SERMÓN TERCERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Grandeza y miseria del corazón
1. Quisiera deciros una palabra sobre aquello de que os hablé hace unos días; algunos miran hacia arriba y otros hacia abajo. Si recordáis las dos ideas que expuse, una era más perfecta que la otra, pero ambas son muy provechosas. Algunos tienen el corazón hacia arriba, como corresponde al hombre que Dios creó recto. Pueden responder con toda verdad a la exhortación del sacerdote: Lo tenemos levantado hacia el Señor. Otros, por el contrario, están inclinados hacia el suelo como los animales, y son la mofa de los espíritus inmundos que les insultan diciendo: Dóblate, vamos a saltar por encima de ti.
Sabéis muy bien que en una comunidad numerosa, es imposible que todos tengan la misma fortaleza física o moral. Nuestra Regla nos aconseja aconseja soportar pacientemente estas debilidades, y la caridad nos pide ser comprensivos con ellas. Ve esto mismo otro y puede dejarse llevar de la envidia, en vez de compadecerse. Ocurre con frecuencia que apreciamos a una persona por algo, y ella se cree miserable y no se soporta pacientemente a sí misma. Con ello demuestra que está encorvado y que con su envilecido corazón sólo aprecia las cosas terrenas. Además de miserable es envidioso. Se fija en las dispensas que el superior concede por caridad a quienes las necesitan, busca otras semejantes y murmura del que se lo niega por pedirlas sin motivo. De aquí brotan desconfianzas, calumnias y escándalos.
2. No digo esto, hermanos, como si tuviera motivo de quejarme de vosotros en esta materia. Pero creo conveniente aconsejaros y preveniros porque entre vosotros hay muchos tiernos y delicados, que por su edad o debilidad necesitan se les suavice en algo el rigor de la observancia regular. Demos gracias al dador de todo bien, porque aquí hay muchos que se apoyan firmes en Dios, y están tan ajenos a esos pobres pensamientos que no se dan cuenta de los otros más débiles que están junto a ellos, y se quejan de hacer menos que nadie. Están siempre atentos a los superiores; se olvidan, como el Apóstol, de lo que queda atrás y se lanzan a lo que está por delante.
¡Cuánto admiro, cuánto venero desde lo más profundo de mi corazón, y con que amor abrazo a los que prescinden de los que les rodean, y se fijan en uno, dos o más de los que ven más fervorosos! Tal vez ellos son más perfectos, pero se fijan continuamente en los otros y desean imitar sus ansias de Dios y sus ejercicios corporales y espirituales.
3. Lo he contado alguna otra vez, pero me complace repetirlo. Un hermano converso pasó todo el tiempo de las vigilias en una admirable meditación. Al despuntar el día me llamó al locutorio y puesto de rodillas me dijo: “¡Ay de mí! Durante las vigilias me he fijado en un monje, y he encontrado en él treinta virtudes, de las cuales yo no tengo ninguna”. Es posible que aquel otro no tuviera ninguna tan grande como la humildad de esta santa emulación. El fruto de este sermón podría ser fijarnos siempre en lo más perfecto, ya que en eso consiste la auténtica humildad. Tal vez en alguna cosa tu has recibido dones mejores que otro hermano; sin embargo, si eres un auténtico imitador, encontrarás otros muchos aspectos en que eres menos perfecto. ¿De qué te sirve trabajar o ayunar más que él, si él te supera en paciencia, te aventaja en humildad y te gana en caridad? ¿Por qué estás pensando sin cesar y tontamente en tus virtudes? Preocúpate más bien de conocer lo que te falta. Es mucho mejor.
Hermanos, ojalá fuéramos igualmente ávidos de la gracia espiritual, como los del mundo que corren tras el dinero. Deberíamos superar infinitamente el mal a fuerza de bien, y desearlo con el ardor que se merece la maravilla a que aspiramos. Al menos seamos como ellos. Nos confunde profundamente que ellos deseen con más pasión las realidades nocivas que nosotros las provechosas. Ellos corren más rápidos a la muerte que nosotros a la vida. ¿Es posible explicar el ansia de dinero que abrasa al avaro, el hambre de gloria que quema al ambicioso, y con qué violencia arrastran a cada uno sus apetitos? Si te fijas, no aprecian lo que tienen, ni consideran el esfuerzo e inquietud que les costó conseguirlo. Si ven que otro posee cualquier tontería, la envidian y desprecian lo suyo por el deseo de lo otro.
4. Por tanto, no pienses demasiado en tus cualidades. Hazlo alguna vez para dar gracias y reconocerte deudor del que las concedió, o para consolarte cuando te invada la tristeza por otros motivos. Fíjate en las virtudes que tienen los demás y que tú no tienes. Esta consideración te mantendrá en la humildad, te alejará del precipicio de la tibieza y estimulará tu deseo de progresar. Y al contrario, mira, cuántos males engendra la obsesión de pensar siempre en tus cualidades y en los defectos ajenos. Al anteponerse a otro te haces soberbio. Al creerte mejor que los demás, descuidas tu progreso. Y al ver que has hecho mucho más que los otros, comienzas a decaer y a instalarte en una vida tibia e indolente.
Recordemos que Dios se enfrenta con los arrogantes, pero concede gracia a los humildes, y maldito quien ejecute con negligencia la obra del Señor. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque si con el espíritu damos muerte a las bajas acciones, viviremos; mas si nos dejamos llevar de los bajos instintos, vamos a la muerte.
RESUMEN
Debemos vivir mirando hacia arriba (a las cosas espirituales) y fijarnos más bien en todo lo bueno que hay en los demás, antes que recrearnos en las virtudes de las que nos creemos poseedores. En ciertos momentos de tristeza puede ser saludable considerar lo bueno que el Creador puso en cada uno de nosotros.
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