1. El santo David dice los los justos en el salmo treinta y tres: Aunque el justo sufra muchos males, de todos le libra el Señor. El cuida de todos sus huesos, y ni uno sólo se quebrará. Aquí no se refiere a los huesos del cuerpo, pues sabemos que los huesos de innumerables mártires fueron machacados a manos de hombres crueles, o triturados por los dientes de las fieras.
Pero la condición del alma es tan admirable como digna de compasión. Con su agudeza natural percibe infinidad de realidades externas, y carece de intuición espiritual para conocerse y juzgarse a sí misma tal cual es. Tiene que recurrir a figuras o símbolos corpóreos, para vislumbrar un poco las realidades invisibles a través de las visibles y externas.
Supongamos que el pensamiento es la piel del alma, y sus afectos la carne. Los huesos podrían aplicarse muy bien a su intención. De este modo el alma gozará de una vida plena por la integridad de sus huesos, tendrá buena salud por la incorrupción de su carne, y aparecerá hermosa por el frescor de su piel. Las angustias de los justos se deben a que su piel se marchita con frecuencia, porque su mente alimenta pensamientos inútiles. Con frecuencia también sufre la carne, si ese mal pensamiento llega a corromper el afecto con malos deseos. Pero Dios conserva íntegros e intactos los huesos de los justos; es decir, no permite que se quiebre el propósito de su corazón ni desaparezca su empeño hacia la salvación, consintiendo a los halagos de la concupiscencia. Pensar en el pecado marchita el alma, desearlo la hiere y consentirlo la mata.
2. Carísimos míos, evitemos los pensamientos inútiles, para que el rostro de nuestra alma se conserve siempre hermoso. Olvidemos lo que queda atrás, nuestro pueblo y la casa paterna, y el rey se prendará de nuestra belleza. salgamos de nuestro país, para librarnos de los pensamientos que engendran deleites carnales. Abandonemos la familia, formada por los pensamientos curiosos que conviven con los sentidos corporales y son parientes del placer carnal. Dejemos asimismo la casa paterna, para evadirnos de los pensamientos de orgullo y vanidad. También nosotros fuimos hijos de ira, como los demás. Nuestro padre fue el diablo, rey de todos los soberbios, que ha instalado su trono y su triste morada en los montes de la arrogancia. Si nos asaltan alguna vez a la mente estos pensamientos, esforcémonos con toda presteza en lavar y rapar la mancha que han dejado en nosotros, y digamos con el Profeta: Rocíame con el hiposo y quedaré limpio. Lávame y quedaré más blanco que la nieve.
Mas si por nuestro descuido y negligencia, este pensamiento inútil influye en los afectos del corazón, ya no se trata de una mancha sino de una epidemia. Pidamos rápidamente la ayuda del Espíritu, que acude en auxilio de nuestra debilidad; corramos a él y gritémosle aquella súplica del salmo: Señor, ten misericordia; sáname, porque he pecado contra ti. Estas tentaciones son muy humanas, y nos es imposible evitarlas mientras vivamos en este cuerpo y estemos desterrados del Señor. Pero nos conviene estar atentos y vigilantes; no son mortales, pero sí peligrosas.
3. En cambio, hermanos, la intención y el propósito de nuestro espíritu lo debemos defender con el mismo empeño con que protegemos la vida de nuestra alma. Porque si pecamos consciente y deliberadamente, es un delito mortal y nos condena nuestra propia conciencia. No digo esto para que desespere el que, tal vez, tenga conciencia de una falta así; sino para que el precipicio le horrorice y si ha caído se levante rápidamente. Sepa éste que se halla muy desviado de la santidad. Y el que tiene los huesos fracturados y machacados, sepa que está desgajado del cuerpo de Cristo, del cual dice la Escritura: No le quebraréis ni un solo hueso.
En la pasión marchitaron su piel y la amorataron con azotes, para curarnos a nosotros con sus cardenales. También rasgaron su carne con clavos y una lanza abrió su pecho, para redimirnos con su sangre. Pero no le quebraron ni un solo hueso. Por eso dice David: No te olvidaste de mis huesos, y me los pusiste muy ocultos. Y en otro salmo añade: Mis huesos están resecos como leña. Ocurre esto cuando el alma parece haber perdido totalmente el gusto de hacer el bien y le ueda únicamente la fortaleza de una árida intención. Creo que Job pasaba esta misma prueba cuando decía: Consumidas mis carnes, tengo los huesos pegados a mi piel. Es decir, tengo corrompidos mis afectos y sólo tengo el vigor del espíritu para dominar los pensamiento.
2. Carísimos míos, evitemos los pensamientos inútiles, para que el rostro de nuestra alma se conserve siempre hermoso. Olvidemos lo que queda atrás, nuestro pueblo y la casa paterna, y el rey se prendará de nuestra belleza. salgamos de nuestro país, para librarnos de los pensamientos que engendran deleites carnales. Abandonemos la familia, formada por los pensamientos curiosos que conviven con los sentidos corporales y son parientes del placer carnal. Dejemos asimismo la casa paterna, para evadirnos de los pensamientos de orgullo y vanidad. También nosotros fuimos hijos de ira, como los demás. Nuestro padre fue el diablo, rey de todos los soberbios, que ha instalado su trono y su triste morada en los montes de la arrogancia. Si nos asaltan alguna vez a la mente estos pensamientos, esforcémonos con toda presteza en lavar y rapar la mancha que han dejado en nosotros, y digamos con el Profeta: Rocíame con el hiposo y quedaré limpio. Lávame y quedaré más blanco que la nieve.
Mas si por nuestro descuido y negligencia, este pensamiento inútil influye en los afectos del corazón, ya no se trata de una mancha sino de una epidemia. Pidamos rápidamente la ayuda del Espíritu, que acude en auxilio de nuestra debilidad; corramos a él y gritémosle aquella súplica del salmo: Señor, ten misericordia; sáname, porque he pecado contra ti. Estas tentaciones son muy humanas, y nos es imposible evitarlas mientras vivamos en este cuerpo y estemos desterrados del Señor. Pero nos conviene estar atentos y vigilantes; no son mortales, pero sí peligrosas.
3. En cambio, hermanos, la intención y el propósito de nuestro espíritu lo debemos defender con el mismo empeño con que protegemos la vida de nuestra alma. Porque si pecamos consciente y deliberadamente, es un delito mortal y nos condena nuestra propia conciencia. No digo esto para que desespere el que, tal vez, tenga conciencia de una falta así; sino para que el precipicio le horrorice y si ha caído se levante rápidamente. Sepa éste que se halla muy desviado de la santidad. Y el que tiene los huesos fracturados y machacados, sepa que está desgajado del cuerpo de Cristo, del cual dice la Escritura: No le quebraréis ni un solo hueso.
En la pasión marchitaron su piel y la amorataron con azotes, para curarnos a nosotros con sus cardenales. También rasgaron su carne con clavos y una lanza abrió su pecho, para redimirnos con su sangre. Pero no le quebraron ni un solo hueso. Por eso dice David: No te olvidaste de mis huesos, y me los pusiste muy ocultos. Y en otro salmo añade: Mis huesos están resecos como leña. Ocurre esto cuando el alma parece haber perdido totalmente el gusto de hacer el bien y le ueda únicamente la fortaleza de una árida intención. Creo que Job pasaba esta misma prueba cuando decía: Consumidas mis carnes, tengo los huesos pegados a mi piel. Es decir, tengo corrompidos mis afectos y sólo tengo el vigor del espíritu para dominar los pensamiento.
RESUMEN
Haciendo un símil, podemos pensar que el pensamiento es la piel del alma, los afectos la carne y los huesos la intención. Dios preserva los huesos (la intención) de los justos y no permite que se quiebren. Debemos evitar todo pensamiento inútil, aunque eso es casi imposible, olvidarnos del pasado y vivir una vida espiritual.
Al final sólo nos quedarán los huesos que preservan nuestra intención, son nuestra reserva espiritual. Si pecamos conscientemente, estamos quebrándolos.
Al final sólo nos quedarán los huesos que preservan nuestra intención, son nuestra reserva espiritual. Si pecamos conscientemente, estamos quebrándolos.
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