EL OBJETIVO DE ESTA PÁGINA

Recuperar los Sermones de San Bernardo de Claraval para facilitar su conocimiento y divulgación. Acompañar cada sermón con una fotografía, que lo amenice, y un resumen que haga más fácil la lectura. Intentar que, al final de esta aventura intelectual, tengamos un sermón para cada día del año. Un total de 365 sermones. Evidentemente, cualquier comentario será bienvenido y publicado, salvo que su contenido sea ofensivo o esté fuera del tema.

lunes, 23 de diciembre de 2013

SERMON OCTAVO DEL ADVIENTO: LOS TRES INFIERNOS

 SERMON OCTAVO DE ADVIENTO

LOS TRES INFIERNOS

Capítulo 1

Cuando celebramos la venida del Señor con lecturas y cantos, reavivamos en nosotros los anhelos de los santos padres, a quienes Dios, mediante el Espíritu Santo, se dignó revelar la redención futura, que llevaría a cabo por su Hijo, encarnándose y muriendo por la salvación de los hombres. Incluso algunos de ellos gozaron en vida del carisma profético e intuyeron de antemano la encarnación de Cristo; y nos transmitieron en sus escritos sus gozos sentidos en el interior y el fuego de sus deseos. Después de su muerte pasaron a ser moradores de los infiernos, moradores de las tinieblas y sombras de muerte. Y nadie puede imaginarse ni expresar sus hondos anhelos de expectación hacia el único que podría soltarlos del yugo de la cautividad. El fruto que podemos lograr de todos estos deseos es una serie de suspiros y anhelos con los que debemos también nosotros esperar mientras vivimos en este cuerpo de muerte, en el infierno de estas tinieblas, la llegada de nuestro libertador. Porque necesitamos sus frecuentes visitas y su consuelo en esta cárcel y, en última instancia, nuestra liberación de esta mazmorra.
Debemos saber por los santos padres, e incluso por tantas personas buenas como malas, que todos los humanos bajaban al infierno antes de la llegada de Cristo y que ocupaban allí puestos distintos según sus respectivos merecimientos. Ello se debía a la perversión del primer hombre, que, por gustar la manzana prohibida, se granjeó el destierro. Este pecado lo precipitó al exilio a él con toda su raza. Ahora sufrimos las consecuencias del pecado original, pasando sed, hambre, frío, enfermedades y, al fin, la muerte.

Capítulo 2

En todo esto debemos considerar, hermanos muy queridos, las funestas consecuencias que arrastramos a causa de nuestros pecados. Con ellos ofendemos a Dios complaciéndonos y a sabiendas. Caímos muy miserablemente por aquel pecado al que nunca dimos nuestro asentimiento. Si por el pecado de otro nos vimos desterrados del paraíso a esta tierra y aguijoneados por tan enormes y frecuentes miserias, ¿adónde nos lanzarán nuestros mismos delitos? Al infierno sin duda donde no hay esperanza de liberación. Y como la culpa de otro, no nuestra, nos arrojó a esta mazmorra, por eso la paga de otro, tampoco nuestra, consiguió nuestra salida. Si por Adán todos mueren, todos vivirán por Cristo. Pero, si se nos arroja al infierno por nuestros delitos, perdamos toda esperanza de liberación, porque Cristo, resucitado de la muerte, no muere más; no volverá a bajar al infierno para desalojarlo. 

Fijaos que Adán no fue expulsado inmediatamente después de pecar. El Señor quiso forzarle a una confesión con esta pregunta: Adán, ¿dónde estás? El que nos prohibió pecar con rió también a los arrepentidos el remedio de la confesión. No es el pecador el que queda excluido del reino de Dios, sino el recalcitrante en su actitud despectiva a raíz del pecado.

Comer una manzana no tenía mayor trascendencia; pero como Dios había puesto a Adán en su casa, donde no consentía el mínimo atisbo de desobediencia, cualquier indocilidad, por insignificante o considerable que fuese, merecía la expulsión. Lo mismo vosotros, mientras vivíais en el mundo, estabais lejos de la casa de Dios. El Señor dijo: Mi realeza no pertenece a este mundo. Y si en el mundo se os pasaban por alto tantas cosas en expresiones y actitudes, ahora, viviendo en la casa de Dios, se tendrá por reprobable cualquier actitud desdeñosa, a menos que borréis ese desdén con el llanto de la penitencia.

Capítulo 3

Sabemos que, por el pecado original, todos los hombres bajaban al infierno antes de la venida de Cristo. De modo parecido, y con no menos verdad, puede sostenerse que, antes y después de la venida de Cristo, no hay hombre alguno que no baje al infierno antes de subir al cielo.
Porque distinguimos tres infiernos. El infierno de voracidad, donde el gusano nunca muere y el fuego no se apaga. Aquí no hay liberación posible. El infierno de la expiación, asignado a las almas que deben purificarse a raíz de su muerte. El infierno de aflicción, que es la pobreza voluntaria. Aquí los que renunciamos al mundo debemos afligir nuestras almas para curarlas; de tal modo que pasemos por la muerte al juicio y, mediante la muerte, alcancemos la vida. Penetra en este infierno el que renuncia a sus tendencias carnales y mortifica, por una adecuada penitencia, sus miembros terrenos, prefiriendo afligirse con el pueblo de Dios que con el placer instantáneo del pecado. Quien durante su vida se niegue a bajar a este infierno, tendrá que entrar en los otros dos, y a duras penas o nunca alcanzará la libertad.
El primer infierno es el más riguroso, porque se exige en él hasta el último cuarto. Por eso, su pena no tiene fin. No se concibe ni la más leve mitigación, porque nunca se llega a un ajuste de cuentas que salde la injuria a Dios. La desobediencia ocasiona tan horrible afrenta al Creador, que ninguna pena puede expiarla, a menos que él la perdone de antemano. Lo cual aparece claro en la primera infracción, pues arrastra a la condenación eterna incluso a niños sin bautizar.
El segundo infierno es purificatorio; el tercero, indulgente. En éste, por ser voluntario, se perdona con frecuencia la pena y la culpa. En el segundo infierno, aunque a veces se perdona la pena, nunca a culpa; pero se purifica cuando se perdona.
¡Dichoso infierno el de la pobreza, donde Cristo nació, se alimentó y transcurrió su vida mortal! Bajó hasta él, y no una sola vez, para sacar a los suyos; y además se entregó a sí mismo para librarnos de este perverso mundo presente, para separarnos de la multitud de condenados y reunirnos allí hasta que nos saque definitivamente. En este infierno hay tiernas adolescentes, las almas de los principiantes, jóvenes tamborileras. Van delante los más notables mensajeros con platillos sonoros. Les siguen otros con platillos vibrantes.
En otros infiernos, los hombres sufren tormentos; en éste, en cambio, sufren sólo los demonios. Merodean por lugares resecos y áridos, buscando un sitio para descansar, pero no lo encuentran. Rondan por la, mentes de los fieles para disuadirles por todos los medios a que no mediten ni oren. Por eso se quejan: Jesús, ¿por qué has venido a atormentarnos antes de tiempo? Las mismas personas sensuales que viven en el mundo, en cuanto se procuran los medios para encender los deseos de la carne, encuentran ahí su propio infierno; en él se atormentan rodeados de deleites, aunque no sean conscientes, porque duermen y están borrachos de vino, es decir, del amor mortal del mundo, del veneno incurable del áspid. La picadura del áspid adormece primero y luego mata. Embriagados de ajenjo, esto es, de la miseria y amarga dulzura del mundo, se olvidan de Dios y de sí mismos; es gente sin sentido y sin juicio; no entienden nada y son insensibles a los acontecimientos inmediatos: Pues cuando estén diciendo: Hay paz y seguridad, entonces les caerá encima, de improviso, el exterminio y el dolor como a una mujer encinta, y no podrán escapar.

Capítulo 4

Bendito sea Dios, porque no vivimos en tinieblas. Así no nos sorprenderá desprevenidos el día del Señor. No nos encerró el Señor en su cólera, como a todos aquellos que desvarían en la vida almacenando pecados y atesorando ira para el día de la revelación del justo juicio de Dios. El Señor nos ha destinado a obtener la salvación redimiendo nuestra vida mediante una conveniente satisfacción en la penitencia. Los tormentos sorprenden a los carnales en sus mismos deleites; y ya no les basta con lo que tienen, sino que hambrean lo que no tienen. Su única satisfacción son las torpezas y miserias abominables; no cosechan más que frecuentes fastidios, sin llegar nunca a plena satisfacción.
No son los que se alejaron del mundo castigan su cuerpo sometiéndolo a servicio los únicos que beben de la copa de la pasión. Pues el Señor tiene una copa llena de amargo vino mezclado; sus heces no se agotan; beben de ellas todos los pecadores de la tierra. La copa simboliza la pasión. De aquí la pregunta: ¿Podéis beber de la copa que yo voy a beber? La copa está en la mano del Señor, esto es, depende de su poder; y a da a beber a los que él quiere, cuando quiere y de la manera que le parece. Hay quienes beben de esta copa el vino amargo: son los que reniegan de sí mismos por puro amor al Señor, cargando con su cruz y siguiéndole. Otros beben vino mezclado: son aquellos que abrazan la vida de pobreza, pero no renuncian del todo a sí mismos o a su familia; viven, más bien, preocupados de sus parientes con cierto afecto instintivo o se afanan sobremanera en diligencias carnales. Beben del vino a pesar de estar mezclado, pues aun siendo imperfectos, no rechazan el yugo de la obediencia. Apuran las heces los que con tal de satisfacer los deseos de la carne, se abrazan con las penas y pesadumbres que abundan en el mundo y se disipan en vanidades y engaños.
La vida de todos éstos transcurre entre heces y torpezas. Ya lo fustiga el Profeta, diciendo: Bebe y adormécete, que tienes al lado la copa de la diestra del Señor, y el vómito de tu ignominia superará a tu honor. Beben de verdad quienes soportan miserias mucho más graves comparadas con las que se ciernen sobre los pobres de Cristo. El honor de éstos es tan afrentoso, que repele a cualquier persona normal, como repugna un pañuelo impregnado de vomitona. Beben de la copa hedionda y no saludable porque no invocan al Señor. Aléjense de la iniquidad cuantos invocan al Señor, pues los que invoquen al Señor se salvarán.

Capítulo 5

Por tanto, aun pasando por alto otros aspectos, la ciudad de Dios vive desterrada del Señor en el infierno de la pobreza, mientras el cuerpo es su domicilio. La ciudad es santa, es hermosa, aunque está plantada en un paraje de aflicción. Así ensalza el esposo esa hermosura en el Cantar de los Cantares: Eres bella, amiga mía; eres delicada y preciosa como jerusalén, terrible como escuadrón en orden. Eres delicada ara los hombres; preciosa para la divinidad; terrible para os demonios. ¿Por qué? Porque avanza como un escuadrón; pero no en desorden por la envidia, sino compacto en el amor. Es escuadrón por el número, escuadrón de batalla por su disposición. Y escuadrón ordenado por el consenso. La penitencia forma el grupo, la vigilancia suscita la disposición y la concordia proporciona el consenso.
El diablo no se arredra ante los que se dan a los ayunos, se privan del sueño y se moderan, porque ya ha arrastrado a unos y a otros a la ruina. Pero los que viven en concordia y armonía en la casa del Señor, unidos por los lazos del amor, provocan al diablo dolor, pavor e incluso le propinan palizas. Esta unidad del grupo tortura al enemigo, pero más que nada reconcilia con Dios, como él mismo declara en el Cantar de los Cantares: Has lacerado mi corazón, hermana y esposa mía, con una sola de tus miradas, con un rizo de tu pelo. Se refiere a la unidad entre superiores y súbditos. Por eso nos advierte también Pablo: Esforzaos por mantener la unidad de espíritus en el vínculo de la paz. Sabe bien el espíritu maligno que no se pierde ninguno de los que el Padre ha entregado al Hijo, que nadie podrá arrancarlos de su mano. Al encontrarlos en sana armonía, reconoce a las claras que están en las manos de Dios y que no les tocará el tormento de la muerte.
El Señor dice: En esto conocerán todos, incluso los demonios, que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros. El diablo ahuyenta los hombres ese amor que él mismo no supo mantener en su relación con Dios y con los ángeles en el cielo. Y ésa es la ciudad firmemente asentada e inexpugnable. Su cuello es como la torre de David, construida con sillares; de ella penden miles de escudos, miles de adargas de capitanes. La cabeza se une al cuerpo por el cuello. ¿Puede tener el cuello otro sentido mejor que nuestro empeño? Mientras mantenemos incólume nuestro propósito pese a las tribulaciones que nos arrecien, nunca nos separaremos de nuestra cabeza que es Cristo. Nos aprietan por todos los lados, pero no nos aplastan. Porque ¿quién nos separará del amor de Dios? Por él volamos en los caminos de los mandamientos de Dios con el corazón dilatado. Este cuello debe ser consistente, inmóvil y largo, como una torre, y tener por cimiento la humildad.

Capítulo 6

La humildad reúne a las virtudes, las mantiene unidas y las perfecciona. El cimiento se oculta en tierra, no puede conocerse su consistencia hasta que los muros se asienten o se desmoronen. La humildad clava su raíz en lo profundo del corazón. No puede conocerse su ausencia o su debilitamiento hasta que los muros del edificio se disuelven por el desorden o se disgreguen y desmoronen. Esta es la torre que David posee con mano fuerte. Si no eres contemplativo, no te desazones; sé activo en las buenas obras, defiende con ardor la torre de tu empeño, y algún día lograrás la pureza de corazón, pues Dios se entrego a si mismo para rescatarnos de toda clase de maldad y purificarse un pueblo escogido, entregado a hacer el bien. Por eso juró a David, es decir, al que actúa con denuedo: A uno de tus entrañas, esto es, de la sensualidad, que es lo más frágil del hombre, pondré sobre tu trono.
Esta torre o ciudad tiene por muro la obediencia, que reúne a los dispersos; contiene a los vagabundos, para que salgan sólo por la puerta, esto es, por el mandato del superior.
El primero es la acción recta. Lo que va contra Dios no es obediencia. El segundo es lo voluntario, pues lo que se hace por la fuerza no es bueno. El tercero, lo puro. Que la intención sea pura; porque, si tu ojo es sencillo, toda tu persona quedará esclarecida. El cuarto, lo discreto. Que no haya excesos. Si se ofrece algo bueno, pero no se reparte como es debido, habrá pecado. El quinto, o estable. El que es constante, lo posee todo dispone de todo. No hay bien sin perseverancia. Para que a perseverancia tenga el muro de la obediencia necesita pertrecharse con los baluartes de la paciencia, como los defensores de las murallas necesitan baluartes para estrellar los dardos del enemigo. Quienes se empeñan en mantener la obediencia necesitan de la paciencia, que protege al hombre contra las palabras desabridas y los trabajos agitadores.

Capítulo 7

De ella penden mil escudos. Se refiere a la perfección y asiduidad de la oración, que en ocasiones sirve de ayuda al prójimo. El escudo puede colocarse en cualquier parte. Cuelgan de ella mil adargas de capitanes. Que se presente Pablo y nos lo explique: Por eso os digo que cojáis la adarga que Dios da para hacer frente a las asechanzas del diablo, permaneciendo siempre firmes. Permaneced en pie, ceñidos los costados con el cinturón de la verdad; poneos como coraza la justicia; calzaos los pies para anunciar el mensaje de la paz. Tened siempre abrazado el escudo de la fe, etc.
Ceñir los costados es abstenerse de los deseos carnales. Pero el control ha de realizarse en la verdad. Algunos se reprimen por necesidad, porque no se les presentan oportunidades de lugar, de tiempo, ni os medios. Otros lo hacen por vanidad, para granjearse favoritismos humanos o alguna ventaja temporal. Pero hay quienes se contienen por la verdad, deseando agradar sólo a Dios.
Debemos ponernos también la coraza de la justicia. La coraza protege al hombre por delante, por detrás y por ambos lados. Con razón se compara a la justicia, que da a cada cual lo que le pertenece. Tenemos delante de nosotros a los veteranos; detrás, a los más jóvenes; amigos, por el lado derecho; y enemigos, por el izquierdo. Demos, pues, a cada cual lo que le pertenece: a los ancianos, obediencia; a los jóvenes, enseñanza; alegría, a los amigos; y a los enemigos, paciencia.

Capítulo 8

Debemos calzar nuestros pies para anunciar el mensaje de la paz. Con el fin de mantener la paz y comunicarla a otros, debemos calzar los pies de nuestros pensamientos. De este modo podremos recorrer el mundo entero recordando nuestros trabajos estériles, para que no se nos clave la espina de la soberbia al experimentar las debilidades del prójimo. Procuremos no sobrepasarnos tampoco al considerar nuestra debilidad y la de ellos. Nunca olvidemos nuestros pecados, aunque estén ya borrados de la conciencia. Meditemos lo que dice el Apóstol: Está sobre aviso para no ser tentado. Por tanto, cuando sobrevienen estos pensamientos, el hombre debe acusarse a sí mismo y excusar a prójimo. Así, el que ha sido justo dando a cada cual lo que le correspondía, plantee un juicio para que el alma, que debe ser trono de Dios, se enmiende mediante la justicia y el juicio, porque justicia y juicio sostienen su trono.
El juicio tiene tres fases: con respecto a sí mismo, al prójimo y a Dios. El juicio del hombre, con respecto a sí mismo, debe ser severo; indulgente respecto al prójimo y puro respecto a Dios. El hombre debe juzgarse a sí mismo con rigor. Si nos Juzgamos debidamente a nosotros mismos, no nos juzgarán. Indulgente respecto al prójimo, de tal modo que ya le amonestes con misericordia o le reprendas con solicitud, procedas siempre con suavidad, estando tú sobre aviso para no ser tentado. Debes aguardar los juicios de Dios con pureza y sencillez de corazón, proclamando: Todas las obras del Señor son muy buenas. Que el hombre sea juez implacable para sí mismo mediante el conocimiento de la verdad; indulgente para con el prójimo, a impulsos del amor; puro para con Dios, mediante el asentimiento de la voluntad.

Capítulo 9

Después de la justicia y el juicio, el hombre necesita la vigilancia, para que no afloje por la tibieza o le desmorone la vanidad. Le conviene andar solícito con su Dios, estarle sumiso e implorarle y para evitar cualquier enervamiento o duda en la oración al ser azuzado por artimañas y sugestiones diabólicas, sostenga de continuo el escudo de la fe, sabiendo que suyo será todo lugar que hollen los pies de la fe. Quiere decir que todo lo que se pida a él directamente o a través de su nombre, se hará.
Que tu fe sea como una semilla de mostaza, que cuanto más se la pisa, tanto más perfuma; esto es, que cuanto más te desprecien y parezca que Dios te rechace, con mayor confianza esperes conseguir o que pides. Y, si no por amistad, al menos por tu impertinencia, se levantará y te dará cuanto necesitas. Por eso añade el Apóstol: Con la ayuda del Espíritu, resistid en la oración y en la vigilancia. No debemos entregarnos a la oración esporádicamente, sino con frecuencia y asiduidad, explayando ante Dios los deseos de nuestro corazón; y en determinados momentos servirnos de la expresión de los labios. De aquí que Pablo escriba en otro pasaje: Presentad ante Dios vuestras peticiones. Esto se verifica en la insistencia y asiduidad en la oración, unas veces dirigida a él, otras a su Madre gloriosa, y en ocasiones a los santos, de tal forma que se les obligue a decir: Atiéndele, que viene detrás gritando.

Capítulo 10

El Profeta consuela a la ciudad santa de Jerusalén, que peregrina todavía en el infierno de la pobreza, y dice: No llores que pronto vendrá tu salvación, pues junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar. Babilonia significa "confusión". En Babilonia residen y lloran los habitantes de Jerusalén, que, aun sin estar en la confusión de sus trabajos, viven en la confusión de sus ideas; quieren, pero son impotentes para alzar los ojos del espíritu hacia Dios; y, aunque constreñidos, las quimeras los arrastran. Los canales de Babilonia significan las costumbres depravadas, que se presentan deliciosas a nuestra memoria. Los ríos corren, y a quienes seducen los arrastran al mar del mundo. A lo largo de estos canales se alzan los sauces, esto es, pensamientos flojos y estériles; en ellos, mientras nos desparramamos en quimeras, interrumpimos la alabanza de Dios en nuestros corazones, que, como instrumentos de gloria, deben resonar siempre en presencia de Dios.
Demos gracias a Dios, que nos dio victoria por medio de nuestro Señor Jesús el Cristo. Porque, si arrecian sobre nosotros malas costumbres, no claudicamos. Nos hemos sentado junto a los canales de Babilonia, con el alma muda a la placentera y consoladora vida del mundo, y a todo el que nos habla. Es sorda ante el acosador e insensible frente al que le adula. Embarazados por estas frivolidades, no es extraño que lloremos recordando a Sión, esto es, avivando el recuerdo de aquella suavidad y deleite sabroso que gustan de antemano esos contemplativos que merecen atisbar, a cara descubierta, la gloria de Dios.
¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este yugo de esclavitud para que pueda algún día escarnecer únicamente a los enemigos que me escarnecen! A ellos, por culpa de mis pecados, me los puso Dios como irrisión y burla, para humillarme en el lugar de la aflicción y verme sumergido en las tinieblas de muerte. Si me dejo, pues, arrastrar por los deseos carnales y, lo que no ocurra, consiento en ellos, yo mismo me precipito a las garras de la muerte y me acarreo la sepultura del infierno.
Pero si, cuando siento el asalto, retengo mi sentimiento, no caeré en la muerte. Me envolverán tinieblas de muerte y se ofuscarán mis ojos con el polvo de pensamientos frívolos, pero mi memoria evocará la dulzura de mi Dios. Aunque camine por sombras de muerte, nada temo si tú estás conmigo. Con toda certeza nada temeré, porque tú estás conmigo.

Capítulo 11

¿Y en qué se funda mi esperanza? En la vara de tu corrección y en el cayado de tu apoyo, que me consuela. Aunque me corrijas y refrenes mi soberbia reduciéndome a polvo de muerte, protegerás mi vida, agarrándome de la mano para que no caiga en el lago de muerte. No descuidaré la disciplina el Señor, no protestaré cuando me reprenda. Comprendo que todo contribuye al bien de los que aman a Dios y que la criatura está sometida a la vanidad no por gusto, sino con dolor. ¿Por qué me voy a impacientar? No. Aguantaré con paciencia. ¿Y por qué? Porque la misma criatura se verá liberada de la esclavitud de la corrección para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios. Ciudad de Jerusalén, no llores, que pronto vendrá tu salvación. Aunque tarde con respecto a ti, no será mucho retraso con respecto a él, porque mil años en su presencia es como ayer que pasó.

RESUMEN  Y COMENTARIO:
 El hombre ha padecido la desgracia del pecado original, pero después de la venida de Cristo "no hay hombre alguno que baje al infierno antes de subir al cielo". Incluso es posible ser pecador, pero no pecador recalcitrante. Hasta Dios preguntó a Adán después del pecado ¿dónde vas? Quedaba sitio para el arrepentimiento y la confesión.
Hay tres infiernos:
El primero es el "infierno de voracidad" que no tiene redención posible.
El segundo es el infierno de expiación.
El tercero es el infierno de aflicción. Se llega a este lugar en vida, buscando la pobreza voluntaria y la mortificación. Quien no llegue a este lugar en vida, no progresará espiritualmente  y a duras penas podrá llegar a la verdad.
 En este tercer infierno del que hablamos no hay tormentos sino demonios a quienes molesta la oración. Al demonio no le molesta mucho los que ocasionalmente, y en solitario, hacen súplicas, oraciones y ayunos, pues es más fácil que al final desistan y caigan.  Lo que en realidad no soporta es a los que viven en comunidad en concordia y armonía. A ellos los acosa con tentaciones continuas.
Los cristianos son como una comunión mística en la que formamos parte de un mismo cuerpo. La cabeza se une al cuerpo mediante el cuello. El cuello mantiene su vigor, de vital importancia para la unión de todos, mediante la virtud de la humildad.
 La humildad reune a las virtudes y es como un gran cimiento que no es visible de inmediato, pues se adentra en lo más profundo de la tierra. Sobre ella se levanta la gran torre de la obediencia que no podría existir sin voluntariedad, acción recta, pureza, discreción, perseverancia y paciencia.
Esa torre está protegida por mil escudos que son nuestras oraciones. Siempre debemos permanecer "en pie", ceñidos los costados con el cinturón de la verdad y como coraza la justicia. Debemos obrar para agradar a Dios y no a nuestra vanidad o a la de los demás. Nuestros pies irán calzados con nuestros pensamientos; sea nuestro principio acusarnos a nosotros mismos, excusar al prójimo y alabar a Dios.
Persevereraremos en la vigilancia con el escudo de la fe. La fe es como la motaza; al "pisotearla", "atacarla" más perfuma. La vigilancia nos permite evitar caer en el veneno de los placeres del mundo que son como es aspid, que primero adormece y luego mata. Debemos acudir a la oración frecuente, casi impertinente tanto a Dios, Cristo, la Virgen y los Santos. Nuestro objetivo es mantenernos en la Ciudad Santa de Jerusalem y no en Babilonia que significa confusión; los miles de canales que nos distraen y disipan de nuestros verdaderos objetivos de piedad y oración.

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