EL OBJETIVO DE ESTA PÁGINA

Recuperar los Sermones de San Bernardo de Claraval para facilitar su conocimiento y divulgación. Acompañar cada sermón con una fotografía, que lo amenice, y un resumen que haga más fácil la lectura. Intentar que, al final de esta aventura intelectual, tengamos un sermón para cada día del año. Un total de 365 sermones. Evidentemente, cualquier comentario será bienvenido y publicado, salvo que su contenido sea ofensivo o esté fuera del tema.

domingo, 5 de octubre de 2014

EN LA DEDICACIÓN DE LA IGLESIA. SERMÓN V


Doble consideración de sí mismo


 Hermanos, hoy clebramos una gran fiesta. Esto es muy fácil decirlo; pero si queréis saber a qué Santo festejamos, ya no es tan fácil. En efecto, cada vez que celebramos la memoria de un apóstol, de un mártir oo de un confesor, no es difícil indicar de qué se trata. Pensemos, por ejemplo, en las fiestas de San Pedro, del glorioso Esteban, de nuestro Padre San Benito o de algún otro príncipe de la curia celestial. La solemnidad de hoy, en cambio, no concierne a ninguno de ellos, aunque es realmente una solemnidad y no de las menores. Voy a decíroslo abiertamente: hoy se celebra la fiesta de la casa del Señor, del templo de Dios, de la ciudad del Rey eterno, de la esposa de Cristo.
 Nadie duda que es santa la esposa del Santo de los santos y dignísima de todo honor. ¿Y por qué dudar de que sea santa la casa de Dios, de la cual se dice: en tu casa reina la santidad? Su templo también es santo y de una perfección admirable. Juan nos atestigua que vio una ciudad santa. Vi bajar del cielo, como una novia que se adorna para su esposo. Con estas citas he comenzado ya a descubrir lo que intenta seguir ocultándoos. Es decir, la esposa y la ciudad son a la vez el templo y la casa. Lo cual no es nada extraño porque uno mismo es el que se digna mostrarse Esposo, Rey, Dios y Padre de familia.
 Pero no creo que quedéis satisfechos mientras no escuchéis con más claridad quién es el que merece llevar el nombre de Casa del Padre de Familia, Templo de Dios, Ciudad de este Rey y Esposa de este Esposo tan insigne. Yo, por mi parte, temo decir lo que pienso, no suceda que alguno de vosotros lo entienda mal o lo acoja con poca humildad y salga de esta reunión envanecido de su incomparable dignidad o escéptico por su espíritu tan mezquino. Quiero que reine siempre en vosotros la fidelidad y la humildad, virtudes imprescindibles para la salvación. Porque solamente los humildes reciben la gracia de aquel a quien sin fe es imposible agradarle. Quiero y deseo ardientemente que os presentéis ante él como pequeños y grandes; más aún -aunque sorprenda-, como que sois nada y algo. Y un algo muy grande. Si no sois magnánimos no podréis conseguir esos bienes tan sublimes ni arrebatar el reino de los cielos. Y si no os hacéis como niños tampoco entraréis en ese reino. 
 Yo no soy un gran pensador y sólo puedo comunicaros el fruto de mi experiencia. Por eso me limitaré a deciros lo que he sentido alguna vez, para que lo imite quien lo crea provechoso. Como estoy convencido de que debo compadecerme de mi mismo para agradar a Dios, pienso frecuentemente en eso y, ojalá pudiera hacerlo sin cesar. Hubo un tiempo que no me gustaba este ejercicio, porque me amaba muy poco, por no decir nada. ¿Quién ama al que desea verle muerto? Y si está fuera de toda duda que la maldad es muerte del alma, la conclusión es evidente: quien ama al mal odia a su propia alma. Yo la odié. Seguiría odiándola aún ahora si no me hubiera enseñado a amarla el que la amó primero. 
 Ayudado, pues, con su gracia, pienso alguna vez en mi alma y encuentro en ella dos cosas contrarias. Si la considero tal como es en sí y de sí misma, es decir, en su pura realidad, lo único que puedo decir es que está totalmente abatida. Es inútil detallar sus miserias; está abrumada de pecados, envuelta en tinieblas, enredada en placeres, llena de ilusiones, inclinada siempre al mal y proclive al vacío; para decirlo de una vez, invadida de confusión y vergüenza. Si toda nuestra justicia, mirada a la luz de la verdad, es como un paño manchado, ¿cómo srán nuestras injusticias? Si nuestra luz es pura tiniebla, ¿qué densidad tendrán nuestras tinieblas? 
 Quien se examine a sí mismo sin ambages y se juzgue imparcialmnte, dará la razón al Apóstol y confesará con toda sencillez: Si alguno se figura ser alg, cuando no es nada, él mismo se engaña. O hará suya aquella otra exclamación llena de fe y humildad. ¿Qué es el hombre para que le des importancia, para que te ocupes de él? Lo sabemos perfectamente: pura vanidad, un soplo, nada. ¿Y cómo puede ser nada el que Dios tanto encumbra? ¿Es nada quien es tan amado de Dios?
Cobremos aliento, hermanos, y si en nuestro corazón no somos nada, tal vez el corazón de Dios nos reserve algo. ¡Oh Padre de las misericordias y Padre de los miserables! ¿Por qué vuelcas en ellos tu corazón? Sí, ya lo sé: donde está tu tesoro allí está tu corazón. ¿Cómo vamos a ser nada si somos tu tesoro? En tu presencia todas las naciones son como si no existieran, no cuentan absolutamente nada. Sí, eso son en tu presencia, pero no en tu corazón. Eso son ante el juicio de la verdad, no para el afecto de tu amor. Tú llamas a las cosas que no existen como a las que existen. No existen porque tu llamas lo que no existe; y existen porque las llamas. No existen en sí mismas, pero existen en ti. Lo dice, claramente el Apóstol: No por las obras sino porque él llama. De este modo consuelas con tu misericordia al que humillas con tu verdad, y se desahoga libremente en tus entrañas el que se ahoga en las suyas. Todos tus caminos se resumen en la misericordia y en la fidelidad para los que guardan tu alianza y tus mandatos: tu alianza que es amor, y tus mandatos que son fidelidad.
 Lee, hombre en tu corazón; lee en tu interir tu propio veredicto de la verdad, y te juzgarás indigno de la luz del sol. Lee después en el corazón de Dios la sentencia rubricada con la sangre del Mediador y verás cuán distinto cuán distinto te resulta poseer algo en esperanza y tenerlo realmente. ¿Qué es el hombre que así lo encumbras? Algo muy grande, mas para el que así lo ensalza. Y la prueba de ello es que se cuida inmensamente de él. Él mismo cuida de nosotros, escribe el apóstol Pedro. Y el Profeta añade: Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor se cuida de mi.
 Aquí vemos el maravilloso equilibrio entre ambas consideraciones: en un mismo momento desciene y asciende; se siente pobre y desgraciado y ve a Dios volcado sobre él. Subir y bajar a un mismo tiempo pertenece a los ángeles: Veréis a los ángeles de Dios subir y bajar por el Hijo del  hombre. Pero ellos no sufren ninguna alteración al subir y bajar, porque continuamente son enviados en ayuda de los que han de heredar la salvación y nunca dejan de estar en la presencia de la majestad. Dios lo ha dispuesto con misericordia: nosotros abundamos en gozo y ellos desconocen la tristeza. ¿Pensáis acaso que si no fuera así soportarían tranquilamente verse alejados ni un solo instante, por atenderos a nosotros, de ese rostro glorioso que les hechiza? El que es la Verdad nos dice el Evangelio, hablando de los niños, que sus ángeles están viendo siempre en el rostro del Padre. Vigilan atentamente a los niños, sin privarse en nada de su propia felicidad. 
 Por ese motivo San Juan vio descender a la Jerusalén celeste, pero no pudo contemplarla erguida. Tampoco dice que la viera caer, sino descender. En otra ocasión sí cayó una gran parte de aquella ciudad; pero esa parte era muy poco santa, ya que el modo de su terrible caída fue haberse rebelado contra el que es la santidad. 
Juan no pudo ver este desastre y esta terrible caída, porque todavía no existía. Pero la vio el Verbo, que existe desde el Principio, y dijo un día a los Apóstoles: Yo veía caer a Satanás de lo alto como un rayo. Esta parte que cayó será reparada por Dios. Él levantará las ruinas y reconstruirá las murallas de Jerusalén; pero no lo hará con ninguno de los que cayeron. En cambio, esta que desciende ya estaba preparada, como nos dice el vidente: Preparada por Dios.
 El hecho de que los ángeles santos descendieran y no cayeran se debe a una prevención divina, que les concedió el deseo y la capacidad para ello. Por eso nos dice el Apóstol que son únicamente administradores, sino enviados a un ministerio. ¿Es mucho que haga descender los cielos en bien de aquellos por quienes quiso el mismo ser enviado por el Padre? ¿Es mucho que haga descender los cielos en favor de aquellos por quienes descendió el Rey de los cielos, y escribió con su dedo en la tierra? Señor, inclina tus cielos. Mas aún: y desciende. ¿Qué más quieres? Que suban con él aquellos con quienes se identificó.
 Ya hemos dicho que las subidas y bajadas de los ángeles son simultáneas. Nosotros, en cambio, debemos alternar de una a otra, porque no podemos perseverar en lo alto, ni nos Subían al cielo y bajaban al abismo, y su alma desfallecía por el mal. ¿Por qué dice esto? Porque en esta vida es más frecuente que el alma sufra el mal que se goce en el bien: el mal es una realidad, el bien es una esperanza. ¿Quién puede salvarse? preguntaron los discípulos al Salvador. Y les dijo: Humanamente eso es imposible, pero no para Dios. Aquí radica nuestra confianza, nuestro único consuelo y la razón exclusiva de nuestra esperanza.
 Estmos ciertos de que es posible, ¿pero sabemos si lo quiere? El hombre no sabe si es digno de amor o de odio. ¿Quien conoce la mente del Señor? ¿Quien es su consejero? Necesitamos apoyarnos en la fe y confiar en el amor, para que su Espíritu nos revele el designio del corazón del Padre sobre nosotros, y asegure a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y que nos convenía de ello, llamándonos y justificándonos gratuitamente por la fe; porque estas dos gracias son el puente que une la predestinación con la glorificación. 
 Si la primera consideración se orientaba al juicio y a la verdad, esta otra se alimenta de la fe y del amor. Nada tiene de extraño que el hombre realice actividades tan dispares, si nos fijamos en la diversidad de naturalezas a que da origen una misma sustancia. ¿Hay algo más sublime que el espíritu de vida? ¿Existe algo más ordinario que el barro? Esta coherencia en el hombre de cosas tan incoherentes, no pasó inadvertida a lo filósofos al definirle como animal racional mortal. Es una admirable unción entre la razón y la muerte, entre la discreción y la corrupción. Idéntica oposición, por no decir mayor, encontramos en las costumbres, afectos y aspiraciones del hombre. Si, observas atentamente su maldad y su inmensa capacidad de bien, te parecerá un verdadero milagro la fusión de realidades tan dispares. De aquí que una misma persona puede ser llamado hijo de Jonás y Satanás. Absolutamente normal. Repasad el Evangelio y veréis cómo la Verdad, y en ambos casos son plena verdad, dijo: Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás; y poco después le dijo: ¡Apártate de mi Satanás! Así pues, el mismo individuo era ambas cosas aunque no tenían el mismo origen. Lo primero lo tenía del Padre, lo segundo del hombre; pero él era una y otra realidad. ¿Por qué era hijo de Jonás? Porque no había recibido la revelación de la carne ni de la sangre, sino del Padre del cielo. ¿Y por qué era Satanás? Porque no pensaba en lo divino sino en lo humano. 
 Apoyémosnos en esa doble consideración para conocernos de verdad: una nos manifiesta nuestra nada y otra nuestra grandeza. La magestad divina está pendiente de nosotros y ha volcado su corazón sobre nosotros. De este modo nos gloriaremos con mesura, e incluso nos sentiremos solidamente orgullosos, porque ya no nos gloriamos en nosotros mismos, sino en el Señor. Nos apoyaremos exclusivamente en él y diremos: Si ha decidido salvarnos, pronto recuperaremos la libertad.
 Después de habernos detenido un momento en esta atalaya, preguntémonos por la casa de Dios, su templo, su ciudad, su esposa. Lo digo con temor y respeto: somos nosotros. Sí nosotros somos todo eso en el corazón de Dios. Lo somos por su gracia no por nuestros méritos. Que el hombre no usurpe lo que es de Dios ni se atribuya su gloria: si lo hace, Dios que le ha dado todo, humillará al orgulloso. Si un ansia pueril nos lleva a querer salvarnos prescindiendo de él, no lo lograremos. Disimular la propia flaqueza es excluirse de la misericordia: no queda lugar para la gracia donde se presumen méritos.
 Por el contrario, la humilde confesión de nuestras dificultaes excita su compasión. Esa confesión es lo único que le mueve a Dios a socorrer nuestra necesidad, como un rico padre de familia y nos hace encontrar pan en abundancia junto a él. Somos su casa donde no falta el alimento vital. Y no olvidemos que él quiere que su casa sea lugar de oración. Así piensa también el salmista cuando nos asegura que en la oración nos da a comer llanto y beber lágrimas a tragos. Por lo demás, como ya dijimos anteriormente con palabras del mismo Profeta, la santidad es el mejor adorno de esta casa. Si a las lágrimas de la penitencia acompaña la pureza del alma, la casa de Dios se convierte en un templo de la divinidad. Sed santos, nos dice el mismo Dios, porque yo, vuestro Dios, soy santo. Y el Apóstol añade ¿no sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu santo y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios lo aniquilará.
¿Será suficiente la santidad? Según el testimonio del Apóstol, también la paz es necesaria: Procurad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá a Dios. Esta paz es la que nos hace vivir juntos, unidos como hermanos, y edifica para nuestro Rey, el verdadero Rey pacífico, una ciudad enteramente nueva llamada Jerusalén, que significa visión de paz. Una multitud que está reunida y no tiene paz, ni observancia de la ley, ni disciplina ni régimen, ni cabeza, no merece llamarse pueblo sino turba. No sería ciudad, sino confusión. Tiene más de Babilonia que de Jerusalén.
 ¿Y cómo puede ser que un Rey tan glorioso se convierta en esposo, y una ciudad en esposa? Esto sólo puede realizarlo el que todo lo puede: el amor, que es más fuerte que la muerte. ¿No va a levantar el alma el que logró inclinar a Dios? Aquí ya no debes considerarte a ti mismo, como antes dijimos, sino realizar al máximo todas las potencialidades de tu fe. Dios mismo nos dice esto: Yo soy tu esposo por la fe, y me desposo y me desposo contigo en juicio en justicia -la mía, no la tuya-, Soy tu esposo por misericordia y compasión. ¿No se ha portado él como un esposo? ¿No ha amado y se ha mostrado celoso como un esposo? Entonces ¿cómo nos consideramos esposas suyas? 
 Por tanto, hermanos, sabemos por experiencia que somos la casa del Padre de familia, por el alimento tan abundante que tenemos: somos templo de Dios por nuestra santificación, ciudad del Rey supremo por nuestra comunión de vida y esposa del Esposo inmortal por el amor. Creo, pues, poder afirmar sin miedo que esta fiesta es realmente nuestra. Y no os extrañe que se celebre en la tierra: también se celebra en el cielo. Si la Verdad infalible nos dice que en el cielo hay alegría por un pecador que se convierte, con mayor razón se alegrarán los ángeles por la conversión de tantos pecadores. ¿Queréis otro testimonio? El Señor se goza en nuestra fortaleza. Alegrémonos, pues, con los ángeles de Dios, gocémons con Dios y celebremos esta fiesta con acción de gracias, y cuanto más familiar es, vivámosla con mayor devoción. 

RESUMEN
La esposa y la ciudad celestial son, a la vez, el templo y la casa del Señor. Debemos vivir con humildad, como niños y, al mismo tiempo, amarnos a nosotros mismos que es lo equivalente a despreciar al mal. Como no logro desprenderme totalmente de las tendencias maléficas, me compadezco de mi mismo y ese es un ejercicio que deberíamos hacer continuamente. El alma del hombre es impura e insignificante. Por eso mismo es difícil entender que seamos tan amados de Dios. Los caminos de Dios son difíciles de entender. Se basan en la misericordia y existe, con la intensidad que desea, lo que quiera que exista. El hombre y la Jerusalén celestial suben y bajan, sufren alegrías y tristezas. En nuestro apoyo Dios manda a sus ángeles que suben y bajan al mismo tiempo y no sufren la tristeza. En otras palabras, permanecemos aislados dependientes del socorro que llega y se va. Sólo Dios, de forma misteriosa, puede abrirnos el camino hacia las alturas celestiales. El hombre es un ser dual, al mismo tiempo angélico y satánico. Sólo Él, si ha decidido salvarnos nos hará recuperar la libertad. Nadie puede profanar el templo de Dios, que es nuestro propio cuerpo, porque Dios lo aniquilará. La Iglesia (la comunidad de los fieles) es la verdadera esposa de Dios y en ese sentido todos somos esposas de ese Dios santo y misericordioso. Debemos celebrar la fiesta de la dedicación a la iglesia con la alegría de que es nuestra fiesta y dando gracias a Dios por nuestra conversión. 

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