Siempre que os reunís para escuchar el mensaje de salvación, me invade, hermanos míos, el profundo temor de que alguno lo reciba con poco dignidad y no como se merece la Palabra de Dios. Es que la tierra que se embebe de las lluvias frecuentes y no da fruto es tierra de desecho, a un paso de la maldición. Por mi parte yo quiero ser fuente de bendiciones y no de maldiciones. Más aún deseo que la bendición de nuestro Padre Celestial -pues no es mía aunque la recibís de mis labios por disposición suya- actúe siempre en vosotros como bendición y jamás se trueque en maldición.
Hoy celebramos el nacimiento de nuestro glorioso maestro Benito. Vosotros esperáis el acostumbrado sermón, y él merece que sea solemne. Debéis apreciar y honrar este nombre tan entrañable, rebosantes de alegría, porque él es vuestro caudillo, vuestro maestro y vuestro legislador. También yo me deleito al recordarlo, aunque, cuando oigo el nombre de padre, me sonrojo. Vosotros y yo le imitamos en la renuncia del mundo y en la profesión de la disciplina monástica. Pero, además de eso, soy el único que comparto con él el nombre de abad.
Sí, él fue abad, y yo también. Pero ¡qué abad y qué abad! El título es idéntico, pero en uno se reduce a una pobre sombra de una gran realidad. El ministerio es el mismo, pero ¡ay de mí! ¡Qué distintos son los ministros y que abismo en su manera de actuar! Pobre de mí, bienaventurado Benito, si estoy tan alejado de ti en la otra vida como ahora me veo tan distante de las huellas de tu santidad! No tengo por qué alargarme más en esto. Estoy hablando a quienes me conocen muy bien. Sólo os pido que aliviéis con vuestra compasión de hermanos esta vergüenza y temor que siento.
Ya que se me ha confiado este ministerio y no tengo nada que ofreceros, voy a pedir al mismo San Benito tres panes para que los comáis. Sí, alimentaos con su santidad, su justicia y su piedad. Recordad, hermanos, que no todos los que asistieron a la procesión del Señor tendieron sus vestidos por el suelo. Si Dios quiere celebraremos muy pronto aquella entrada del Señor antes de su pasión. El iba montado en un asno y le acompañaba un gran gentío. Algunos extendían sus mantos por el camino y otros cortaban ramas de árboles. En realidad eran unos detalles insignificantes porque los habían recibido gratis y los daban de balde. Pero al menos hicieron algo y no se dice que se les expulsara de la procesión.
Vosotros, hermanos míos, sois el humilde jumento de Cristo y podéis aplicaros aquello del Profeta: Soy como un jumento ante ti y estaré siempre contigo. En vosotros se sienta Cristo porque el alma del justo es trono de la Sabiduría; y el Apóstol afirma que Cristo es trono de la virtud y sabiduría de Dios. Ya que no tengo unos mantos para poner a vuestros pies, intentaré cortar, al menos, unas ramas para cooperar de algún modo con mi ministerio a esta grandiosa procesión.
San Benito fue un árbol frondoso y fecundo: un árbol plantado junto a un río caudaloso. ¿Por dónde fluía este río? Por los valles, porque los ríos fluyen entre los montes. ¿No veis cómo serpentean los torrentes por los flancos de las montañas y caminan presurosos por los humildes valles? Lo mismo ocurre aquí: Dios se enfrenta con los arrogantes, pero concede gracia a los humildes. Pisa tú tranquilamente aquí, si te crees jumento de Cristo; apóyate en esta rama y camina por el sendero del valle.
La vieja serpiente se encaramó al monte, mordió al caballo en la pezuña, y el jinete cayó despedido hacia atrás. Tú elige los valles para caminar y para plantar. En los montes no solemos plantar árboles, porque casi todos son áridos y rocosos. En los valles, en cambio, hay mucho mantillo: medran las plantas, hay buenas espigas y se cosecha el ciento por uno. Lo dice la Escritura: los valles se cargan de mieses. Ya ves: al valle se le encomia siempre y a la humildad siempre se la ensalza. Planta, pues, tú también junto a la corriente de aguas, porque allí abundan los dones del Espíritu y las aguas que cuelgan en el cielo alaban el nombre del Señor. Es decir, las bendiciones celestiales impulsan a alabarlo.
Carísimos, perseveremos aquí y estemos bien plantados para no secarnos. No seamos veletas, como dice la Escritura: si el que manda se enfurece contra ti, tu no dejes tu puesto. Ninguna tentación os abatirá si no aspiráis a grandezas que superan vuestra capacidad y estáis arraigados y cimentados en las gruesas raíces de la humildad. Este santo confesor del Señor estaba plantado junto a la corriente de las aguas, y por eso dió fruto en su sazón.
Algunos no dan fruto. Otros lo dan, pero no es el suyo propio. Y otros dan su fruto pero no a su tiempo. Hay plantas estériles como el roble, el olmo o los árboles silvestres. Nadie las cultiva en su huerta, porque no dan fruto, y lo poco que dan no lo comen las personas sino los cerdos. Así son los hijos de este mundo entregados a comilonas y borracheras, orgías y desenfrenos, sensualidad y torpeza. Esta comida de puercos la tiene prohibida el auténtico judío y el cristiano no debe ni olerla. Si comemos carne de cerdo, se mezcla con la nuestra y se identifica con nosotros. Lo mismo ocurre con quien infringe los preceptos del Señor: se asocia a los espíritus inmundos e identificado con ellos, se convierte en un verdadero demonio.
Por eso estaba prohibido ofrecer aquel animal como holocausto, porque simboliza a los espíritus sucios e inmundos, que rechazan la limpieza y se revuelcan en sus propios excrementos, envueltos en el cieno de sus crímenes y vicios. El evangelio nos dice también que aquella maldita legión, al ser expulsada de un hombre, pidió meterse en el animal más parecido a ella, el cerdo. Y se le concedió. Para esos dan fruto los árboles estériles, a cuya raíz hay un hacha preparada.
Los árboles que dan fruto, pero no el suyo propio, son los hipócritas. Lo mismo que Simón Cireneo, llevan una cruz que no es la suya. Y lo hacen a la fuerza, porque carecen de espíritu religioso. Por el deseo de la gloria se ven obligados a hacer lo que les repugna. La expresión a su tiempo va contra los que pretenden dar fruto antes de tiempo. ¿No tememos nosotros que se pierdan las flores de los árboles cuando brotan prematuramente? Lo mismo con ciertas personas: dan frutos prematuros, pero insípidos. Al día siguiente de su conversión quieren comunicar ya su fruto a los demás. Se saltan las normas y trabajan con el primogénito de las vacas o esquilan las primicias de las ovejas.
¿Queréis saber con qué cuidado evitó esto nuestro santo Maestro? Aquí tenéis un ramo de muestra: vivió tres años a solas con Dios y totalmente desconocido de los hombres. Dio mucho fruto, bien lo sabéis, pero a su tiempo. Cuando le atormentaba la pasión carnal y estaba casi al borde de ceder y dejar la soledad, ni se le ocurrió dar su fruto a los demás. Yo no me olvidaré jamás de este ramo. Es verdad que molesta por sus agudas espinas, pero en ellas se arrojó este bendito del Señor, y no deja de ser muy provechoso. Sí, es muy útil para que el jumento del Señor evite las trampas de las tentaciones; y en vez de consentir en ellas, resista denodadamente y confíe en el Señor sin perder la esperanza. Pon tu aquí tus pies, jumento de Cristo, y, por muy importante que sea la tentación, no cedas, ni pienses jamás que estás desamparado del Señor. Recuerda lo que dice la Escritura: Invócame el el día del peligro. Yo te libraré y tú me darás gloria.
Como os venía diciendo, San Benito no pensó que le había llegado el tiempo de la cosecha cuando sufría tan grandes tentaciones. Pero llegó el momento y dio fruto a su tiempo. Entre sus frutos encontramos aquellos tres que indiqué anteriormente: su santidad, su justicia y su piedad. Los milagros confirman su santidad, la doctrina es signo de la piedad y su vida patentiza su justicia. Ahí tienes, jumento de Cristo, unos ramos de hojas verdes cuajados de flores y cargados de frutos. Apóyate en ellos y avanzarás con toda seguridad.
Pero a qué fin te propongo sus milagros? ¿Para que también tu quieras realizarlos? En absoluto. Unicamente, para que te apoyes en ellos, es decir, para que confíes y te alegres de tener un pastor tan magnífico y un patrono tan extraordinario. Si fue tan poderoso en la tierra, mucho más lo es en el cielo. A tanta plenitud de gracia corresponde una gloria sublime. De la vitalidad de las raíces depende la frondosidad de las ramas. Suele también decirse: "Si quieres saber cuántas raíces tiene un árbol, cuenta sus ramas". Por eso, aunque nosotros no hacemos milagros, nos gozamos muchísimo con los de nuestro patrono.
Su doctrina, en cambio, nos instruye y guía nuestros pasos por el camino de la paz. Y su integridad de vida nos infunde aliento y vigor, porque estamos seguros de que sus enseñanzas son el reflejo de su vida, y eso nos impulsa a practicar generosamente lo que nos pide. El sermón más elocuente y eficaz es el propio ejemplo, pues el que practica lo que enseña convence de que es posible aquello que aconseja.
Así es cómo la santidad alienta, la piedad instruye y la justicia confirma. ¡Qué amor tan grande supone haber sido útil a sus coetáneos y preocuparse de sus sucesores! Este árbol no sólo dio fruto a los de su tiempo, sino que continúa creciendo y dando fruto. Ha sido muy amado de Dios y de los hombres. Porque cuando vivía estuvo colmado de bendiciones, como tantos otros que sólo fueron amados y conocidos de Dios. Y su recuerdo es para nosotros una fuente de gracias. Hoy mismo proclama de tres maneras su amor al Señor y alimenta su rebaño con estos tres frutos: su vida, su doctrina y su intercesión.
Carísimos míos, acudid sin cesar a ellos y frustificad también vosotros. Vuestro único destino es caminar y dar fruto. ¿De dónde tenéis que partir? De vosotros mismos. Lo dice la Escritura: Deja tu propia voluntad. También el Señor salió a sembrar su semilla. Fijaos: ahora habla de su semilla y antes habló de su fruto. Imitémosle, hermanos. Ha venido únicamente para ser nuestro modelo y enseñarnos el camino.
Pero tal vez podíamos añadir que el Señor es un árbol, y debemos tomar de él las ramas que ponemos a vuestros pies. No hay duda que es un auténtico árbol, una planta celestial trasplantada en la tierra, como dice la Escritura: La verdad brotó de la tierra. Aquí tenéis una de sus ramas: se anonadó. Haced vosotros lo mismo, como os lo repite conmigo el Apóstol: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. El, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se anonadó y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos.
Queridos hermanos, anonadaos también vosotros, humillaos, enterraos y despreciaos. Sembrad un cuerpo animal, y resucitará un cuerpo espiritual. Despreciad vuestras propias vidas, y las conservaréis para una vida sin término. ¿Queréis saber cómo practicó el Apóstol esto que nos enseña? Escuchadle: Si perdemos el juicio, es por Dios, y si somos cabales, es por vosotros. ¿Qué ha hecho por ti? Aquí lo tienes: yo soy como un objeto perdido. La mejor manera de perderse es no hacer nada para sí mismo, sino dirigir plenamente la intención y el deseo a complacer a Dios y al bien de los hermanos. Desgraciado, en cambio, quien siembra en la carne, porque cosechará corrupción.
En otro lugar está escrito: Dichosos los que siembran en todas las aguas. ¿Es posible sembrar en todas las aguas? Tal vez se refiera a aquellas aguas de la Escritura: Las aguas que están en el cielo alaben el nombre del Señor, es decir, las virtudes angélicas y pueblos celestes. Sí, a eso se refiere, porque somos el espectáculo del mundo, de los ángeles y los hombres.
Sembremos, pues, en los hombres el ejemplo de obras sinceramente buenas. Sembremos en los ángeles el gozo profundo de nuestras aspiraciones más íntimas y de todo aquello que sólo ellos conocen. Los ángeles de Dios sienten una inmensa alegría por un solo pecador que se enmienda. Por eso dice el Apóstol: Obrad lo bueno no sólo ante Dios, sino también ante los hombres. Ante Dios quiere decir ante aquellos que están en su presencia. Les complace mucho ver orar en silencio, meditar algún salmo o hacer algo semejante. Esa es, hermanos, vuestra sementera y vuestra cosecha. Sembrad, que eso mismo han hecho otros muchos antes que vosotros. Dad fruto, porque ellos sembraron para vosotros.
¡Linaje de Adán! ¡Cuántos han sembrado en ti, y qué simiente tan estupenda! ¡Qué muerte tan atroz y tan merecida será la tuya si se malogra en ti tanta simiente y tanto sudor de los sembradores! ¿A qué tormento te condenará el labrador si echas a perder todo esto? Sembró en nuestra tierra la misma Trinidad, sembraron los ángeles y apóstoles, los mártires, los confesores y las vírgenes.
La simiente de Dios Padre fue aquella Palabra inefable que brotó de su corazón. El Señor derramó su bondad, y nuestra tierra dió su fruto. También sembró el Hijo, pues él fue precisamente quien salió a sembrar su simiente. No fue el Padre quien salió, sino el Hijo, que procede del Padre y vino al mundo. Era un designio de paz en el corazón del Padre, y quiso ser nuestra paz en el seno de su Madre. El Espíritu Santo sembró cuando vino, y aparecieron unas lenguas como de fuego sobre los discípulos. Sembró, pues, toda la Trinidad: el Padre, el pan del cielo; el Hijo la verdad; y el Espíritu Santo, la caridad.
La sementera de los ángeles consistió en permanecer fieles al ver caer a tantos otros. Escuchad el grito de aquel Lucifer, que ya no es lucero, sino pura tiniebla y oscuridad: Me sentaré en el monte de la asamblea y me igualaré al Altísimo. ¡Qué necio y qué imprudente! Le sirven miles y miles, son millones los que están a sus órdenes, ¿y qué piensas tú? El profeta dice que los querubines están en pie y no sentados. ¿Qué has hecho tú para sentarte? Todos aquellos son espíritus en servicio activo, para ayudar a los que han de heredar la salvación, ¿y tú sueñas en sentarte? ¿Qué has sembrado para ir ya a cosechar? Esto no es tuyo ni te pertenece; será para los designados por el Padre. ¿Les tienes envidia? Esos sí que se sentarán. Esos gusanos de la tierra se sentarán para juzgar. Tú, en cambio, en vez de eso, estarás en pie para ser juzgado. ¿No sabéis, dice el Apóstol, que juzgaremos a los ángeles? Al ir iban llorando llevando las semillas, pero al volver vuelven cantando trayendo sus gavillas.
Las gavillas que buscas son el honor y el descanso. Anhelas el trono y la grandeza, pero no lo conseguirás. Si no sembraste, tampoco cosecharás. Los que siembran trabajo y humildad recogen honor y descanso. A cambio de su vergüenza y sonrojo poseerán el doble en su país. Esto mismo suplicaba aquel otro: Mira mis trabajos y desprecios. Hoy mismo habéis oído al Señor en el evangelio que promete y dice a sus discípulos: Os senteréis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Aquí tenéis el asiento para descansar y el honor de juzgar. El mismo Señor quiso llegar a esto por la humillación y el trabajo. Quiso ser condenado a una muerte ignominiosa, sometido a tormentos y saturado de afrentas, para que el enemigo quede avergonzado, y junto a él, todos sus secuaces que se extravían del camino.
Ese es, ¡oh malvado!, ése es el que se sentará en el trono de la majestad, por ser semejante al Altísimo y Altísimo como élo. Así lo comprendieron los ángeles santos, y por eso, al precipitarse el Malo, ellos no lo siguieron en su apostasía. Nos dieron el ejemplo de estar entregados al servicio para que nosotros hagamos lo mismo. En cambio, los que rehúyen el trabajo y arrebatan honores estén ciertos que imitan al que buscó el trono y la altura. Si no les asusta su culpa, también, al menos ante el castigo. Todo le salió al revés: se convirtió en objeto de burla y se le preparó un fuego eterno. Para evitar esto, los ángeles santos nos sembraron la prudencia, pues cuando otros se hundieron, ellos supieron ser fieles.
También los apóstoles nos sembraron esta misma simiente cuando se unieron al Señor. En cambio, los que seguían la sabiduría de este mundo -pura necedad ante Dios- y la astucia de la carne -que produce la muerte y es enemiga de Dios- se retiraron de él. Se escandalizaron al oírle hablar del sacramenteo de su carne y de su de su sangre y lo abandonaron para siempre. Los discípulos, empero, a la pregunta de si también ellos se marchaban, respondieron: ¿A quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna.
Hermanos, imitemos esta prudencia, porque aún hoy son muchos los que siguen a Jesús. Pero, cuando llega el momento de comer su carne y beber su sangre, es decir, participar en su pasión -esto significan esas palabras y el mismo sacramento-, entonces se escandalizan y retiran, diciendo: ¡Qué palabras más intolerables! Nosotros tengamos la sensatez de los apóstoles y digamos: Señor, a quién vamos a ir. En tus palabras hay vida eterna. No nos alejaremos de ti y tu nos darás vida. No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
No sólo el mundo tiene sus placeres, también los hay, y mucho mayores, en tus palabras. Lo dice el Profeta: ¡Qué dulce al paladar son tus palabras! Más que la miel en mi boca. ¿A quién otro vamos a ir? Señor, tus palabras son vida eterna y valen mucho más que cuanto el mundo puede ofrecer. No sólo esa vida es alegría, sino también la promesa de la vida eterna y la esperanza de los justos. Y una alegría tan profunda que supera todo deseo. Esta es la prudencia que nos sembraron los santos apóstoles.
Es evidente que los mártires nos sembraron la fortaleza. Los confesores, la justicia, a la que siempre estuvieron abrazados. Existe entre los mártires y confesores la misma diferencia que entre Pedro, al dejar todas sus cosas, y Abrahán, que hizo buen uso de todas sus cosas, y Abrahán, que hizo buen uso de toda su hacienda. Aquéllos en poco tiempo llenaron muchos años y éstos soportaron muchas penas y penosos martirios. No hay duda que las vírgenes santas sembraron la templanza pisoteando la sensualidad.
Sí, él fue abad, y yo también. Pero ¡qué abad y qué abad! El título es idéntico, pero en uno se reduce a una pobre sombra de una gran realidad. El ministerio es el mismo, pero ¡ay de mí! ¡Qué distintos son los ministros y que abismo en su manera de actuar! Pobre de mí, bienaventurado Benito, si estoy tan alejado de ti en la otra vida como ahora me veo tan distante de las huellas de tu santidad! No tengo por qué alargarme más en esto. Estoy hablando a quienes me conocen muy bien. Sólo os pido que aliviéis con vuestra compasión de hermanos esta vergüenza y temor que siento.
Ya que se me ha confiado este ministerio y no tengo nada que ofreceros, voy a pedir al mismo San Benito tres panes para que los comáis. Sí, alimentaos con su santidad, su justicia y su piedad. Recordad, hermanos, que no todos los que asistieron a la procesión del Señor tendieron sus vestidos por el suelo. Si Dios quiere celebraremos muy pronto aquella entrada del Señor antes de su pasión. El iba montado en un asno y le acompañaba un gran gentío. Algunos extendían sus mantos por el camino y otros cortaban ramas de árboles. En realidad eran unos detalles insignificantes porque los habían recibido gratis y los daban de balde. Pero al menos hicieron algo y no se dice que se les expulsara de la procesión.
Vosotros, hermanos míos, sois el humilde jumento de Cristo y podéis aplicaros aquello del Profeta: Soy como un jumento ante ti y estaré siempre contigo. En vosotros se sienta Cristo porque el alma del justo es trono de la Sabiduría; y el Apóstol afirma que Cristo es trono de la virtud y sabiduría de Dios. Ya que no tengo unos mantos para poner a vuestros pies, intentaré cortar, al menos, unas ramas para cooperar de algún modo con mi ministerio a esta grandiosa procesión.
San Benito fue un árbol frondoso y fecundo: un árbol plantado junto a un río caudaloso. ¿Por dónde fluía este río? Por los valles, porque los ríos fluyen entre los montes. ¿No veis cómo serpentean los torrentes por los flancos de las montañas y caminan presurosos por los humildes valles? Lo mismo ocurre aquí: Dios se enfrenta con los arrogantes, pero concede gracia a los humildes. Pisa tú tranquilamente aquí, si te crees jumento de Cristo; apóyate en esta rama y camina por el sendero del valle.
La vieja serpiente se encaramó al monte, mordió al caballo en la pezuña, y el jinete cayó despedido hacia atrás. Tú elige los valles para caminar y para plantar. En los montes no solemos plantar árboles, porque casi todos son áridos y rocosos. En los valles, en cambio, hay mucho mantillo: medran las plantas, hay buenas espigas y se cosecha el ciento por uno. Lo dice la Escritura: los valles se cargan de mieses. Ya ves: al valle se le encomia siempre y a la humildad siempre se la ensalza. Planta, pues, tú también junto a la corriente de aguas, porque allí abundan los dones del Espíritu y las aguas que cuelgan en el cielo alaban el nombre del Señor. Es decir, las bendiciones celestiales impulsan a alabarlo.
Carísimos, perseveremos aquí y estemos bien plantados para no secarnos. No seamos veletas, como dice la Escritura: si el que manda se enfurece contra ti, tu no dejes tu puesto. Ninguna tentación os abatirá si no aspiráis a grandezas que superan vuestra capacidad y estáis arraigados y cimentados en las gruesas raíces de la humildad. Este santo confesor del Señor estaba plantado junto a la corriente de las aguas, y por eso dió fruto en su sazón.
Algunos no dan fruto. Otros lo dan, pero no es el suyo propio. Y otros dan su fruto pero no a su tiempo. Hay plantas estériles como el roble, el olmo o los árboles silvestres. Nadie las cultiva en su huerta, porque no dan fruto, y lo poco que dan no lo comen las personas sino los cerdos. Así son los hijos de este mundo entregados a comilonas y borracheras, orgías y desenfrenos, sensualidad y torpeza. Esta comida de puercos la tiene prohibida el auténtico judío y el cristiano no debe ni olerla. Si comemos carne de cerdo, se mezcla con la nuestra y se identifica con nosotros. Lo mismo ocurre con quien infringe los preceptos del Señor: se asocia a los espíritus inmundos e identificado con ellos, se convierte en un verdadero demonio.
Por eso estaba prohibido ofrecer aquel animal como holocausto, porque simboliza a los espíritus sucios e inmundos, que rechazan la limpieza y se revuelcan en sus propios excrementos, envueltos en el cieno de sus crímenes y vicios. El evangelio nos dice también que aquella maldita legión, al ser expulsada de un hombre, pidió meterse en el animal más parecido a ella, el cerdo. Y se le concedió. Para esos dan fruto los árboles estériles, a cuya raíz hay un hacha preparada.
Los árboles que dan fruto, pero no el suyo propio, son los hipócritas. Lo mismo que Simón Cireneo, llevan una cruz que no es la suya. Y lo hacen a la fuerza, porque carecen de espíritu religioso. Por el deseo de la gloria se ven obligados a hacer lo que les repugna. La expresión a su tiempo va contra los que pretenden dar fruto antes de tiempo. ¿No tememos nosotros que se pierdan las flores de los árboles cuando brotan prematuramente? Lo mismo con ciertas personas: dan frutos prematuros, pero insípidos. Al día siguiente de su conversión quieren comunicar ya su fruto a los demás. Se saltan las normas y trabajan con el primogénito de las vacas o esquilan las primicias de las ovejas.
¿Queréis saber con qué cuidado evitó esto nuestro santo Maestro? Aquí tenéis un ramo de muestra: vivió tres años a solas con Dios y totalmente desconocido de los hombres. Dio mucho fruto, bien lo sabéis, pero a su tiempo. Cuando le atormentaba la pasión carnal y estaba casi al borde de ceder y dejar la soledad, ni se le ocurrió dar su fruto a los demás. Yo no me olvidaré jamás de este ramo. Es verdad que molesta por sus agudas espinas, pero en ellas se arrojó este bendito del Señor, y no deja de ser muy provechoso. Sí, es muy útil para que el jumento del Señor evite las trampas de las tentaciones; y en vez de consentir en ellas, resista denodadamente y confíe en el Señor sin perder la esperanza. Pon tu aquí tus pies, jumento de Cristo, y, por muy importante que sea la tentación, no cedas, ni pienses jamás que estás desamparado del Señor. Recuerda lo que dice la Escritura: Invócame el el día del peligro. Yo te libraré y tú me darás gloria.
Como os venía diciendo, San Benito no pensó que le había llegado el tiempo de la cosecha cuando sufría tan grandes tentaciones. Pero llegó el momento y dio fruto a su tiempo. Entre sus frutos encontramos aquellos tres que indiqué anteriormente: su santidad, su justicia y su piedad. Los milagros confirman su santidad, la doctrina es signo de la piedad y su vida patentiza su justicia. Ahí tienes, jumento de Cristo, unos ramos de hojas verdes cuajados de flores y cargados de frutos. Apóyate en ellos y avanzarás con toda seguridad.
Pero a qué fin te propongo sus milagros? ¿Para que también tu quieras realizarlos? En absoluto. Unicamente, para que te apoyes en ellos, es decir, para que confíes y te alegres de tener un pastor tan magnífico y un patrono tan extraordinario. Si fue tan poderoso en la tierra, mucho más lo es en el cielo. A tanta plenitud de gracia corresponde una gloria sublime. De la vitalidad de las raíces depende la frondosidad de las ramas. Suele también decirse: "Si quieres saber cuántas raíces tiene un árbol, cuenta sus ramas". Por eso, aunque nosotros no hacemos milagros, nos gozamos muchísimo con los de nuestro patrono.
Su doctrina, en cambio, nos instruye y guía nuestros pasos por el camino de la paz. Y su integridad de vida nos infunde aliento y vigor, porque estamos seguros de que sus enseñanzas son el reflejo de su vida, y eso nos impulsa a practicar generosamente lo que nos pide. El sermón más elocuente y eficaz es el propio ejemplo, pues el que practica lo que enseña convence de que es posible aquello que aconseja.
Así es cómo la santidad alienta, la piedad instruye y la justicia confirma. ¡Qué amor tan grande supone haber sido útil a sus coetáneos y preocuparse de sus sucesores! Este árbol no sólo dio fruto a los de su tiempo, sino que continúa creciendo y dando fruto. Ha sido muy amado de Dios y de los hombres. Porque cuando vivía estuvo colmado de bendiciones, como tantos otros que sólo fueron amados y conocidos de Dios. Y su recuerdo es para nosotros una fuente de gracias. Hoy mismo proclama de tres maneras su amor al Señor y alimenta su rebaño con estos tres frutos: su vida, su doctrina y su intercesión.
Carísimos míos, acudid sin cesar a ellos y frustificad también vosotros. Vuestro único destino es caminar y dar fruto. ¿De dónde tenéis que partir? De vosotros mismos. Lo dice la Escritura: Deja tu propia voluntad. También el Señor salió a sembrar su semilla. Fijaos: ahora habla de su semilla y antes habló de su fruto. Imitémosle, hermanos. Ha venido únicamente para ser nuestro modelo y enseñarnos el camino.
Pero tal vez podíamos añadir que el Señor es un árbol, y debemos tomar de él las ramas que ponemos a vuestros pies. No hay duda que es un auténtico árbol, una planta celestial trasplantada en la tierra, como dice la Escritura: La verdad brotó de la tierra. Aquí tenéis una de sus ramas: se anonadó. Haced vosotros lo mismo, como os lo repite conmigo el Apóstol: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. El, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se anonadó y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos.
Queridos hermanos, anonadaos también vosotros, humillaos, enterraos y despreciaos. Sembrad un cuerpo animal, y resucitará un cuerpo espiritual. Despreciad vuestras propias vidas, y las conservaréis para una vida sin término. ¿Queréis saber cómo practicó el Apóstol esto que nos enseña? Escuchadle: Si perdemos el juicio, es por Dios, y si somos cabales, es por vosotros. ¿Qué ha hecho por ti? Aquí lo tienes: yo soy como un objeto perdido. La mejor manera de perderse es no hacer nada para sí mismo, sino dirigir plenamente la intención y el deseo a complacer a Dios y al bien de los hermanos. Desgraciado, en cambio, quien siembra en la carne, porque cosechará corrupción.
En otro lugar está escrito: Dichosos los que siembran en todas las aguas. ¿Es posible sembrar en todas las aguas? Tal vez se refiera a aquellas aguas de la Escritura: Las aguas que están en el cielo alaben el nombre del Señor, es decir, las virtudes angélicas y pueblos celestes. Sí, a eso se refiere, porque somos el espectáculo del mundo, de los ángeles y los hombres.
Sembremos, pues, en los hombres el ejemplo de obras sinceramente buenas. Sembremos en los ángeles el gozo profundo de nuestras aspiraciones más íntimas y de todo aquello que sólo ellos conocen. Los ángeles de Dios sienten una inmensa alegría por un solo pecador que se enmienda. Por eso dice el Apóstol: Obrad lo bueno no sólo ante Dios, sino también ante los hombres. Ante Dios quiere decir ante aquellos que están en su presencia. Les complace mucho ver orar en silencio, meditar algún salmo o hacer algo semejante. Esa es, hermanos, vuestra sementera y vuestra cosecha. Sembrad, que eso mismo han hecho otros muchos antes que vosotros. Dad fruto, porque ellos sembraron para vosotros.
¡Linaje de Adán! ¡Cuántos han sembrado en ti, y qué simiente tan estupenda! ¡Qué muerte tan atroz y tan merecida será la tuya si se malogra en ti tanta simiente y tanto sudor de los sembradores! ¿A qué tormento te condenará el labrador si echas a perder todo esto? Sembró en nuestra tierra la misma Trinidad, sembraron los ángeles y apóstoles, los mártires, los confesores y las vírgenes.
La simiente de Dios Padre fue aquella Palabra inefable que brotó de su corazón. El Señor derramó su bondad, y nuestra tierra dió su fruto. También sembró el Hijo, pues él fue precisamente quien salió a sembrar su simiente. No fue el Padre quien salió, sino el Hijo, que procede del Padre y vino al mundo. Era un designio de paz en el corazón del Padre, y quiso ser nuestra paz en el seno de su Madre. El Espíritu Santo sembró cuando vino, y aparecieron unas lenguas como de fuego sobre los discípulos. Sembró, pues, toda la Trinidad: el Padre, el pan del cielo; el Hijo la verdad; y el Espíritu Santo, la caridad.
La sementera de los ángeles consistió en permanecer fieles al ver caer a tantos otros. Escuchad el grito de aquel Lucifer, que ya no es lucero, sino pura tiniebla y oscuridad: Me sentaré en el monte de la asamblea y me igualaré al Altísimo. ¡Qué necio y qué imprudente! Le sirven miles y miles, son millones los que están a sus órdenes, ¿y qué piensas tú? El profeta dice que los querubines están en pie y no sentados. ¿Qué has hecho tú para sentarte? Todos aquellos son espíritus en servicio activo, para ayudar a los que han de heredar la salvación, ¿y tú sueñas en sentarte? ¿Qué has sembrado para ir ya a cosechar? Esto no es tuyo ni te pertenece; será para los designados por el Padre. ¿Les tienes envidia? Esos sí que se sentarán. Esos gusanos de la tierra se sentarán para juzgar. Tú, en cambio, en vez de eso, estarás en pie para ser juzgado. ¿No sabéis, dice el Apóstol, que juzgaremos a los ángeles? Al ir iban llorando llevando las semillas, pero al volver vuelven cantando trayendo sus gavillas.
Las gavillas que buscas son el honor y el descanso. Anhelas el trono y la grandeza, pero no lo conseguirás. Si no sembraste, tampoco cosecharás. Los que siembran trabajo y humildad recogen honor y descanso. A cambio de su vergüenza y sonrojo poseerán el doble en su país. Esto mismo suplicaba aquel otro: Mira mis trabajos y desprecios. Hoy mismo habéis oído al Señor en el evangelio que promete y dice a sus discípulos: Os senteréis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Aquí tenéis el asiento para descansar y el honor de juzgar. El mismo Señor quiso llegar a esto por la humillación y el trabajo. Quiso ser condenado a una muerte ignominiosa, sometido a tormentos y saturado de afrentas, para que el enemigo quede avergonzado, y junto a él, todos sus secuaces que se extravían del camino.
Ese es, ¡oh malvado!, ése es el que se sentará en el trono de la majestad, por ser semejante al Altísimo y Altísimo como élo. Así lo comprendieron los ángeles santos, y por eso, al precipitarse el Malo, ellos no lo siguieron en su apostasía. Nos dieron el ejemplo de estar entregados al servicio para que nosotros hagamos lo mismo. En cambio, los que rehúyen el trabajo y arrebatan honores estén ciertos que imitan al que buscó el trono y la altura. Si no les asusta su culpa, también, al menos ante el castigo. Todo le salió al revés: se convirtió en objeto de burla y se le preparó un fuego eterno. Para evitar esto, los ángeles santos nos sembraron la prudencia, pues cuando otros se hundieron, ellos supieron ser fieles.
También los apóstoles nos sembraron esta misma simiente cuando se unieron al Señor. En cambio, los que seguían la sabiduría de este mundo -pura necedad ante Dios- y la astucia de la carne -que produce la muerte y es enemiga de Dios- se retiraron de él. Se escandalizaron al oírle hablar del sacramenteo de su carne y de su de su sangre y lo abandonaron para siempre. Los discípulos, empero, a la pregunta de si también ellos se marchaban, respondieron: ¿A quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna.
Hermanos, imitemos esta prudencia, porque aún hoy son muchos los que siguen a Jesús. Pero, cuando llega el momento de comer su carne y beber su sangre, es decir, participar en su pasión -esto significan esas palabras y el mismo sacramento-, entonces se escandalizan y retiran, diciendo: ¡Qué palabras más intolerables! Nosotros tengamos la sensatez de los apóstoles y digamos: Señor, a quién vamos a ir. En tus palabras hay vida eterna. No nos alejaremos de ti y tu nos darás vida. No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
No sólo el mundo tiene sus placeres, también los hay, y mucho mayores, en tus palabras. Lo dice el Profeta: ¡Qué dulce al paladar son tus palabras! Más que la miel en mi boca. ¿A quién otro vamos a ir? Señor, tus palabras son vida eterna y valen mucho más que cuanto el mundo puede ofrecer. No sólo esa vida es alegría, sino también la promesa de la vida eterna y la esperanza de los justos. Y una alegría tan profunda que supera todo deseo. Esta es la prudencia que nos sembraron los santos apóstoles.
Es evidente que los mártires nos sembraron la fortaleza. Los confesores, la justicia, a la que siempre estuvieron abrazados. Existe entre los mártires y confesores la misma diferencia que entre Pedro, al dejar todas sus cosas, y Abrahán, que hizo buen uso de todas sus cosas, y Abrahán, que hizo buen uso de toda su hacienda. Aquéllos en poco tiempo llenaron muchos años y éstos soportaron muchas penas y penosos martirios. No hay duda que las vírgenes santas sembraron la templanza pisoteando la sensualidad.
RESUMEN
La palabra sagrada, cuando cae sobre un campo baldío es como una maldición. En este caso tanto San Bernardo como San Benito compartieron la condición de abad. Es como participar en una gran procesión presidida por Cristo. San Benito vivió en la humildad y eso es una gruesa raíz que equivale a caminar por senderos rodeados de ríos y valles. No debemos mezclarnos con plantas estériles de las que se alimentan los cerdos y nacen las vilezas. Si comemos carne putrefacta se unirá a la nuestra y la corromperá. También debemos esperar la verdadera madurez, saber esperar antes que predicar nuestros conocimientos y creencias. Tampoco ceder ante la impaciencia y sentirse desamparado, pues siempre recibiremos auxilio ante nuestra invocación. De San Benito debemos aprender, especialmente, su santidad, justicia y piedad que son ejemplo para todos, más allá de las palabras. San Benito nos enseña a abandonar nuestra propia voluntad y sembrar así semillas que darán mucho fruto. El mundo espiritual es como un árbol plantado en la tierra desde donde nace el espíritu cuando renunciamos a nuestra propia voluntad. La vida espiritual es como una siembra en la que se esmeraron muchos. La Trinidad sembró el pan del cielo, la verdad y la caridad. También participaron los ángeles y toda obra buena. Los soberbios que quieren igualarse a Dios merecerán la condenación. La verdadera cosecha es de los prudentes y hasta los ángeles serán juzgados. Los mártires lograron mucho en poco tiempo. Los confesores necesitaron largos años de trabajos y las vírgenes pisotearon la sensualidad. Los resultados de todo esto son la fortaleza, la justicia y la esperanza.
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