me abraso en los deseos insaciables del pecado y el halago de los vicios.
También puede interpretarse que no le atormenta el hambre de pan o la sed de agua, sino aquella hambre y sed de la palabra de Dios con que amenazaba el Profeta a Judea. No quiero decir que esto suceda así, sino que así lo siente el miserable humillado en el pecado. De hecho los que tienen un espíritu mundano o egoista no se glorían del testimonio de su conciencia. Pero el pecador arrepentido tiene por muy santo al que se ve inocente bajo algún aspecto. Y dice: Trátame como a uno de tus jornaleros.
6. Esta es la primera etapa en que los hombres comienzan a someterse a Dios y viven como jornaleros bajo la autoridad del padre de familia. Son los que vemos en el mundo, sin desear nada o casi nada las realidades eternas; sirven a Dios por el interés del salario y le piden los bienes terrenos que desean.
En la segunda etapa le aceptan como Señor: es el siervo que teme la cárcel y tiembla al merecer un castigo. Esta actitud es la que llamamos conversión, renuncia del mundo y puerta de la vida. Nos lo dice la Escritura: El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor. Y lo confirma otro Profeta: Concebimos en tu temor y engendramos el espíritu de salvación.
Muy cercano y casi unido con este grado está el tercero: son los que se alimentan aún de leche como niños en Cristo, y parecen vivir siempre pendientes del maestro y pedagogo. Es muy propio de los novicios: comienzan a saborear los consuelos de la meditación espiritual, de la compunción, de la salmodia y otras prácticas semejantes; y sienten un temor infantil de ofender al maestro, para que no les castigue ni les prive de los pequeños regalos con que suele animarles ese instructor tan paternal. Están siempre atentos al Señor y se inquietan cuando se ausenta de ellos una sola hora. No temen ya que les castigue como a esclavos, pero sí que los azote como a niños.
Aceptan la disciplina del maestro para no irritarle ni apartarse del camino recto; para que no les quite la gracia del fervor, sin la cual todo les resulta muy pesado, les abruma el hastío y sienten el azote interior de sus amargos pensamientos. Estos son los azotes con los que Dios castiga a sus hijos más pequeños: los conocemos mejor recurriendo a la experiencia más bien que a las palabras. Por eso dice el Señor por el Profeta: Si sus hijos abandonan mi ley, etc., castigaré con la vara sus pecados y a latigazos sus culpas.
7. Así pues, en estos primeros pasos o etapa infantil se alternan el temor del Señor y la disciplina del maestro. Y quien intenta observarlas fielmente se encuentra a veces en este estado y otras en el siguiente. Por eso al hablar a la Iglesia aún tierna, el Señor le recuerda ambos nombres: Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y co razón, porque lo soy. Reconozcan nuestros novicios que éste es su lugar y procuren mantenerse siempre en él.
Necesitan, ante todo, el temor, para que se les perdonen los pecados y los eviten en el futuro. Lo afirma la Escritura: El Temor del Señor expulsa el pecado, sea el que ya ha sido admitido o el que pretende entrar. El primero lo expulsa con la penitencia, y el otro haciéndole resistencia. Pero como el camino que conduce a la vida es estrecho, vosotros hijitos míos, que sois aún niños en Cristo, necesitáis alguien que os eduque y alimente. Alquien que os enseñe, os guíe, os proteja y acaricie como a niños; y os consuele con todo cariño, para que no muera esa flor tan tierna.
Por eso, no yo, sino el mismo Príncipe y Pastor de la Iglesia os advierte: Como niños recién nacidos, ansiad la leche auténtica, no adulterada; pero no os quedéis en ella, sino creced con ella en la salvación. Otro texto sagrado lo dice con más claridad: Rebosad de gozo todos los que os lamentabais de ella-de Jerusalén, según el contexto- para que bebáis leche y os saciéis de la abundancia de sus consuelos. Y así, cuando se os quite la leche, banqueteéis participando en su gloria.
8. Este es el estado del hijo robusto que vive bajo el Padre. Ya no toma leche, sino alimento sólido. Olvida lo pasado, todo aquello en que su mirada egoísta se entretenía con amargura; y tampoco se fija en lo presente, ni le apetecen los caprichos infantiles. Está volcado en las realidades futuras, en la corona que Dios ofrece y en conseguir su gloria futura; aguarda la dicha que esperamos y la manifestación gloriosa del gran Dios. Deja a un lado las niñerías y no le interesan estas alegrías, agradables sí, pero pasajeras.
Y como avanza hacia la madurez del adulto quiere ocuparse en las cosas de su padre, suspirar por su herencia y dedicarse a ella en incesantes meditaciones. ¿Quién va a pensar que es un mercenario quien así anhela la herencia paterna, y la pide y aguarda con todo su ser? El Profeta afirma que esa es la recompensa propia de un hijo, no de un jornalero: Cuando dé a sus amados el descanso, la herencia del Señor será la recompensa de sus hijos, fruto de sus entrañas.
9. Existe, empero, otro grado más alto y un amor más perfecto que éste. Cuando el corazón está totalmente purificado, el alma no desea ni pide otra cosa a Dios que el mismo Dios. Tras múltiples experiencias ha comprendido que el Señor es bueno con los que esperan en él y con el alma que le busca. Por eso proclama con todo el afecto de su corazón y plenamente convencida aquello del salmista: ¿Qué otra cosa existe para mí en el cielo, y fuera de ti qué me importa la tierra? Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi lote perpetuo.
Esta alma no busca su interés, ni su felicidad, ni su gloria o cosa semejante, ni se guía por un amor centrado en sí misma. Se lanza sin reservas hacia Dios, que absorbe todo su deseo, gozar de él. Por eso contempla sin cesar, y cuando le es posible a cara descubierta la gloria del esposo celeste y se va transformando en su imagen con resplandor creciente, por el Espíritu del Señor. Y merece escuchar: ¡Qué hermosa eres, amiga mía! A lo cual ella responde con libertad: Mi amado es mío y yo suya. En este gozoso y regalado coloquio se recrea radiante con su esposa.
RESUMEN
Dios es un ente dinámico que percibimos bajo distintas formas. Sin embargo, para sí mismo, es inmutable o, en todo caso, un gran misterio para nosotros.
Antes de nuestra conversión vivimos cuatro etapas.
En la primera, la persona se aleja de Dios, pero no cae en el pecado. Simplemente se centra en las facultades y cualidades que ha obtenido por el hecho de ser un ser creado y dotado de una serie de potencialidades.
Escoger el camino equivocado lleva a perder la libertad y a servir a situaciones ajenas que nos perjudican.
Nuestros sentidos, como la vista y el oído, nunca se cansan de ejercer sus funciones. El hombre debe ser algo más que puro sentido y transcender a lo espiritual, de lo contrario es como si estuviéramos apacentando cerdos y quizás el pasaje en que los demonios son expulsados de un hombre y entran en los puercos, quiera decirnos algo de esto.
El hijo pródigo mira con envidia a todo aquel que no vive halagado por el pecado, o que lleva una vida sencilla sin la costumbre de pecar. Cualquier detalle inocente le parece extraordinario porque él es incapaz de ello. Esa vida normal es la primera fase, a la que sigue otra fundada en el temor de Dios, otra en el goce espiritual de la vida contemplativa siguiendo fielmente a sus maestros, no sin algo de temor ante la posible pérdida de lo alcanzado y la existencia de pensamientos que entorpecen nuestro camino. Vivimos entonces entre el temor de Dios y el consuelo espiritual de nuestro maestro, nos alimentamos con leche tierna porque estamos recorriendo los primeros pasos espirituales. Después de tomar esa leche espiritual pasamos a ingerir alimento sólido, a buscar a Dios en nuestras meditaciones con sincero amor, no como un mercenario que espera objetos materiales. Finalmente llegamos al amor a Dios por si mismo, sin que sea medio para obtener nada y nos recreamos en sus infinitos matices.
Hasta ahora vivía separado de su padre, pero no lo había abandonado. Es verdad que se aleja de su creador, pero si no reniega de él con su conducta, sigue estando muy cerca de él. Así continúa mientras se guía por su voluntad propia y hace cosas lícitas pero inútiles. Mas al apartarse de si mismo cayendo en el pecado, marcha a un país lejano. Lo más apartado del ser absoluto y único es la ausencia del ser. Nada más opuesto al origen, camino y meta del universo como el pecado, que es la pura nada.
3. El castigo de Dios es justo y riguroso: el hijo que huye de su padre se hace siervo de otro. Llega a un país lejano y dice el texto que se puso al servicio de un indígena. Yo creo que se trata de uno de esos espíritus malvados que están irremisiblemente obstinados en el pecado y sólo aman la maldad y la corrupción. Ya no son extranjeros ni advenedizos, sino ciudadanos y moradores del pecado. Decir que ese joven pobre y peregrino se puso al servicio de un indígena significa que se hizo su esclavo. La frase siguiente explica cómo le servía: Se puso al servicio de uno de los naturales del país, que le mandó a sus campos a guardar cerdos.
Advirtamos que la violencia del hambre le obliga a someterse a un hombre sin entrañas. También Israel bajó a Egipto en tiempo de hambre. ¡Qué peligrosa y dañina es el hambre! Convierte en míseros esclavos a los libres, los condena a trabajar el barro y la arcilla, los mezcla con los cerdos y hasta ls convierte en siervos de los cerdos. ¿Por qué le sobrevino semejante miseria alq ue había llegado tan rico, y cargado con todo lo que le había tocado de la herencia paterna? No lo dudemos, por lo que dice un poco antes: derrochó toda su fortuna viviendo con meretrices. Por eso empezó a pasar necesidad.
4. Estas meretrices son las concupiscencias carnales. Se entrega locamente a ellas y despilfarra su fortuna, porque abusa de ellas para el placer. Viene luego un hambre terrible, pues dice la Escritura que el ojo no se sacia de ver, ni el oído de oír. Y se le manda apacentar cerdos, es decir, los sentidos corporales que retozan entre el fango y las inmundicias. ¿ No serán estos puercos aquellos en que entraron los demonios cuando fueron expulsados de un hombre? Al ser arrojados de nuestra razón o de nuestro espíritu, el pecado se refugia en los sentimientos corporales. Así lo insinúa el Apóstol al afirmar que a su espíritu le gusta la ley de Dios, pero su carne percibe esa ley del pecado que está en su cuerpo. Por eso añade en otro lugar: Veo que en mi, es decir, en mis bajos instintos, no anida nada bueno. ¿Qué hacer cuando los espíritus impuros son expulsados del hombre y se apoderan de los cerdos? Buscar el remedio de las lágrimas y arrojarse a las aguas, para que esa corriente impetuosa sofoque la raíz tan pujante del pecado. Aunque la extirpación total del pecado parece estar reservada para el final de los tiempos.
5. He hecho esta disgresión para explicar con con más claridad cómo se apodera el demonio de quien vive esclavo de si mismo. Entra como un hombre fuerte y se adueña del palacio donde sólo encuentra un hombre pobre e indefenso. Yo creo que los hombres están sometidos de tres maneras al jefe de las tinieblas. Algunos ni lo desean ni se niegan a ello: son los que no pueden usar aún su voluntad. Pero son objeto de reprobación por el pecado original, hasta que otro más fuerte encadene a ese fuerte y arramble con todo su ajuar. Ese viene por el Sacramento, como un nuevo Moisés; viene en el agua, pero no sólo con agua, sino con agua y sangre.
Otros lo quieren, y pecan voluntariamente. Y otros no lo desean; quisieran arrepentirse, pero impulsados miserablemente por la naturaleza y por un justo juicio de Dios, siguen manchándose sin cesar. En esta situación parece hallarse el hijo pródigo. Y es realmente pródigo, porque no contento con dilapidar sus bienes, se sometió él mismo a una miserable servidumbre. El infeliz se ve vendido al pecado, recapacita y dice: Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo estoy aquí muriéndome de hambre. Quien lo haya experimentado creo que reconocerá fácilmente en estas palabras un alma sumida en la miseria. ¿Qué hombre, en efecto, hundido en la costumbre de pecar, no se sentiría feliz si pudiera ser como uno de esos que viven negligentes en el mundo sin reproche, a pesar de que no buscan lo de arriba, sino lo de la tierra?
¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia! Es decir, tienen el consuelo de su inocencia y disfrutan el bien de su buena conciencia. Yo, en cambio, estoy muriéndome de hambre, esto es, me abraso en los deseos insaciables del pecado y el halago de los vicios.
También puede interpretarse que no le atormenta el hambre de pan o la sed de agua, sino aquella hambre y sed de la palabra de Dios con que amenazaba el Profeta a Judea. No quiero decir que esto suceda así, sino que así lo siente el miserable humillado en el pecado. De hecho los que tienen un espíritu mundano o egoista no se glorían del testimonio de su conciencia. Pero el pecador arrepentido tiene por muy santo al que se ve inocente bajo algún aspecto. Y dice: Trátame como a uno de tus jornaleros.
6. Esta es la primera etapa en que los hombres comienzan a someterse a Dios y viven como jornaleros bajo la autoridad del padre de familia. Son los que vemos en el mundo, sin desear nada o casi nada las realidades eternas; sirven a Dios por el interés del salario y le piden los bienes terrenos que desean.
En la segunda etapa le aceptan como Señor: es el siervo que teme la cárcel y tiembla al merecer un castigo. Esta actitud es la que llamamos conversión, renuncia del mundo y puerta de la vida. Nos lo dice la Escritura: El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor. Y lo confirma otro Profeta: Concebimos en tu temor y engendramos el espíritu de salvación.
Muy cercano y casi unido con este grado está el tercero: son los que se alimentan aún de leche como niños en Cristo, y parecen vivir siempre pendientes del maestro y pedagogo. Es muy propio de los novicios: comienzan a saborear los consuelos de la meditación espiritual, de la compunción, de la salmodia y otras prácticas semejantes; y sienten un temor infantil de ofender al maestro, para que no les castigue ni les prive de los pequeños regalos con que suele animarles ese instructor tan paternal. Están siempre atentos al Señor y se inquietan cuando se ausenta de ellos una sola hora. No temen ya que les castigue como a esclavos, pero sí que los azote como a niños.
Aceptan la disciplina del maestro para no irritarle ni apartarse del camino recto; para que no les quite la gracia del fervor, sin la cual todo les resulta muy pesado, les abruma el hastío y sienten el azote interior de sus amargos pensamientos. Estos son los azotes con los que Dios castiga a sus hijos más pequeños: los conocemos mejor recurriendo a la experiencia más bien que a las palabras. Por eso dice el Señor por el Profeta: Si sus hijos abandonan mi ley, etc., castigaré con la vara sus pecados y a latigazos sus culpas.
7. Así pues, en estos primeros pasos o etapa infantil se alternan el temor del Señor y la disciplina del maestro. Y quien intenta observarlas fielmente se encuentra a veces en este estado y otras en el siguiente. Por eso al hablar a la Iglesia aún tierna, el Señor le recuerda ambos nombres: Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y co razón, porque lo soy. Reconozcan nuestros novicios que éste es su lugar y procuren mantenerse siempre en él.
Necesitan, ante todo, el temor, para que se les perdonen los pecados y los eviten en el futuro. Lo afirma la Escritura: El Temor del Señor expulsa el pecado, sea el que ya ha sido admitido o el que pretende entrar. El primero lo expulsa con la penitencia, y el otro haciéndole resistencia. Pero como el camino que conduce a la vida es estrecho, vosotros hijitos míos, que sois aún niños en Cristo, necesitáis alguien que os eduque y alimente. Alquien que os enseñe, os guíe, os proteja y acaricie como a niños; y os consuele con todo cariño, para que no muera esa flor tan tierna.
Por eso, no yo, sino el mismo Príncipe y Pastor de la Iglesia os advierte: Como niños recién nacidos, ansiad la leche auténtica, no adulterada; pero no os quedéis en ella, sino creced con ella en la salvación. Otro texto sagrado lo dice con más claridad: Rebosad de gozo todos los que os lamentabais de ella-de Jerusalén, según el contexto- para que bebáis leche y os saciéis de la abundancia de sus consuelos. Y así, cuando se os quite la leche, banqueteéis participando en su gloria.
8. Este es el estado del hijo robusto que vive bajo el Padre. Ya no toma leche, sino alimento sólido. Olvida lo pasado, todo aquello en que su mirada egoísta se entretenía con amargura; y tampoco se fija en lo presente, ni le apetecen los caprichos infantiles. Está volcado en las realidades futuras, en la corona que Dios ofrece y en conseguir su gloria futura; aguarda la dicha que esperamos y la manifestación gloriosa del gran Dios. Deja a un lado las niñerías y no le interesan estas alegrías, agradables sí, pero pasajeras.
Y como avanza hacia la madurez del adulto quiere ocuparse en las cosas de su padre, suspirar por su herencia y dedicarse a ella en incesantes meditaciones. ¿Quién va a pensar que es un mercenario quien así anhela la herencia paterna, y la pide y aguarda con todo su ser? El Profeta afirma que esa es la recompensa propia de un hijo, no de un jornalero: Cuando dé a sus amados el descanso, la herencia del Señor será la recompensa de sus hijos, fruto de sus entrañas.
9. Existe, empero, otro grado más alto y un amor más perfecto que éste. Cuando el corazón está totalmente purificado, el alma no desea ni pide otra cosa a Dios que el mismo Dios. Tras múltiples experiencias ha comprendido que el Señor es bueno con los que esperan en él y con el alma que le busca. Por eso proclama con todo el afecto de su corazón y plenamente convencida aquello del salmista: ¿Qué otra cosa existe para mí en el cielo, y fuera de ti qué me importa la tierra? Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi lote perpetuo.
Esta alma no busca su interés, ni su felicidad, ni su gloria o cosa semejante, ni se guía por un amor centrado en sí misma. Se lanza sin reservas hacia Dios, que absorbe todo su deseo, gozar de él. Por eso contempla sin cesar, y cuando le es posible a cara descubierta la gloria del esposo celeste y se va transformando en su imagen con resplandor creciente, por el Espíritu del Señor. Y merece escuchar: ¡Qué hermosa eres, amiga mía! A lo cual ella responde con libertad: Mi amado es mío y yo suya. En este gozoso y regalado coloquio se recrea radiante con su esposa.
RESUMEN
Dios es un ente dinámico que percibimos bajo distintas formas. Sin embargo, para sí mismo, es inmutable o, en todo caso, un gran misterio para nosotros.
Antes de nuestra conversión vivimos cuatro etapas.
En la primera, la persona se aleja de Dios, pero no cae en el pecado. Simplemente se centra en las facultades y cualidades que ha obtenido por el hecho de ser un ser creado y dotado de una serie de potencialidades.
Escoger el camino equivocado lleva a perder la libertad y a servir a situaciones ajenas que nos perjudican.
Nuestros sentidos, como la vista y el oído, nunca se cansan de ejercer sus funciones. El hombre debe ser algo más que puro sentido y transcender a lo espiritual, de lo contrario es como si estuviéramos apacentando cerdos y quizás el pasaje en que los demonios son expulsados de un hombre y entran en los puercos, quiera decirnos algo de esto.
El hijo pródigo mira con envidia a todo aquel que no vive halagado por el pecado, o que lleva una vida sencilla sin la costumbre de pecar. Cualquier detalle inocente le parece extraordinario porque él es incapaz de ello. Esa vida normal es la primera fase, a la que sigue otra fundada en el temor de Dios, otra en el goce espiritual de la vida contemplativa siguiendo fielmente a sus maestros, no sin algo de temor ante la posible pérdida de lo alcanzado y la existencia de pensamientos que entorpecen nuestro camino. Vivimos entonces entre el temor de Dios y el consuelo espiritual de nuestro maestro, nos alimentamos con leche tierna porque estamos recorriendo los primeros pasos espirituales. Después de tomar esa leche espiritual pasamos a ingerir alimento sólido, a buscar a Dios en nuestras meditaciones con sincero amor, no como un mercenario que espera objetos materiales. Finalmente llegamos al amor a Dios por si mismo, sin que sea medio para obtener nada y nos recreamos en sus infinitos matices.
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