LAS DOS MESAS
Hermanos, estos trabajos nos recuerdan nuestro destierro, nuestra pobreza, nuestro pecado. ¿Por qué nos matamos día, tras día, con frecuentes ayunos y largas vigilias, con trabajos y fatigas? ¿Fuimos creados para esto? En absoluto. El hombre nace condenado a trabajar, pero no fue creado para el trabajo. Su nacimiento está manchado por la culpa, y por eso merece pena. Todos debemos gemir con el Profeta: En la culpa nací, pecador me concibió mi madre. La primera creación fue muy distinta, porque Dios no creó la culpa ni la pena. De la muerte, que es la mayor de todas, dice explícitamente la Escritura: La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo. Y en otro lugar: Dios no hizo la muerte, etc.
Así como cuando trabajan las manos no se cierran los ojos ni los oídos, del mismo modo, y con mayor razón, mientras trabaja el cuerpo, el espíritu debe estar atento a su labor y no perder el tiempo. Piense durante el trabajo el motivo del trabajo, para que la pena que sufre le recuerde la culpa que la mereció. Y al ver la herida vendada, piense en la herida que está debajo de las vendas. Con este pensamiento somos más humildes bajo la mano poderosa de Dios, el espíritu se satura de dulce piedad y se presenta como un pobre ante su presencia. La Escritura no cesa de advertirnos: Compadécete de tu alma agradando a Dios. Y no hay duda de que la miseria que agrada a Dios alcanza fácilmente misericordia. No digamos que no tenemos de qué compadecernos de nuestras almas. Si somos sinceros, encontraremos en ella muchas cosas dignas de compasión.
Voy a fijarme solamente en una, y de este modo vosotros podréis examinar las demás. ¿No os parece que nos hallamos en medio de dos mesas, y que contemplamos muertos de hambre a los que comen aquí y allá? Eso somos, sin duda alguna. ¿Cuándo podremos nosotros reírnos, regocijarnos, aliviarnos y vivir orgullosos y satisfechos? ¿No conocemos las mesas, no apreciamos los banquetes, no vemos los manjares? Aquí veo a los que estrujan los placeres de los bienes sensibles de este mundo; allí contemplo a los que Cristo confirió la realiza, para que coman y beban a su mesa en el reino de su Padre.
En cualquiera de los casos veo que son hombres semejantes a mí, que son mis hermanos. Pero, ay de mí, a ninguna mesa puedo extender la mano. Las dos me están prohibidas: ésa por la profesión, aquella por vivir en el cuerpo. No me atreve a acercarme a la de abajo, ni puedo llegar a la de arriba. La única solución es comer el pan del dolor, que las lágrimas sean mi pan noche y día, y esperar que algún convidado celestial -movido a compasión-arroje unas migajas de felicidad a la boca del cachorrillo que ladra bajo la mesa.
La envidia que sentimos al ver a los que están saturados de los goces de este mundo, revela un alma enferma, y ese afecto no me parece propio de un alma espiritual. Y todavía está más lejos de la verdad quien tiene por dichosos a los que debería compadecer como miserables: los que pecan y no se arrepienten. Ese se cree desgraciado, no por el juicio de la razón, sino por el sentimiento de no ser como ellos. En realidad debería desear que todos fueran como él.
Quien así piensa sólo merece alabanza, si lo que él cree que es una desgracia, se decide a soportarlo pacientemente por amor o temor de Dios, y dice con sinceridad al Señor: Por ser fiel a tus palabras he seguido caminos duros. Esta manera de pensar es propia de principiantes, como la leche para los niños. Cuando el alma progresa y decide seguir el dictamen de la razón, todo lo tiene por pérdida y basura, y se lamenta con el profeta de los que se revuelcan en el estiércol.
Desprecia todo esto, con una especie de santa y humilde soberbia, y con su grandeza de espíritu, en vez de ensalzar a la gente que tiene todo eso, la tiene por desgraciada, proclama dichoso a aquél cuyo Dios es el Señor. Es decir, se compadece de unos al compararlos consigo mismo, y verá a otros que le hacen compadecerse de sí mismo, porque contempla las riquezas celestiales y sus alerías perpetuas a la derecha del Señor. Y así, el que se lamentaba de no participar en la abundancia de aquí abajo, porque por tu causa nos degüellan cada día, ahora suspira con más anhelo por la opulencia de arriba y dice: Ay de mí, cuánto se prolonga mi destierro.
RESUMENDesprecia todo esto, con una especie de santa y humilde soberbia, y con su grandeza de espíritu, en vez de ensalzar a la gente que tiene todo eso, la tiene por desgraciada, proclama dichoso a aquél cuyo Dios es el Señor. Es decir, se compadece de unos al compararlos consigo mismo, y verá a otros que le hacen compadecerse de sí mismo, porque contempla las riquezas celestiales y sus alerías perpetuas a la derecha del Señor. Y así, el que se lamentaba de no participar en la abundancia de aquí abajo, porque por tu causa nos degüellan cada día, ahora suspira con más anhelo por la opulencia de arriba y dice: Ay de mí, cuánto se prolonga mi destierro.
Somos dignos de compasión y debemos mirar no sólo las vendas que tapan nuestras heridas, sino imaginar la herida tapada por el apósito.
Como ejemplo, fijémonos que vivimos entre dos mesas: la celestial (inalcalzable) y la los sentidos que nunca será suficiente para satisfacernos. Mientras tanto vivimos del pan del dolor y de las escasas migajas que caen de la mesa celestial. Para algunos sólo existe la mesa corporal y ni siquiera tienen sentimiento de pecado o de culpa.
Al principio nos quejamos de los inconvenientes sufridos por intentar obrar con rectitud. Luego, superado ese estado de lactante, pensamos en las bondades celestiales. Nos lamentamos de nuestro destierro de aquella otra mesa, la verdaderamente interesante para el creyente contemplativo.
Como ejemplo, fijémonos que vivimos entre dos mesas: la celestial (inalcalzable) y la los sentidos que nunca será suficiente para satisfacernos. Mientras tanto vivimos del pan del dolor y de las escasas migajas que caen de la mesa celestial. Para algunos sólo existe la mesa corporal y ni siquiera tienen sentimiento de pecado o de culpa.
Al principio nos quejamos de los inconvenientes sufridos por intentar obrar con rectitud. Luego, superado ese estado de lactante, pensamos en las bondades celestiales. Nos lamentamos de nuestro destierro de aquella otra mesa, la verdaderamente interesante para el creyente contemplativo.
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